Por Roymer Rivas, coordinador local senior de Eslibertad Venezuela y teórico del Creativismo Filosófico.
Cuando Jehová[1] crea al hombre, lo dota de una naturaleza singularmente distinta a las demás cosas de la creación; una que le permitiría manifestar en menor escala sus cualidades, ser lo que es: ser humano. Una vez hecho los animales, Dios pasa a crear al hombre “a su imagen y semejanza” (Génesis 1:24-27). Pero ¿Qué significa esto? ¿Es el hombre algún tipo de robot programado para ejecutar ciertas tareas o, quizá, una especie de esclavo que tiene que someterse a todos los caprichos de su creador? Las respuestas a estas preguntas no son un asunto sin importancia, pues, tratándose de la naturaleza humana, conocerlas ayuda a comprender la razón por la cual la humanidad ha sufrido tanto a lo largo de toda su historia.
En principio, como el hombre tiene la potencialidad de mostrar cualidades del Dios invisible, tenemos que conocer quién y cómo es para después entender la naturaleza humana. Jehová es el Todopoderoso, el creador de todas las cosas (Hechos 4:24; Apocalipsis 4:11), un ser de amor, perfecto y bueno que no tiene principio ni fin (1 Juan 4:16, 19; Marcos 10:18; Salmos 25:8; 90:2) y que en su inmensa bondad crea al hombre para hacerlo participe de su existencia. A priori, el poseer estos atributos, hacen gozar a Jehová de libertad absoluta; él habita en un clima ilimitado de acción libre en todo tiempo, es decir, puede obrar a voluntad sin restricción alguna dado que es un ser completo, independiente de cualquier cosa (Isaías 45:11, 12; Daniel 4:34, 35).
Entendiendo lo anterior, se puede decir que Jehová es Dios de libertad (2 Corintios 3:17). Y esto queda en evidencia cuando crea a criaturas inteligentes a su imagen y semejanza —es decir, con la potencialidad de manifestar su condición y cualidades, incluyendo la libertad, aunque todo en menor escala— y al proteger y defender dicha naturaleza en el tiempo. Por ello, el hombre tiene la facultad de recibir información de su entorno —percepción—, analizarla y valorarla gracias a su facultad de juicio, para luego tomar una decisión y actuar creativamente en base a ello; todo gracias a la razón y el libre albedrío con los que fue dotado en el principio.
Esta condición libre, sumada al componente creativo, es lo que permite al hombre ejercer su empresarialidad valiéndose de los medios a su alcance para alcanzar sus fines. Sin embargo, he dicho que el hombre puede manifestar la condición y cualidades de Dios en menor escala, y es así porque el ser humano no puede crear cosas al nivel de Dios y mucho menos goza de libertad absoluta; su libertad es relativa en la medida en que está limitada por su misma condición y el entorno. Por ejemplo: nadie tiene la libertad de volar al saltar de un edificio —la ley de la gravedad se lo impide—; o nadie tiene la libertad de violentar la libertad de un tercero, puesto que todos somos naturalmente iguales en cuanto a constitución humana y, por consiguiente, iguales en derecho; de hacerlo, la persona tendrá que afrontar las consecuencias negativas de su acción.
No obstante, las limitaciones humanas son necesarias para su existencia y no son coactivas —la coacción no es lo mismo a tener límites establecidos y solo puede ser de hombre sobre hombre—. Incluso el mismo Jehová por amor establece sus propios límites de su absoluta libertad para hacer lo que es correcto, se contiene de actuar de una u otra manera en diversas circunstancias a pesar de que nada fuera de él mismo se lo impide (Isaías 42:14); y una muestra de ello fue la conversación que tuvo con Abrahán cuando se disponía a eliminar Sodoma (Génesis 18:22-33). Los límites naturales a la libertad humana no lo cohíben de conseguir sus fines y ser feliz siempre y cuando no dañe a otro.
Esta misma condición es lo que permite que, en lugar de actuar contra otros, espontáneamente los individuos ejecuten acciones —muchas veces sin darse cuenta— en función de otros y la sociedad se coordine consiguiendo avanzar civilizadamente. Por tal motivo, en resumen, se puede decir que bíblicamente la libertad es la condición natural del hombre en el que puede obrar a voluntad sin ningún impedimento más que las impuestas por la misma naturaleza; para esto cuenta con facultades físicas y mentales que le permite percibir, analizar y valorar el entorno en el proceso de toma de decisiones que terminaran por materializarse en acciones.
Es por ello que limitar la libre acción humana coactivamente no puede tener otro resultado que daños sociales. Dios lo entiende así, por ello defendió la libertad de su pueblo escogido cuando fue esclavizado por Egipto y los libró de la mano de otros adversarios que querían someterlos (Deuteronomio 7:7, 8; Jueces 7:9-15, 20-22), además, la ley establecía que si un hebreo era vendido por otro o se vendía a sí mismo en esclavitud debido a su pobreza, tenía que ser libre al séptimo día de su servidumbre o en el año de jubileo[2] —lo que llegara primero— (Levítico 25:10, 39-41; Éxodo 21:2; Deuteronomio 15:12).
Por esta razón, cuando el hombre con poder comienza a abusar de su libertad y somete a sus semejantes con el fin de modificar sus comportamientos para amoldarlo a sus propios fines, atenta contra la condición original del ser humano y las personas sometidas ven limitadas contranaturalmente sus opciones y decisiones que les permitirán aprovechar de la mejor manera los medios a su alcance que, a su vez, les ayuda a aumentar las probabilidades de éxito en la consecución de sus fines. Por este motivo dice la Biblia que “el hombre ha gobernado al hombre para su propio mal” (Eclesiastés 8:9), porque el hombre no fue creado para ensalzarse o alzarse por encima de sus semejantes.
En este punto aclaro que el problema no es el hombre en sí mismo, mucho menos la libertad con el que fue creado —porque sin dicha libertad no seriamos humanos en la misma dirección y sentido en como entendemos «ser humano»—, más bien el problema es que un hombre o grupo de hombres se encuentren por encima de otros y al mismo tiempo tenga poder para violentar su libertad. A priori, un hombre puede estar por encima de otros por concesión, porque tiene autoridad moral y otros decidieron brindarle poder —lo que implica necesariamente que en cualquier momento puede perderlo si así lo decide la fuente de su poder—, pero la cosa cambia cuando alguien se encuentra por encima de otros por medio de la violencia, porque tiene la fuerza de someterlos; en este contexto la balanza se inclina a favor de unos en detrimento de otros.
Lo anterior queda ilustrado a lo largo y ancho de la historia humana: no es de extrañar que las grandes tragedias de la humanidad —dejando de lado los desastres netamente naturales, que escapan de su poder—, como guerras, hambre y muerte, se deben al abuso de poder que cometen ciertos hombres sobre otros; y que el avance de la civilización se deba al buen uso de la libertad que ejercen los actores sociales y que, a pesar de que siempre son en pos de satisfacer deseos propios, ayudan a quienes le rodean.
En palabras un poco poéticas: “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, tal como dijo Lord Acton. Pero las ansias de poder, de sobresalir y estar por encima de los demás a toda costa, también es la causante de muchos males. Es bíblico. La tentación de abusar del poder para conseguir fines propios a costa de otros en la que se encuentran quienes gozan del mismo es suprema, resistirse a eso es difícil y sus consecuencias son nefastas.
Por tal motivo, es necesario velar por la libertad, porque es lo único que permitirá alcanzar pleno desarrollo y progreso para la sociedad. El ser una condición natural —instituida directamente por Dios— significa que no hay grises buenos cuando se trata de elegir qué camino tomar para alcanzar la felicidad individual y, por extensión, social —que los miembros de una sociedad puedan describirse «felices»—. La cuestión es: libertad o esclavitud. A modo de ilustración: el mundo tiene que elegir entre el blanco, el negro o los grises; el blanco es la libertad, es seguir el camino de Dios responsablemente afrontando las consecuencias negativas o positivas de nuestras acciones; el negro es la esclavitud absoluta y los grises son tipos de esclavitud con grados menores, es decir, estar sometido a las directrices de terceros en perjuicio de nosotros mismos.
Desde la rebelión de Adán y Eva (Genesis 3:1-7), en donde rechazaron la autoridad divina junto a las condiciones humanas naturalmente establecidas, en todo tiempo a la humanidad ha sido víctima de gobiernos coactivos de hombres sobre hombres de una u otra manera; esta es la causa del sufrimiento humano o la razón por la cual no se han encontrado soluciones a problemas que, en otras circunstancias —en libertad— ya hubieran encontrado solución; porque la humanidad se encuentra restringida por sí misma en cuanto a lo que puede potencialmente lograr. Pero si luchamos por “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Romanos 8:21) las cosas pueden cambiar.
La verdadera libertad es el único camino a la felicidad, no hay otro. Jehová dice en su palabra que “el que mira con cuidado la ley perfecta, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino que hacedor la obra, éste será feliz en lo que haga” (Santiago 1:25); y da la casualidad que la ley es “amor” (Romanos 13:8-10; Corintios 13:13), y quien ama no daña a sus semejantes cuando trabaja para lograr sus metas, sino que respeta irrestrictamente el proyecto de vida ajeno —en tanto y en cuanto no vea atacada su propia libertad—. Por amor, Dios dio al ser humano una naturaleza singular que le permitiese disfrutar responsablemente de la vida a plenitud.
Es por este motivo que es inadmisible el silencio y/o la apatía cuando este derecho natural es atacado por terceros; la verdadera libertad debe ser defendida y protegida en todo tiempo y a toda costa, porque es una exigencia inseparable de la dignidad humana; y todos aquellos que la defienden pueden estar seguros de que tienen de su lado al Supremo Creador Jehová, el Dios de la Libertad.[*]
[1] La Biblia indica que el nombre de Dios es Jehová (Salmos 83:18; Isaías 42:8; 54:5; Miqueas 4:5), cuya abreviación poética es Jah (Salmos 68:4; Isaías 26:4).
[2] Se llamaba así el año que seguía a cada ciclo de siete periodos de siete años; es decir, pasado 49 años, el año siguiente –numero 50– era el año de jubileo. El cual tenía las mismas características que el año sabático según la ley (Levítico 25:8-12).
[*] Este ensayo fue publicado por primera vez en la Revista Nueva Libertad, número 10, publicada por Caminos de Libertad, y se puede encontrar en la Biblioteca Ricardo Salinas Pliego.