Julieta Knobel es docente y autora independiente. Explora temas institucionales y dinámicas culturales en la vida pública, y es líder de LOLA Córdoba, Argentina..
“(…) cuando una sociedad interpreta el mundo desde el daño, tiende a priorizar el amparo inmediato por sobre la responsabilidad propia. Y (…) cuando se vuelve el filtro principal para evaluar la vida pública, suele abrir la puerta —sin declararlo— a formas de intervención que reducen la libertad con el tiempo.”
Julieta Knobel
El prisma victimizador
Hoy la conversación social está mucho más permeable a interpretar casi cualquier malestar personal como si fuera un daño real. Críticas incómodas, diferencias de opinión, desacuerdos o simples frustraciones pasan a describirse como “me lastimó”, “me hirió”, “me agredió”.
Esa inflación emocional del concepto de daño no se queda en lo individual: se expande hacia afuera. La gente empieza a interpretar, con el mismo lente emocional, lo que le ocurre tanto a otros individuos como a colectivos enteros.
Así, cualquiera puede ser declarado “víctima”: mujeres, palestinos, la comunidad LGBT, afroamericanos, latinos… todos. No importa si uno pertenece o no a esos grupos. Si pertenece, la sensibilidad se amplifica; si no, aparece la proyección moral: “Si yo lo vivo como daño, esto que veo afuera también debe ser daño”.
Es el mismo prisma aplicado al mundo entero. Y no se trata de “falta de empatía”. La compasión por el malestar ajeno es saludable y deseable en toda sociedad civilizada. Lo que distorsiona la mirada no es sentir con el otro, sino confundir toda incomodidad con un agravio real y leer el mundo exclusivamente desde ese registro.
El riesgo del prisma victimizador
Cuando todo se interpreta como daño o injusticia y todos parecen víctimas, ocurre lo inevitable: nada se distingue. Las víctimas reales —las que efectivamente han sufrido un delito, un abuso de poder o una agresión verificable— pierden visibilidad y se diluyen entre indignaciones de baja intensidad. Y los villanos —indispensables para sostener la narrativa— suelen ser asignados al azar, inventados o elegidos por pura adhesión emocional.
Cuando este reflejo se vuelve hábito, ya no es un error conceptual, sino un marco mental instalado. La identidad se ancla en modo “agraviada”, el juicio propio se apaga y todo se interpreta a través del prisma victimizador.
La cultura del victimismo como capital político en la región
Aquí aparece el mayor problema mayor, a saber: queda servido el terreno para que la política opere sobre la emoción antes que sobre el criterio. El victimismo empieza como un fenómeno individual —una forma de interpretar el malestar propio—, pero cuando se repite lo suficiente se convierte en un marco colectivo, un lenguaje compartido para entender el mundo.
Aunque no es exclusivo de ningún país, porque el fenómeno es global, Latinoamérica tiene condiciones que facilitan que el victimismo se consolide como cultura:
Instituciones frágiles, que empujan a interpretar desde la emoción;
Historias políticas basadas en líderes salvadores;
Crisis económicas recurrentes;
Narrativas donde el “relato” pesa más que la evidencia;
Una vida pública saturada de indignación moral.
Con ese suelo emocional ya preparado, el victimismo solo tiene que ocuparlo. Y cuando lo hace, se convierte en capital político: un recurso que cualquier liderazgo con incentivos populistas puede activar. Y una vez instalado, el victimismo provee exactamente lo que ese tipo de lideres necesita:
Un público predispuesto a detectar agravios incluso donde no los hay;
Una narrativa emocional ya armada, lista para usar;
Un villano externo permanentemente disponible;
Y —lo más delicado— una ciudadanía dispuesta a delegar poder en quien prometa protección.
Porque cuando una sociedad interpreta el mundo desde el daño, tiende a priorizar el amparo inmediato por sobre la responsabilidad propia. Y aunque la necesidad de protección es humana y legítima, cuando se vuelve el filtro principal para evaluar la vida pública, suele abrir la puerta —sin declararlo— a formas de intervención que reducen la libertad con el tiempo.
Un líder habilidoso solo tiene que administrar el relato: definir a los “buenos” y los “malos”, amplificar la emoción y presentarse como el único capaz de defender al público de un daño omnipresente.
Así se configura un ciclo que no es ideológico, sino mecánico: Cuanto más se vive desde el victimismo, menos espacio queda para verificar hechos y más permisiva se vuelve la sociedad frente a la intervención política.
El punto clave es este: el victimismo —que suele manifestarse primero en lo individual y luego se expande— no sólo deforma la realidad; define qué tipo de liderazgo una sociedad está dispuesta a aceptar.
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Contra Poder 3.0
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John R. De la Vega, P.A.
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John De la Vega es un abogado venezolano-americano que ha ayudado mucho a la comunidad venezolana e hispana en sus procesos migratorios en los Estados Unidos.
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