Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es Coordinadora Nacional de EsLibertad Venezuela.
“la autoridad sobre el niño no debe ser vista como propiedad ni como mandato, sino como una custodia temporal orientada a cultivar la futura autonomía del menor, una que debe concebirse como una forma de custodia funcional y revocable, cuyo único fin es permitir que el niño alcance su autonomía lo antes y mejor posible”
Oriana Aranguren
Una de las contadas falencias de la teoría liberal y/o libertaria es que es una filosofía para adultos, en el sentido en el que pretende resolver problemas o conflictos de personas que tengan sus facultades de juicio bien desarrolladas, o la madurez que solo se alcanza con el tiempo, dejando poco o nada de teoría para solucionar asuntos que competen a los infantes. En este marco, entonces, me propongo en este ensayo crear una especie de guía para una teoría libertaria sobre la infancia y la libertad, dejando en claro que, puesto que es un tema que podría dar para un libro entero —quizá lo haga en un futuro, porque es de los temas que personalmente me interesa mucho—, esto no pretende ser una teoría irrefutable, absoluta, sino más bien una guía que puede permitir a otros abordar el asunto de forma robusta, teniendo una brújula y un mapa que les sirva en el camino al desarrollo teórico.
Asimismo, para no hacer esto muy largo y fácil de leer, dividiré el tema en 5 partes, las cuales permitirán construir una teoría coherente sobre la infancia, en la que la autoridad sobre los niños sea compatible con los principios de libertad individual, propiedad de sí, y derechos negativos. La primera parte abordaré el tema sobre el vacío del liberalismo sobre la infancia y la libertad; en la segunda parte, tocaré el tema de la ética del cuidado y los límites morales de la autoridad parental; en la tercera, daré las bases, groso modo, para una teoría jurídica de los derechos del niño; luego, en la cuarta parte, hablaré de las implicaciones para la educación y la formación del juicio crítico; y termino por hacer una propuesta institucional para una pedagogía libertaria y emancipadora —este último ligado un poco a la educación, porque, a mi juicio, tiene mucho que ver en este tema—.
Con esto en mente, comencemos la primera parte.
El gran vacío teórico del liberalismo sobre la infancia
En el liberalismo clásico y el libertarismo, el individuo es visto como un ser racional, autónomo y propietario de sí mismo —podemos verlo desde Locke hasta Rothbard, quienes ven la libertad como la no interferencia en las decisiones del individuo, y la legitimidad del poder se supedita al consentimiento explícito o implícito de quien lo recibe, en donde el sujeto político siempre aparece como un adulto racional, capaz de tomar decisiones por sí mismo—. Sin embargo, esta concepción —a veces un tanto mítica— tropieza con una figura incómoda, casi olvidada, que desafía todos sus supuestos: el niño, en la medida en que estos no son plenamente racionales, no pueden consentir válidamente, no poseen autonomía funcional, y no obstante son sujetos sobre los cuales se ejerce autoridad legítima.
Así, entonces, el liberalismo puede que esté partiendo de una ficción metodológica —el individuo ya formado—, o al menos incompleta, para hacer sus propuestas. Si bien puede que la misma sea útil para construir modelos normativos, está desconociendo —u oscureciendo, no mostrando— la realidad biográfica y psicológica de los seres humanos, que es el hecho de que todos nacemos dependientes y vulnerables. Por tanto, la infancia representa un problema teórico de primer orden para el liberalismo, porque, ¿Cómo se justifica la autoridad parental, la educación obligatoria o la exclusión del niño de los pactos sociales, sin traicionar sus principios fundamentales sobre el “individuo”? Desde nuestro espectro ideológico, en su mayoría, no se ha explicado cómo se pasa de la infancia a la ciudadanía plena —aunque algunos se han centrado en la educación libre, no obligatoria, como necesaria para el buen desarrollo del niño y el individuo, no lo han hecho con intención de tratar el asunto directamente, si no, nuevamente, por temas de moralidad y el respeto al proyecto de vida de adultos, o de padres hacia sus hijos, olvidándose de estos últimos, en cuanto ser individual—. No se ha formulado con claridad quién tiene autoridad sobre los niños, por qué, hasta cuándo, y con qué límites, dejando asa zona a la tradición, a la costumbre, o al Estado —si es que cabe en ello—, generando muchas veces polémicas[1] o contradicciones que aún no ha resuelto.
La autonomía, el consentimiento y la fragilidad de la infancia
Para comenzar con las bases, estimo necesario aclarar que la autonomía no es un código binario de sís y nos —sí/no—, sino un continuo, por lo que la pregunta no debería ser si los niños son autónomos, sino cuánto, cuándo, en qué ámbitos y con qué condiciones empiezan mostrarse más maduros. Es decir, ¿Qué criterios definen la madurez? ¿Quién los evalúa? ¿Cómo evitar que esa excepción se convierta en excusa para la dominación arbitraria de, por ejemplo, por ser los más directos, los padres? Estas preguntas son importantes si recordamos que desde el libertarismo se defiende que se ha de respetar la capacidad de dirigir la propia vida de cada individuo sin coacción externa, por lo cual cabe preguntarse, ¿En qué nivel el infante o adolescente puede dirigir su vida y, en consecuencia, en qué grado ha de respetarse dicha condición?
Otro punto a tener en cuenta es que los niños no pueden consentir válidamente muchas de las cosas que los adultos sí pueden: contratos, relaciones sexuales, votaciones, transacciones económicas, lo cual genera una paradoja: nosotros defendemos que la imposición sin consentimiento es ilegítima, pero al mismo tiempo se avala múltiples formas de autoridad sobre seres que no pueden consentir aún —y si el consentimiento es el mecanismo que legitima el poder, entonces puede que estemos hablando, partiendo de estas premisas, de poderes ilegítimos—[2]. Por tanto, sin una teoría libertaria del desarrollo del niño, la tutela puede fácilmente derivar en dominación, e incluso justificar abusos físicos, psicológicos o epistémicos bajo el pretexto de “protección” o “educación”.
La autoridad como custodia
A este respecto, creo que podríamos comenzar a dilucidar la cuestión si partimos de la idea de que la autoridad sobre el niño no debe ser vista como propiedad ni como mandato, sino como una custodia temporal orientada a cultivar la futura autonomía del menor, una que debe concebirse como una forma de custodia funcional y revocable, cuyo único fin es permitir que el niño alcance su autonomía lo antes y mejor posible. En este sentido, dicha custodia no sería un derecho absoluto, sino una delegación derivada del derecho del niño a alcanzar su plena libertad, implicando lo siguiente: (1) la autoridad parental queda justificada por la incapacidad temporal del niño, no por tradición ni biología; (2) el niño es un sujeto de derechos desde el nacimiento —o desde la concepción; ya eso es un debate para otro día y no compete a este texto—, aunque no tenga aún plena agencia; (3) todo ejercicio de poder sobre el niño debe estar orientado a su empoderamiento progresivo, no a su domesticación; y (4) en lugar de ver al niño como un “no-ciudadano”, lo vemos como un ciudadano en desarrollo, cuyo cuerpo y mente deben ser respetados como semillas de una libertad futura que ya tiene valor moral en sí misma.
De este modo, al redefinir la relación entre adultos y niños bajo el concepto de una custodia orientada a la emancipación, logramos resolver la aparente paradoja que la infancia presenta al liberalismo, porque la autoridad sobre el infante ya no se fundamenta en una ficción de propiedad o en una tradición arbitraria, sino en el deber de cultivar la libertad futura de un individuo —el poder está puesto al servicio de su desarrollo—.
Asimismo, la autoridad parental queda legitimada por la fidelidad al mandato de los representantes por empoderar al infante hasta que pueda consentir por sí mismo, como un ciudadano libre y soberano, por lo cual no depende del consentimiento del infante, sino de su fidelidad al mandato de empoderarlo hasta que pueda consentir por sí mismo, como un ciudadano libre y soberano.
Continuará…
[1] Tan solo vean el caso de Rothbard hablando de los derechos del niño y la posibilidad de que los padres puedan comerciar con ellos, en su obra: “La ética de la libertad”, capítulo 14.
[2] En su momento, Rothbard sostuvo que los niños son personas con derechos negativos, y que los padres no los poseen como propiedad, sino que tienen un contrato implícito de tutela hasta que el niño sea capaz de ejercer su autogobierno[2]. Pero en ningún momento desarrolla con claridad el cómo medir esa capacidad, ni qué límites tiene la autoridad paterna sobre el niño, cayendo nuevamente en el vacío.
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Contra Poder 3.0
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John R. De la Vega, P.A.
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John De la Vega es un abogado venezolano-americano que ha ayudado mucho a la comunidad venezolana e hispana en sus procesos migratorios en los Estados Unidos.
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