Por Leroy Garrett.
El instrumento más exitoso de Fidel Castro en sus viejos sueños de dominación venezolana —todos cumplidos, por cierto—, es decir Chávez y su pandilla, aparte de lograr una larga estadía en el poder —que amenaza con superar a Gómez— y convertirnos en colonos de un modelo de gobierno fracasado, cortó con pasmosa impunidad nuestros alianza política más antigua y más apreciada, hablo de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos.
Pero este logro no significa que el chavismo y su difunto fundador sean una genialidad digna de los microscopios ubicados en las escuelas de estudios políticos del mundo, no, es que el surgimiento del chavismo y otros movimientos considerados acabados desde el término de la segunda guerra mundial coincide con la crisis política interna más aguda vivida por la potencia del norte desde la guerra civil o de secesión.
La crisis norteamericana puede trazar su origen en dos eventos negativamente reactivos, primera la guerra de Irak iniciada bajo falsas justificaciones, e inmediatamente luego la elección de Obama a la presidencia donde se activa la reacción y crisis de gobernabilidad aún sentida en el presente.
La economía no deja de ser un factor de primera línea dentro de la actual convulsión interna que padece nuestro antiguo socio comercial; los Estados Unidos enfrenta un proceso de desigualdad social fecundada en una groseramente dispar repartición de la riqueza, totalmente desbalanceada por diferencias salariales enormes, e injusticias en descuentos impositivos, los cuales debilitan una clase media otrora inconmovible, y ahora cada día más deprimida.
Resultados, los fantasmas del pasado rodean a la unión, entre ellos el lado más tenebroso de la América del norte; el racismo, traducido en crímenes de odio a las minorías, y surgimiento de organizaciones neonazis o el muy vernáculo Ku Klux Klan.
El sistema político, motor de los contrapesos institucionales, está igualmente aguijoneado por la crisis de radicalismo endémico, entonces, por un lado el partido republicano intoxicado por influencias extremo derechistas que empujan posiciones más allá de lo inconstitucional y, por el otro , el partido demócrata controlado por minorías adeptas a prácticas contranatura que buscan acabar con la fundación misma de los valores personales y familiares de la civilización occidental.
Lo ocurrido con los ataques de la horda dirigida por el expresidente Trump al congreso en Enero del 2021, para prohibir el conteo que formalmente declarará ganador a Biden, es un ejemplo que invita a una profunda reflexión por el destino de los Estadounidenses en los años por venir.
La diplomacia y seguridad nacional no escapa a esa cíclope visión que infecta a la nación, y casi absolutamente las posiciones de política exterior son burladas por las propios intereses y corporaciones norteamericanas —léase los acuerdos de Chevron y Maduro—.
La política exterior norteamericana está de facto fuera de los parámetros de la doctrina Monroe, y favorece hoy, en extremo, la burda amenaza de micrófonos o a la fauna política de cavidad complaciente de la calaña de los Guaidós, López, Ledezma y otros que no nombro por saber que están en su pensamientos, y que son perfectos para que nada cambie.
La administración Trump en algún momento manifestó intención de resolver la crisis venezolana, más fue el desagravio, al cerrar la embajada, genuinos “halcones” como el ex secretario de seguridad nacional; John Bolton y Nicky Haley —ahora candidata presidencial republicana con posibilidades— fueron las voces que abogaban por una posición de fuerza tangible frente al chavismo, pero la opinión pública mundial igualmente supo que fueron reemplazados por la ala criminal de Trumpismo encabezada por Giuliani y su equipo, que hoy enfrentan múltiples problemas con la justicia.
Un gobierno en el exilio decidido podría cambiar el escenario descrito. Hasta hoy no se siente ni voluntad ni sacrificio. Veremos.