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(Pablo Vázquez)

El problema no son las drogas, sino prohibirlas

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«Jamás tuve problemas con las drogas, los problemas eran con la policía».

Frase atribuida a Keith Richards, guitarrista de The Rolling Stones.

Por @Nixon_Pinango

La palabra drogas genera multiplicidad de reacciones en quienes la oyen, mayormente negativas, aunque eso depende del contexto. A veces he estado en escenarios donde prácticamente no tiene connotación, simplemente está allí, estéril, o formando parte del vocabulario común. Un rave, por ejemplo. Imagino que mencionar allí los términos MDMA, cristales u hongos no supondrá sorpresa, aunque no sería lo mismo en una calle transitada de Caracas o de algún otro país tercermundista; ahí sería un tabú a pesar de ser donde más estupefacientes se producen.

El tema de las drogas es, quizás, el más aclarado de la vanguardia. Supone, incluso, un punto de encuentro entre la izquierda y la derecha liberal. Y, sin embargo, es al mismo tiempo el más problemático de resolver. No es como el aborto o la eutanasia, sobre los que el criterio de la izquierda ha triunfado; es más complicado porque implica luchar contra negocios clandestinos que han creado estrechos lazos con el poder político.

Algunos grupos, como la derecha más conservadora, quieren trasladar este debate al ámbito del consumo, alegando que la legalización de las drogas tendría un efecto alcista sobre la tasa de adictos. Sin embargo, el argumento está mal por varias razones: primero, es moralmente reprochable que un político se coloque en un pedestal, como si fuera un ser superior, para decirnos lo que podemos consumir o no. Además, se sorprenderían de la cantidad de tipos de estos (hasta representantes religiosos) que dan discursos altisonantes en esa línea justo después de haber inhalado un par de rallas o fumado un porro.

Igualmente, prohibir pone obstáculos a la experimentación y, consecuentemente, al desarrollo de drogas no tan adictivas o a que la gente conviva eficientemente con lo que ya existe. Pero quizás sea más importante el hecho de que nada en la prohibición evita factiblemente el acceso a las drogas; a cualquiera que ahora quisiese consumir se le haría muy sencillo encontrar un dealer y comprarle. El consumo de drogas es una cuestión de la que no podemos sacar conjeturas simplistas; y si partimos de puntos de vista sesgados, creencias religiosas o gustos personales para prohibirlas, terminaremos generando más problemas que soluciones. Veamos por qué:

Siempre nos hemos drogado

Las drogas existen desde que el ser humano aprendió a utilizar elementos naturales para potenciar estadios de consciencia inusitados; esto ocurrió en los albores de nuestra especie, cuando las tribus funcionaban aún en torno al chamanismo. Los chamanes preparaban brebajes con hierbas ricas en dimetiltriptamina (DMT) con la idea de que el éxtasis que obtenían al beberlos involucraba una conexión directa con el mundo espiritual. Aún hoy se realizan rituales por el estilo en varias partes del mundo, como la famosa ceremonia de la ayahuasca en Latinoamérica.

Existen hallazgos arqueológicos que datan la producción de vino en el 6000 a.C., y la prensa de vino más antigua de la que se tiene registro fue encontrada en la actual Armenia, utilizada por la civilización Kura Araxes hace aproximadamente ocho mil años. Asimismo, hubo descubrimientos relacionados al cultivo de cannabis que tienen alrededor de diez mil años de antigüedad, específicamente en Japón, por eso muchos afirman que fue ésta una de las primeras plantas en someterse al proceso de la agricultura.

Por su parte, la prohibición de las drogas ha de ser casi tan antigua como su uso y también es cosa de la religión. El pecado de la embriaguez se menciona en la Biblia alrededor de setenta veces, tanto de forma explícita como sugerida, y lo asocia a la pérdida del sentido y al exceso. Sin embargo, más allá de una sugerencia dada por los textos sagrados que podría o no ser de acato individual, las primeras leyes de Estado que prohibían el consumo de drogas son mucho más modernas, datan del siglo VIII, con la aplicación de la Sharia en los territorios de mayoría islámica. También podemos trasladarnos a la China de principios del siglo XIX, la cual prohibió el comercio de opio y causó por ello un par de guerras con el Imperio Británico. Aunque si se trata de prohibiciones muy famosas, el premio se lo llevan las que se instauraron en los Estados Unidos a principios del siglo XX.

Quizás sea el Chicago de los años veinte la pista más gráfica de que la ilegalización de las drogas no deja nada bueno. Sectores conservadores religiosos americanos, como los que componían el Movimiento de la Templanza, intentaron que el Estado instaurara prohibiciones sobre el consumo de bebidas alcohólicas durante años, hasta que en 1917 lograron que el Congreso aprobara una enmienda en ese respecto que terminó teniendo efectividad a partir de enero de 1919 (bien es cierto que la prohibición no fue directamente contra el consumo, como querían los fanáticos religiosos, sino contra la comercialización). La realidad causada por la medida fue tan desastrosa que hasta sus apoyadores más conocidos, como el multimillonario John D. Rockefeller, terminaron despotricando de ella.

Los humanos nos drogamos desde tiempos inmemoriales y sin importar la cultura de la que provengamos, o sea que parece ser una práctica intrínseca de nuestra especie. No sé cuál sea la explicación biológica o evolutiva de ello, pero igual no importa para los efectos que ahora nos atañen. Lo hacemos y punto, y eso no iba a cambiar con una tonta regulación.

Aquí quizás cabría diferencir entre ley y mandato. Una ley es una norma surgida de manera espontánea de las relaciones entre los seres humanos; Aristóteles la definía como «el común consentimiento de la ciudad». Cosas como que la mayoría de la gente no mate o robe son leyes porque son el resultado de convenciones sociales y no de papeles emanados de un parlamento. En cambio, el mandato es lo que el derecho positivo ha dispuesto como la ordenanza que brota de un ente superior (en este caso el Estado) que todos debemos cumplir aunque no estemos de acuerdo. Un ejemplo serían las leyes de curso legal, que obligan a usar el papel moneda, o las leyes del trabajo que disponen cómo debe ser la relación entre el trabajador y su empleador.

Pero la gente no cumple mandatos que antes no hayan surgido de la conveniencia social porque no hay una costumbre que respalde tal cumplimiento. Cuando alguien se encuentra ante mandatos, los ignora o busca la manera de esquivarlos para conseguir el fin último que estos quieren evitar. Es más, a veces las personas hacen cosas ilegales porque no saben que son ilegales; nadie es capaz de memorizar todos los mandatos que se han promulgado.

Es complicadísimo cambiar el comportamiento de una sociedad habituada a hacer ciertas cosas, aun si éstas parecen ir contra la lógica de la supervivencia. Y es que nadie niega que las drogas sean dañinas para la salud o que causen problemas psicosociales, pero parece que está comúnmente aceptado que podamos sacrificar parte de nuestro rendimiento en tal sentido a cambio de un momento de placer que hace más llevadera la carga de la vida.

Dicho todo lo cual, es una ingenuidad tácita el que los Estados quieran acabar con el consumo de drogas a través de disposiciones hechas en un parlamento. A ojos vista está la cantidad de gente que accede a drogas de forma muy fácil y rápida, en el mercado negro, sin prácticamente ninguna consecuencia; todos los días y a toda hora. Porque el Estado está imposibilitado de forma técnica para meter en la cárcel a todo el que tenga un tabaco de marihuana en la mano o una bolsita de cocaína en el bolsillo; no sólo no hay suficientes policías para perseguir a tantas personas y menos suficientes cárceles para albergarlas. Por eso el Estado no concentra sus esfuerzos en quienes consumen, sino en quienes producen y venden.

El narco es una creación del Estado

Habrán oído de personajes como Al Capone o Pablo Escobar Gaviria, célebres gansters que se hicieron poderosos gracias a la producción y venta de drogas. Puede que suene chocante lo que diré, pero no hay muchas diferencias de fondo entre estos hombres y, por ejemplo, Andrew Carnegie o Henry Ford. Hablamos de personas que detectaron necesidades en el mercado y se abocaron a suplirlas a cambio de conspicuos beneficios. Todos eran empresarios. Las diferencias entonces están en las formas porque la actividad de Henry Ford era legal y la de Al Capone no.

Cuando una actividad comercial es permitida, los conflictos que surgen entre sus actores se pueden dirimir pacíficamente a través de los diferentes mecanismos que dispone la ley (juicios, compensaciones, etc.), pero cuando el Estado la ilegaliza, le dice a sus actores que deberán encontrar formas paralelas de resolverlos y que no importará la naturaleza de dichas formas. Es así como da carta abierta a quienes están dispuestos a usar la violencia para avasallar a los actores pacíficos y da origen al narco.

Otra cosa que pasa cuando el Estado prohíbe una actividad comercial es que encarece el precio de sus mercancías porque hay que sumarles el coste de producirlas al margen de la ley. La prohibición también acentúa la escasez al dificultar la manufactura y, como dice la ley de la oferta y la demanda, el valor subjetivo reflejado en el precio de un bien aumenta cuando éste se hace más difícil de encontrar.

Para un narco es posible instaurar un monopolio en su territorio siendo que puede acabar con sus competidores usando la violencia, a diferencia de lo que sucedería en un mercado no perseguido; eso le daría mucho poder de decisión sobre precios y además provoca algo peor: la calidad de lo que vende merma. En su afán por obtener el máximo beneficio posible y sin márgenes institucionales que lo frenen, el narco abarata los costes de producción de la droga hasta terminar con un producto pésimo, insalubre y sin ningún tipo de garantía.

El narco, ese personaje tan idealizado por las telenovelas y series de televisión, utiliza su beneficio económico ingente en dos cosas: la inversión en empresas lícitas (blanqueo de capitales) y el financiamiento de políticos para corromper el Estado en su favor. Vamos, que te lo digo yo que vengo de Latinoamérica, donde se encuentra la ruta comercial, basada en la cocaína, más significativa que existe: se extiende desde Bolivia (productor de hoja de coca) hasta Estados Unidos y Canadá (consumidores), una ruta que va de sur a norte y que también incluye a países como Colombia (refinador de cocaína), y México y Venezuela (distribuidores).

No por casualidad éste es el territorio más peligroso sobre la faz de la Tierra; allí ocurre algo que pudiese considerarse una guerra civil que se ha perpetuado los últimos cincuenta años y en la que la gente ya está habituada a vivir. Para que algo así pudiese prosperar, hubo antes que corromper de forma sistémica a las autoridades políticas y judiciales, siendo que ya es prácticamente imposible encontrar ahí jueces que actúen honrando la ley; actúan en favor del narco que les ha dado más dinero. Y ni hablar de los políticos, las prostitutas de los narcos, que les ofrecen la indiferencia de las autoridades policiales a cambio de dinero para financiar sus campañas.

¿Ahora ven por qué la prohibición de las drogas es algo tan difícil de erradicar? Si éstas fueran legales competirían en un mercado libre y pacífico como cualquier otro producto, no tendrían un precio exorbitado y no podrían convertirse en un monopolio. Como los narcos quieren mantener el estatus de poder que tienen en la sociedad actual, son ellos los principales interesados en mantener la inútil guerra contra las drogas en la que ellos se desenvuelven como pez en el agua. Un producto sometido al mercado libre no es rentable para nadie cuyo único método de creación de riqueza es la intimidación, y aunque las drogas libres también lograsen el cometido de hacer excesivamente rica a una persona, ésta última no tendría el suficiente campo para comportarse como Al Capone o Pablo Escobar, a lo sumo podría ser tan arbitraria como lo es cualquiera de los superricos que están en la lista Forbes.

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John R. De la Vega, P.A.

Immigration Law
  • Asilo
  • Representaciones en la corte de inmigración
  • Peticiones familiares

John De la Vega es un abogado venezolano-americano que ha ayudado mucho a la comunidad venezolana e hispana en sus procesos migratorios en los Estados Unidos.

John R. De la Vega, P.A.

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John De la Vega es un abogado venezolano-americano que ha ayudado mucho a la comunidad venezolana e hispana en sus procesos migratorios en los Estados Unidos.

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