Por Henry Nadales
Siempre me han traído sin cuidado las tradiciones de Año Nuevo en general, y me importan tres cuartas partes de lo mismo cualquier tipo de superstición en particular. Sin embargo, este 31 de diciembre, cuando queden pocos minutos para que se acabe el año, cuando el reloj tenga las dos manecillas apuntando hacia arriba, voy a brindar ―si es que tengo con qué hacerlo― por ellos. Esos que no tienen nombre y pueden ser cualquiera, los que son de todas partes, pero no pertenecen a lado alguno.
Cuando el minutero siga corriendo, voy a cerrar los ojos y pensaré en ella, que seguramente está trabajando en una cadena de hamburguesas o preparando un helado, con el nombre Raquel marcado en el pecho. Voy a acercar el trago y también recordaré a Carlos, que se fue caminando durante 15 días, con los pies reventados y la camisa roída, atravesando un sol del infierno con un dolor insoportable en las piernas, por las selvas de Panamá y el desierto mexicano. Migrantes a los que la madrugada les da una bofetada en el rostro cada día, que vienen desde su tierra, desde lejos, a cazar las oportunidades de que ―con su propio esfuerzo― puedan tener una vida que valga la pena vivir. Ese personaje que solo habla con la pantalla, con una sonrisa en los labios, mientras su sobrino o su esposa abren desde casa los regalos que les mandó. Y después de ese brindis, yo sonreiré con ellos.
Por otro lado, me importarán un carajo los que salen incendiados en el auto, borrachos a más no poder por estas fechas, llevándose con el tren delantero a los que, como Raquel y Carlos, se fueron ganando pedazo a pedazo este perro mundo. Ni siquiera voy a arquear la ceja por la chismosa del barrio que, en la mesa de un restaurante, critica a los que se fueron a perseguir sus sueños, mientras ella escupe el cuento de la humillación, la locura, la juventud, y la falta de no sé qué cosas. Les dedicaré un largo y respectivo gesto fálico con mis manos a los fulanos que califican de estúpido el esfuerzo del muchacho que ya no está en el vecindario, sino a miles de kilómetros, ordenando cajas, limpiando patios, o apilando bloques para llevar a su casa el pan y ofrecerle a su hijo una mejor educación.
Voy a enviarle mis ánimos a esos jóvenes y no tan jóvenes que tuvieron que nacer de nuevo, aprendiendo otra cultura, un nuevo idioma, y hasta el cómo funciona un calentador. Mis oraciones serán para los hermanos que trabajan y luchan ―o que al menos lo intentan― con su alma cada día; esos que ya tuvieron hijos en su patria y que, de no ser por el sacrificio que hacen, sólo podrían heredar la ignorancia y el hambre. Mi aliento lo compartiré con los que se despidieron de sus seres queridos, saboreando la certeza maldita de que quizá no los volverían a ver jamás; con los cientos de miles de rostros exiliados, estafados y engañados por una clase política que los amarró al populismo.
Reivindicaré los logros del muchacho que desde el aula de clases habla con sus amigos de los sueños de libertad. También el coraje de la muchacha que no pudo seguir haciéndolo, porque unos criminales uniformados le dijeron que, si seguía en el mismo camino, iba terminar en prisión. Seguramente, el trago tendrá un toque amargo por el recuerdo del vecino que ya no está jugando fútbol en la cancha, desde el terrible martes 16 en que lo mataron por el único motivo de querer vivir en paz.
El brindis será para los sin nombre, aquellos que decidieron con sus ovarios y cojones volverlo a intentar. Por esos que sí saben lo que es estar metidos en un pozo lleno de barro, o con el sol sobre los hombros, corriendo como enfermos, escapando de no sabemos qué, con todos los miedos del mundo susurrándoles al oído, y enfrentando el peor de los sufrimientos: la duda de si el martirio algún día va a terminar.
Mi último deseo será que sepan esto: que el valor que tienen en una sola uña es más grande que la dignidad de cualquier Congreso; que tienen más calor soportando el invierno, que el alma de los irresponsables que les robó su futuro; que pueden mandar al carajo al próximo que, desde una cómoda cama de privilegios, les venga con el cuento de que son estúpidos por haberse graduado como abogados para terminar limpiando baños en el extranjero; que el camino será pedregoso, con todos los problemas que trae el dinero, el trabajo, la salud, y hasta el aprender otro idioma; pero que podrán hacerlo; y que, si quieren un héroe, busquen un espejo… Quizá, de este modo, si alguna vez desconfiaron de su capacidad para lograr lo imposible, ya no existe ni una sola razón para volver a dudar.