Por Keidy Bolet, economista, miembro de Cedice Joven y Coordinadora Local de EsLibertad Venezuela.
En toda sociedad democrática, la influencia del Estado en la economía es una realidad ineludible y necesaria. Su participación se extiende a múltiples ámbitos cruciales, desde la política monetaria y cambiaria, hasta la regulación de precios y la configuración de estructuras de costos. Es el agente que establece las reglas de juego y sienta las bases de la convivencia económica. Sin embargo, en el corazón del debate sobre el modelo económico late una pregunta fundamental, de consecuencias históricas: ¿Cuál es el límite aceptable de la intervención estatal en una economía de mercado?
Este interrogante trasciende la teoría económica; es una línea crítica que, una vez cruzada, transforma los mecanismos de promoción económica en herramientas de control y asfixia. Para comprender la magnitud de este dilema, es esencial primero delimitar el papel legítimo del Estado y, luego, examinar cómo un caso emblemático, el de Venezuela, ilustra la erosión gradual y sistemática de ese límite, cuyo origen se remonta a mucho antes de la llegada de las políticas radicales del nuevo milenio.
El Estado interviene en la economía por diversas y cruciales razones. Su primera función es definir los derechos económicos de los ciudadanos, promover la competencia leal, resolver disputas y establecer el marco normativo imprescindible para la existencia misma de las transacciones. Esta función reguladora no es opcional; es fundamental para garantizar la eficiencia y la equidad en el mercado.
Si bien, para responder a la interrogante sobre la intervención, es esencial comprender el papel de los mecanismos de mercado como las reglas que rigen el libre intercambio en las economías. A pesar de su importancia cardinal, los mecanismos de mercado no son autónomos. Por el contrario, requieren indispensablemente de un marco legal establecido por el Estado. En otras palabras, la intervención estatal no es contraria a los principios del mercado, sino que es una condición necesaria para su correcto funcionamiento y supervivencia.
La justificación para una participación más profunda del Estado reside en la corrección de las fallas del mercado y la incesante búsqueda de mayor equidad. La regulación económica y la administración prestacional son los instrumentos estatales diseñados para corregir estas disfunciones —como externalidades negativas o el poder de los monopolios— y promover la justicia social.
Sin embargo, la teoría económica moderna establece una contención crucial: el principio de subsidiariedad. Este principio dicta que el Estado debe intervenir solo cuando la sociedad civil, con sus mecanismos de mercado y organizaciones, sea incapaz de satisfacer las necesidades colectivas. En consecuencia, la intervención estatal en la economía no debe, bajo ninguna circunstancia, desvirtuar el funcionamiento de la economía de mercado, sino complementarlo y fortalecerlo, respetando siempre la soberanía del consumidor y los mecanismos libres de precio.
Este es el ideal democrático: un Estado árbitro, no dueño. A continuación, analizaremos el quiebre dramático de este principio en la práctica venezolana.
Resultaría erróneo atribuir el inicio de la desestructuración de los mecanismos de mercado en Venezuela a un hecho puntual, como la implementación de controles en el año 2003. Este proceso, lento y corrosivo, fue mucho más gradual y se vio impulsado, fundamentalmente, por la creciente y asfixiante influencia del petróleo. El modelo rentista propició una expansión significativa de la intervención estatal en la economía. Con el Estado como el mayor propietario de capital y principal distribuidor de riqueza, la economía privada pasó a ser una mera extensión de la política fiscal.
Este proceso de erosión encontró un hito fundamental en la nacionalización de la industria petrolera. Al centralizar el motor económico del país y atarlo irremediablemente a la gestión pública, se socavó la percepción de la libertad económica como un derecho fundamental. Este derecho se redujo, en la práctica y en la retórica, a un conjunto de intereses moldeables a la discreción del Estado, según la coyuntura política. Esta interpretación fue respaldada, peligrosamente, tanto por la doctrina económica que justificaba el estatismo como por la jurisprudencia de la Corte de Justicia. El Estado se sintió legitimado para ser el actor dominante, no solo el regulador.
La marcada intervención estatal, financiada por la renta, contribuyó al inevitable deterioro del desempeño económico y a la intensificación de la crisis política y social a finales de la década de los ochenta. La dependencia de la renta, la corrupción estructural y la ineficiencia generaron un contexto de frustración masiva y declive institucional, creando el caldo de cultivo ideal para el ascenso al poder de Hugo Chávez en 1998, quien pudo capitalizar la desesperanza ciudadana. El nuevo gobierno heredó un Estado ya acostumbrado a la intromisión y un sistema debilitado por su dependencia crónica del petrodólar.
Tras la llegada de Chávez, y con particular énfasis durante su administración a partir del año 2003, se aceleró la aplicación de los controles centralizados, que pasarían a ser la marca distintiva del modelo económico. A partir de un riguroso arqueo bibliográfico se concluye que el auge, modificación y uso prolongado de estos controles puede atribuirse a una compleja interacción de factores:
- El fortalecimiento del Poder Ejecutivo a costa de la debilitación sistemática de los otros poderes.
- La adopción de una ideología de planificación económica centralizada vinculante.
- La permanente dependencia del sector petrolero y la necesidad de proteger la economía de las fluctuaciones de dicho mercado.
- La demanda social por acceso a bienes básicos.
El proceso constituyente de 1999 sentó las bases para la nueva era, al debilitar el Estado de derecho, concentrar el poder en la Presidencia y socavar la autonomía del Poder Judicial. Se estaba diseñando la arquitectura legal que permitiría el avance de los controles sin contrapeso.
Lo más dramático de la implementación de estos controles centralizados es que culminaron en un desconocimiento fáctico por parte del Estado de la economía de mercado, un sistema que estaba constitucionalmente reconocido en el artículo 299 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Esta situación implicó una contradicción fundamental en el corazón del ordenamiento jurídico: el Estado no podía, legítimamente, socavar los mecanismos que estaba obligado a proteger.
Estos mecanismos de mercado se vieron debilitados o destruidos cuando se vulneraron derechos económicos cruciales, pilares de cualquier economía libre y segura: la libertad de empresa, la propiedad privada y la libertad de contratación.






