Por Roymer Rivas, un simple estudiante, libre pensador, comprometido con la verdad, sea cual fuere.
No siempre el crítico debe tener una propuesta de solución para lo que crítica; a veces se puede ser inteligente para resaltar errores, y al mismo tiempo humilde como para aceptar que no se conoce la respuesta a algún problema.
El que se escuda en: «Y tú, ¿Qué propones», para reafirmar que se debe seguir concurriendo en supinos errores, porque «por lo menos está haciendo algo», y con eso cree librarse de toda crítica y minusválidar su responsabilidad por co-participar en el error, no es más que el cenit de la estupidez, no ha entendido que la crítica constructiva ayuda a identificar errores y a promover la reflexión, no necesariamente dar la solución en bandeja de plata —que así lo quieran todo, ya es otro canto—.
Aprovechando que hace unos días estuve en un Café Filosófico y el tema era la estupidez, algo importante a considerar es que, sin darse cuenta, el «estúpido» se daña a sí mismo y a los demás; no reparan en sus errores, aun cuando tiene las herramientas y el escenario puesto para hacerlo, justifica su persistencia en el error.
Por eso sostuve que la estupidez es una «disfunción de la inteligencia», porque se actúa de una forma que no entra en el carril de la racionalidad, o un «límite de la consciencia», puesto que, si esa consciencia es lo que nos permite de alguna manera aprehender nuestro entorno, para tomar las mejores decisiones con mira a alcanzar nuestras metas, el estúpido no repara en dicho entorno y vive en el limitado mundo construido por sí mismo en su cabeza. He aquí la razón por la que todo fanático corre siempre por las calles de la estupidez.
En este marco, entra mi defensa a la razón y a mi persona: el punto no es proponer cosas por proponer —que se han hecho, por cierto, solo que a los que apelan al pragmatismo y cortoplacismo no les agrada y prefieren tachar todo de: «irreal»,»inservible» y/o directamente de «eso no es propuesta», proyectando su condición existencial en otros—, el punto es primero reconocer las circunstancias —diagnóstico—, reparar y corregir errores —preparar al paciente para intervención quirúrgica— y después hacer lo que se requiere para el caso concreto —intervención quirúrgica—. En otras palabras, el punto es dejar de hacer lo que se ha hecho siempre mal, reconocerlo y fundamentar propuestas en dicho reconocimiento.
Por mucho que corras en una caminadora de ejercicio, no se avanza a ningún sitio; por mucho que te mezas en una hamaca, el vaivén terminará tarde o temprano detenido en el centro. Es impresionante la gimnasia mental de muchos, que con piruetas argumentativas pretenden defender lo indefendible, pues «se está avanzando», pero «los procesos de transición no son lineales», así que «hay que confiar en el proceso». Es una «caminadora» política en la que se apegan a eslóganes sin tiempo y cualquier giro de la fortuna azarosa a su favor.
Lo peor es que, en su condición, atacan a quienes piensan distinto y critican sus acciones. Entonces, ¿Qué diferencia hay entre lo que quieren cambiar y los agentes de «cambio»? Como dije en un artículo por allí, son unos «inmorales del cambio», no saben lo que buscan. Parafraseando una canción, se creen contrarios a cualquier poder, «pero más bien lo delimitan», «fingen que hacen la tarea, pues no importa que haya cambio, tan solo que la gente se lo crea».
Y pobre de aquel que piense que lo expresado es un «ataque personal» —colectivo—. Esto no va de ver quién es «más inteligente» que otro, sino de quién es capaz de usar su inteligencia como debe y, por tanto, de solucionar las cosas como adultos, no como infantes, esperando que un tercero venga a solucionar sus problemas, o solucionándolo a los golpes, o que los traten como reyes —así se crían los pequeños tiranos—. Pasa que esta sociedad adolescentrica se toma todo como ofensivo, personal, sin importar cuánto de objetividad y razón se tenga en lo expresado —de parte y parte—, y atrincherándose en posturas solo porque quiere que las cosas vayan según su inalcanzable deseo.
En general, es una invitación a la reflexión sobre la importancia de la autocrítica, la capacidad de reconocer los errores y la necesidad de actuar con responsabilidad y madurez, al mismo tiempo que es una crítica a la hipocresía y la falta de coherencia, a nivel existencial, pero especialmente en la política.
Bien dice una frase: «No hay nada peor que un estúpido bien motivado».
Madurez; conexión genuina con el entorno, lo cual incluye al otro; austeridad —tanta falta que hace en este mundo digitalizado, superficial, donde reina la inmediatez y la neofilia—; paz; y amor. No se necesita más.