Desde que Lula Da Silva asumió el poder en Brasil en enero del año pasado, el socialismo ha abierto paso en el país. Se le puso fin a la concesión flexible de derechos de propiedad que emprendía la gestión Bolsonaro, y en su lugar, se lanzó una nueva reforma agraria por decreto y sin pasar por el Congreso.
La reforma comprende el reparto de hasta 295.000 hectáreas de manera completamente discrecional, es decir, serán asignadas a dedo por Lula dependiendo de algún criterio arbitrario por parte de las autoridades.
De este modo, las tierras se repartirán a indígenas y personas desempleadas, en un escenario donde el PT busca engrosar su influencia sobre los estratos más débiles de la población rural, que ahora podrían verse sometidos a una relación clientelista con el Gobierno.
El reparto afectará tanto a tierras de propiedad estatal como tierras privadas, que serán deliberadamente expropiadas en caso de que se determine el “abandono” por parte de sus propietarios —algo que da carta blanca a interpretaciones por parte de las autoridades y al robo—.
A la par de estos movimientos, el Gobierno también lanzará un esquema de créditos subsidiados (y artificialmente baratos) para financiar la adquisición de maquinaria y semillas, con el fin de abastecer la eventual producción agrícola en las nuevas tierras reasignadas.
Cabe señalar que la mayor parte de la agricultura prevista para estos campos será meramente familiar y de subsistencia, sin mayores dotes de productividad y sin la posibilidad de generar exportaciones o divisas al país —lo cual significa mala asignación de recursos económicos—.
Pero pese a todo esto, la reforma agraria de Lula establece que el Estado podrá apropiarse de una parte de toda la producción realizada en esas tierras, dando forma a una incipiente colectivización de la producción agraria.