Por Nixon Piñango
@nixon_pinango
El pasado 11 de marzo de 2021, Claudia López, alcaldesa de la ciudad de Bogotá, pronunció unas palabras lamentables mientras relataba el asesinato de un patrullero ante medios de comunicación colombianos. Para ella, no bastó que alguien matara a la víctima y que mereciera soportar todo el peso de la ley, sino que uno de los asesinos, al ser venezolano, le serviría de excusa para dar una advertencia fuera de lugar sobre lo mala que es la señalada nacionalidad.
La actitud de esta señora, además, comporta una tremenda falta de autoridad moral: en primer lugar, ha criticado a Donald Trump por tener un discurso muy similar al que ella misma pronunció y que se resume en que «la delincuencia aumenta por culpa de los inmigrantes», y en segundo lugar está su propia realidad personal, pues seguro no habrá aprendido nada de la intolerancia que sufriría por su lesbianismo.
Pero peor que ella es la Princesa Panameña, la desagradable señora Zulay Rodríguez, quien todas las semanas se para en la tribuna del parlamento de su país para soltar sapos y culebras por su boca y dirigirlos en contra de los extranjeros, especialmente venezolanos y colombianos. «Deslenguada y belicosa», como la describió Jaime Bayly, ella pertenece al partido gobiernista y justifica su xenofobia en que los venezolanos supuestamente califican de feas y gordas a las mujeres panameñas. Pero también tiene poca autoridad moral pues su propio padre, el fallecido ex-procurador panameño Rafael Rodríguez, fue exiliado político durante el régimen narco-militar de Manuel Noriega, primero en Venezuela (nada más y nada menos) y luego en Estados Unidos.
Los venezolanos no sólo sufren xenofobia en Colombia y Panamá, les pasa en prácticamente todos los países latinoamericanos, salvo honrosas excepciones como Argentina y Uruguay. Y es que hablar de inmigración supone mover un nervio sensible en ciertos sectores, independientemente de ideologías. Es una bandera que, por desgracia para estos tiempo supuestamente modernos, consigue votantes a raudales.
«El Duque de Alba se quedó en España»
En una de sus electrizantes entrevistas, el Dr. Carlos Rodríguez Braun relató una anécdota en la que él le preguntaba a su madre cómo eran sus antepasados españoles, y ella respondía: «El Duque de Alba se quedó en España», una clara referencia a que los grandes movimientos migratorios son protagonizados por dos tipos de personas, quienes huyen de la pobreza y quienes huyen de la guerra. Aunque en el fondo, quien escapa de un conflicto armado, escapa de una crisis, lo que, para efectos prácticos, significa que todo fenómeno migratorio es esencialmente económico.
Es muy difícil que la gente con buen estatus se vaya de su país aun si este último atraviesa por momentos complicados. La emigración de los acomodados es minoritaria y se debe básicamente a persecuciones o ensañamientos, pasó de hecho con la clase media alta venezolana, que huyó entre 2008 y 2013 a los Estados Unidos y Europa después de haber sufrido secuestros y demás tratos directos con el hampa organizada, la peor epidemia de esos años.
A los recipientes no les molestaba esa inmigración, evidentemente. El que llega con dinero es bien recibido porque está esa sensación de que no quita sino que aporta, una idea tan extendida como errada. No sólo los ricos que emigran aportan, también lo hacen los pobres: un pobre emigra a consciencia de que su país de origen se quedó sin oportunidades, y eso implica que le interesa crecer personalmente. A su vez, quien emigra con el objetivo de crecer, casi siempre genera valor; busca empleo, demanda bienes y servicios con sus ganancias, y beneficia a todos en el proceso. Incluso es mejor su ahorro destinado a inversiones con el potencial de multiplicar las oportunidades disponibles.
La prosperidad de muchos países se debe, más allá del marco jurídico que garantiza un buen ambiente para los negocios, a la constante entrada de personas a su espacio geográfico. El inmigrante es un valor que se suma al sistema productivo sin que este último haya tenido que invertirle previamente, y el caso de los venezolanos es muy ejemplarizante en este respecto: buena parte tiene estudios de alto nivel y experiencia laboral diversa, pues Venezuela era (y sigue siendo a duras penas) un país industrializado, con una actividad económica vertiginosa.
En Uruguay, donde vivo actualmente, han sabido aprovecharse bien de tal realidad permitiendo a los venezolanos regularizar su situación migratoria sin tantas complicaciones. Existen venezolanos ejerciendo en todo tipo de áreas dentro del país rioplatense, yo mismo trabajé durante un tiempo en el rubro de la publicidad y el mercadeo, una de mis especialidades. Y la razón por la cual la política migratoria uruguaya se ha mantenido así por años es su estancamiento poblacional. No obstante, también podemos hablar de buena integración de venezolanos en países como Argentina y Chile, lo que claramente desmiente ese camelo de que los inmigrantes «quitan empleos» y «compiten de forma desleal».
Es verdad que los números tienen mucho que ver en el trato hacia el forastero; nadie niega que los ciudadanos de un país tengan derecho a sentirse abrumados por la cantidad de gente que de golpe y porrazo entra. De las naciones australes de América, la que más migrantes venezolanos tiene es Chile, una cifra que ronda los trescientos mil, que si bien parece mucho, no se compara con el Perú, que tendrá de un millón a un millón doscientos mil, y menos con Colombia, donde se pisan los dos millones.
Es entendible que exilios abrumadores supongan traumas para los países de acogida, sobre todo si estos no fueron receptores de inmigrantes en el pasado. Si bien está la disposición de la gran mayoría de exiliados a integrarse, su entrada masiva se traduce en colapsos: el ritmo de creación de empleo no es tan vertiginoso y depende de la flexibilidad de las regulaciones, lo que fomenta la tan mal vista informalidad. También está la vivienda, cuya demanda crece de manera estrepitosa y con ella el precio.
Y además es inevitable que se cuele una que otra lacra social, personas que van a cometer crímenes o a beneficiarse de ayudas sociales financiadas con las contribuciones nacionales. Aquí me quiero detener un poco porque, como expliqué anteriormente, los expatriados no se van de sus países con el propósito de ser una carga para nadie. Realmente el tema de los crímenes y los flojos es tan minúsculo que resulta cómico que sea utilizado por políticos xenófobos como su principal bandera.
Para cometer crímenes hace falta tener experiencia de campo; a un delincuente no le basta el deseo de salir a robar para hacerlo, debe estar consciente de cómo se organiza el crimen en su contexto elegido o correría el riesgo de ser depurado de forma inmediata, como pasa sobre todo en Latinoamérica, que no es un continente pacífico. Por eso, si vemos las cifras de criminales venezolanos que han sido capturados en Colombia, Ecuador, Perú y Panamá, evidenciaríamos que es irrisoria, ni llegará al uno por ciento del total de capturas.
Contaré una anécdota: en días recientes vi una noticia en el portal de noticias montevideo.com.uy sobre una venezolana capturada infraganti mientras intentaba enviar paquetes de cocaína a Tailandia. Por supuesto, las redes sociales exploraron con la noticia y obviamente salieron los infaltables comentarios de que Uruguay sufría los embates de una inmigración descontrolada. No obstante, también hubo comentarios más sensatos como: «es la primera vez que escucho de un venezolano cometiendo un crimen acá», cosa que es cierta. Tengo casi tres años como residente de este país y nunca había escuchado de venezolano que hubiesen cometido crimenes.
Entonces, que individuos como la señora López en Colombia y la Princesa Panameña se pongan con esa de que «los venezolanos son los culpables de nuestras desgracias», sólo indica el nivel de demagogia al que está dispuesta a llegar cierta clase política para obtener favores. Utilizan estos argumentos para infringir terror en el ciudadano y que éste, al salir a la calle y encontrarse rodeado por no-nacionales, sienta la necesidad de que un Estado le proteja a punta de coacción.
Los que se mueven también son seres humanos
Más que cualquier otra cosa, el tema de las migraciones me toca muchísimo las fibras. Ahora soy extranjero porque salí de Venezuela en 2018 en un momento muy convulso, no sólo del país, también de mi vida personal. Experimenté en carne propia lo que se siente. Si bien ha sido una anécdota muy enriquecedora (sobre todo a nivel literario), no es algo que recomiende, y menos si ocurre de manera forzada. Resulta difícil describir las consecuencias emocionales que provoca el hecho de huir de un país calamitoso, pero lo peor son esas posiciones incómodas en las que te encontrarás si no preparaste bien tu salida.
Jamás había sido tan complicado mudarse de un país a otro como en el presente, pues se requieren papeleos exhaustivos, pensados justamente para dificultar eso que a los liberales nos gusta: el libre tránsito de personas y mercancías. En ese sentido, Latinoamérica es un caso penoso, tanto que sus politiqueros se llenan la boca con críticas hacia el enrevesado sistema migratorio estadounidense, cuando en sus propios países la gente tarda años en obtener estatus legales, y no por culpa de las normas, sino de la burocracia.
Es increíble además cómo las sociedades se desmemorian en un dos por tres y les hacen sufrir a los inmigrantes lo que a ellos no les hicieron sufrir cuando estuvieron la misma posición. Yo, que pertenezco a la generación del milenio, todavía recuerdo cómo incluso en los primeros años del chavismo seguían llegando personas de todas partes de Latinoamérica a vivir en Venezuela. Durante el Siglo XX el país recibió gente de todas partes del mundo, pero no fue sino hasta los setentas que los ingresos se volvieron masivos, la mayoría provenientes de países vecinos y Europa, y no estoy hablando de miles, sino de millones.
Venezuela no sólo acogió al papá de la Princesa Panameña, sino a muchos familiares de quienes hoy despotrican del exilio venezolano. Sin ir muy lejos, tengo una cuñada con ascendencia árabe, una con ascendencia armenia y una con ascendencia colombiana. En mi país se les reconoció el derecho a la identidad y se les dio facilidades para trabajar y prosperar. Tal es así, que buena parte de la clase media alta venezolana estuvo formada en sus buenos tiempos por personas extranjeras que pudieron prosperar con ahorro y trabajo duro.
Yo no soy un patriota, por eso no celebro a próceres ni banderas, pero sí me enorgullece haber nacido en un país que en su momento tuvo una calidad de civilización tal que el hecho de que alguien fuera inmigrante no suponía un tema, un país donde hubo presentadores de televisión, músicos y demás gente muy amada que no había nacido en el territorio nacional, donde el crimen lo pagaba la persona y no el gentilicio, donde hubo la cantidad justa de prejuiciosos para asumir que no estábamos en un país perfecto, pero sólo eso… Esa civilidad mía se la debo a Venezuela, a nunca haber escuchado en mi entorno familiar o cercano un insulto contra un extranjero.
El punto de vista liberal-libertario
Las fronteras son mecanismos arbitrarios que tienen los Estados para ejercer su poderío sobre determinados territorios y poblaciones. La mayoría fueron demarcadas a lo bestia, sin tomar en cuenta razones históricas, étnicas, etc., y son ahora los principales focos de conflictos armados. Simplemente se recurrió en su momento a la regla y al compás, y a la disposición de tres o cuatro oligarcas del primer mundo que querían repartirse la tierra como botín.
Las fronteras provocan alergia a los liberales porque suponen la consolidación del poder político, que ha hecho uso de la fuerza para obligarnos a aceptar conceptos como el de patria, que no son más que técnicas para aislarnos del resto y así controlarnos más fácilmente. Es así como, mientras más férrea sea una frontera, menos amiga de la libertad sería y más mensajes de hostilidad enviaría al exterior.
El mundo que tenemos hoy es, lamentablemente, un lugar de límites inflexibles donde el resguardo no sólo se ejerce con las armas sino con la burocracia, y es que para entrar o salir de la gran mayoría de países se necesita más que un simple documento de identidad, se requieren trámites inocuos que sólo sirven para justificar los sueldos de un montón de parásitos.
Si bien mi ideal anárquico supone un mundo de tránsitos enteramente libres, no estoy acá para proponer idilios irrealizables en el corto plazo. En tal sentido, como radical libertario podría conformarme con un modelo migratorio similar al uruguayo, donde una persona no necesita más que un pasaporte (o cédula) y un certificado de antecedentes penales para poder vivir y trabajar en el país.
No sería más que permitir a los seres humanos decidir sobre el entorno donde quieren prosperar. También aunaría a esto lo que hacemos cada vez que publicamos esta clase de artículos: promover la mentalidad libertaria, porque no se trata de que se acoja a los inmigrantes como si fueran bebés de pecho (el modelo europeo), sino de (como hace el Estado uruguayo) regularizarlos para que puedan trabajar y tributar como cualquier otro ciudadano.
Un sistema migratorio así de amigable provocaría que los éxodos, que seguirán ocurriendo nos guste o no, sean fenómenos menos traumáticos para las partes involucradas; permitía además que no se pierda el flujo natural de las cosas y que nazcan nuevas y prósperas instituciones a partir de los enriquecedores intercambios culturales.