¿Por qué el Derecho se basa en la previsión y no en la coacción?

Por Ilxon R. Rojas, coordinador local de EsLibertad Venezuela y teórico del Creativismo Filosófico.

Introducción

Hoy es común oír hablar a las personas de sus derechos; derechos sociales, derechos humanos, derechos ambientales, etcétera. Casi cualquier persona que piensa en el ejercicio de sus derechos muy probablemente asume que se trata de algo que le es permitido hacer porque existe una autoridad que se lo autoriza y que, en esa medida, le protege de efectuar esas actividades según unas normas establecidas por esa autoridad de tal suerte que, de no acatarlas, las consecuencias podrían ser perjudiciales para el infractor.

Siendo así, los individuos en un sociedad bajo un Estado no acatan sus normas de forma exclusivamente voluntaria[1], sino por evitar un mal para sí mismos, es decir, por la conveniencia de no salir perjudicado al incurrir en su incumplimiento, o si se quiere, por saberse facultados con lo que la autoridad estatal le ha permitido hacer mediante esas normas que ha impuesto. Estas variables siguen en pie, con independencia de que algunas de estas normas logren coincidir con las nociones morales adoptadas por la cultura social en que son impuestas, pero también, con independencia de la notable deficiencia en la aplicación de estas normas por parte de quien según la propia norma, corresponde su aplicación[2].

De una u otra manera, lo anterior significa que lo distintivo o característico de estas normas, su leimotiv, es que se piensan, se crean y se aplican atendiendo siempre a un principio de coacción o de control coactivo. Y es a este tipo de normas a las que estamos acostumbrados y a las que el sentido común del individuo contemporáneo ha conformado con asignarle el título de “Derecho”; por lo que, en efecto, es de esperarse que se piense lo jurídico no más que como un conjunto de normas impuestas por un Estado para regular la conducta humana en la sociedad.

Esta forma de comprender lo jurídico es típica del positivismo iusfilosófico, de especial raigambre estatista y cuya teorización más representativa la hallamos en el pensamiento de juristas como Hans Kelsen, Adolf Merkl y, más adelante, Herbert Hart. Mientras que para Kelsen el Derecho es un conjunto de normas de estructura formal, basadas en la fórmula imputativa de condición-consecuencia, esto es, la relación entre el hecho ilícito y la sanción,[3] que expresa un ordenamiento coactivo de la conducta[4]; para Hart, en cambio, el Derecho no solo tiene que ver con “las órdenes respaldadas con amenazas de sufrir algún daño”[5], sino también con mandatos facultativos y potestativos —una idea que postula revisitando el concepto de “normas secundarias” que el propio Kelsen había previsto en su “Teoría pura”[6]—. Hart argumenta que las normas del Estado no son siempre coactivas, en el sentido de que no solo imponen amenazas de castigo a las conductas de los individuos, sino que también confieren “facilidades o potestades a ciertos individuos para que lleven a cabo sus deseos”[7]. A tal respecto pone como ejemplo las normas estatales que permiten crear contratos, realizar testamentos, contraer matrimonio, o en el caso de las normas que rigen a los jueces, las que tienen por objeto definir como estos deben aplicar las normas, o en palabras de Hart, se trata de normas que definen “las condiciones y límites bajo los cuales sus decisiones serán válidas”[8].

Sin embargo, esto es un error, puesto que esa diferencia hartiana entre las normas que ordenan conductas bajo amenazas de castigo —formuladas con mayor claridad en materia penal— y las normas que sólo definen las conductas, para luego inferir que estas últimas no son coactivas, es solo una estratagema semántica para eludir el hecho de que, aun cuando las normas definen las conductas facultantando a los individuos o dotándolos de potestades, tales conductas están siendo restringidas en su campo de acción; campo que al encerrar una supuesta legalidad y que, además, al no verse satisfecha en la práctica, trae como consecuencia para los individuos la misma coacción de la que se afirmaba en principio su ausencia, porque la coacción, por definición, no solo se basa en castigos o amenazas de castigos para disuadir las conductas, se basa también en imponer mediante fuerza incontestable formas de actuación a los demás.

Por ejemplo, en el caso que ilustra Hart del matrimonio se tiene que, si una norma estatal define las condiciones y requisitos —llamémosle formalidades— de cómo debe efectuarse la celebración de los matrimonios, sucede que, aun cuando el incumplimiento de tales formalidades haga susceptible al matrimonio solo a nulidad y no a un castigo previsto en la propia norma, esas formalidades y esa consecuencia jurídica anulatoria prevista por esa norma implica igualmente coacción en la medida en que dicta el cómo deben las conductas —de todas las conductas posibles par tal fin— restringirse, en este caso, en su deseo de contracción nupcial al cual aspiran los individuos. Así, toda norma estatal es por necesidad coactiva, o para ser más precisos, requieren obligar coactivamente, a diferencia de, tal como veremos más adelante, las normas jurídicas auténticas basadas en la previsión interindividual.

La característica coactiva de las normas estatistas no son algo casual o accidental, sino un aspecto ligado a la naturaleza coactiva del Estado, pero también es atribuible a la ausencia de cognición que tienen los legisladores políticos para informarse de las variables presentes en el proceso social que se requiere para coordinar el binario conducta-norma sin acudir a la coacción. De todos los escenarios contingentes en que las conductas pueden coordinarse para satisfacer sus deseos, en este caso, de contraer matrimonio, los legisladores sólo pueden especular unos pocos, y por eso solo crean normas restringiendo el campo de las acciones humanas a unas pocas variables que imposibilitan el resto de los escenarios posibles y probables.

La coacción hoy sigue siendo —y seguirá siendo— el único fundamento de las normas estatistas —y es lo único en lo que piensan los juristas cuando hablan del Derecho, aun cuando algunos juristas como Hart negaron reconocerlo—. Quizá el dilatado tiempo de aclimatación cultural es un síntoma que ha hecho posible que se internalicen estas ideas en gran parte del cuerpo social. El sentido común a veces es la reproducción ideológica de algún filósofo difunto. Y los juristas, aun con todo el conocimiento que tienen sobre la historia de derecho, sobre la filosofía y la teoría política —o que se supone que se exige en su formación continua— muy rara vez han sido capaces de ver en la naturaleza de estas normas éste yerro que ha pesado y sigue pesando con el pasar vetusto de los siglos hasta nuestros días.

En adelante, veremos la problematización de este error, intentando mostrar una teoría de la naturaleza del Derecho que a nuestro juicio consigue adecuarse con mayor precisión a la realidad jurídica. Esto a la luz de hacer ver que no es sino la previsión el fundamento —aunque no el único— que sirve de hilo conductor para la génesis del Derecho y su desenvolvimiento en la vida en sociedad.

2. En busca de la naturaleza del Derecho.

Se dice que el estudio del Derecho es parte de las ciencias sociales. Las ciencias sociales estudian la sociedad, y la sociedad está evidentemente compuesta por seres humanos. Estos seres humanos actúan, se relacionan, crean lazos, costumbres, símbolos, normas, lenguajes, valores, en definitiva, elementos culturales. Esos elementos son dinámicos, móviles, procesuales, de modo que en sus entrañas, cualquier ciencia que quiera abarcar esta serie de fenómenos que allí se muestran debería abrazar métodos, problemas, teorías, cálculos y modos de análisis desde una perspectiva que remite a un objeto de estudio que para el científico social se muestra complejísimo.

Buscar la naturaleza del Derecho es buscar lo que identifica al Derecho como algo presente en la realidad social para servir como objeto de estudio de la ciencia jurídica, o en otras palabras, es buscar lo propio de sí del Derecho para estudiarlo científicamente[9]. Asi, en medio de ese ardua faena, si se presta atención a cómo los juristas indagan en la realidad social para encontrar en ella algo que puedan identificar como Derecho, es fácil distinguir como casi todos circundan el siguiente camino:

Primero, asumen que el Derecho debe ser o constituir algo que ayude o contribuya a que en las relaciones sociales se pueda mantener un orden, una armonía social, una situación de paz, justicia y seguridad para todas las personas.[10]

Segundo, al encontrarse con que las relaciones sociales parecen ser “caóticas o azarosas” y por ello “incontrolables”, aducen que esto es un obstáculo para alcanzar lo que han supuesto qué debe ser la contribución del Derecho como objeto al que identificar para estudiar científicamente.

Tercero, como la respuesta a la incógnita por la naturaleza del Derecho no permite ser hallada en el seno de la propia dinámica social —o que se halla en condiciones insatisfactorias—, se infiere que el Derecho debe ser algo superior a la sociedad, algo más poderoso que ella, algo que la ordene, que permite calibrar ese desorden imperante en las relaciones sociales. Se pone en marcha lo que ya hace más de un siglo señalaba Bastiat: “…la funesta disposición que es común a todos los reformadores sociales —fruto de la enseñanza clásica— que consiste en colocarse fuera de la humanidad para componerla, organizarla e instituirla a su antojo.”[11]

Y cuarto, se justifica entonces la identidad entre el Derecho y el Estado como detentador de ese poder superior, el ordenador supraindividual. Luego, por la consecuencia lógica de sus premisas, se asevera que debe ser el Estado quien tiene que crear y aplicar el Derecho mediante unos mandatos que ordenan las conductas de los individuos en sociedad, unos mandatos que han de conformarse como “normas jurídicas”, permitiendo así, encontrar a los juristas un objeto claro para una ciencia de lo jurídico.

A la par de ese proceso de identificación y asimilación —que puede ser también parcial o total— entre Derecho y Estado, se intenta ver en esas “normas jurídicas” algo que las diferencie del resto de las normas que pueden hallarse en la realidad social —normas sociales, morales, religiosas, etc.—, despejando de esa lista de normas aquellas que se supone que son las jurídicas, y a propósito de ello, es conveniente precisar su nota coactiva, de imposición mediante aplicación de fuerza incontestable. Es lo que hace plausible tal diferencia.

Ahora bien, este método o modo de proceder para identificar lo jurídico es un equívoco desde el principio, por cuanto resulta de una simplificación de lo que no es en su naturaleza simplificable, de una separación de lo que no es separable, sino sólo distinguible. Esa separación y esa simplificación parecen más una idea que nos hacemos sobre las cosas, que algo que importa a las cosas mismas, algo que quizá, ya en tiempos modernos, ha resultado propicio para intentar ordenar racionalmente el mundo. Es el espíritu cartesiano que recomienda la regla analítica de separar los problemas en tantas partes simples sea posible para resolverlos sintetizando luego esas partes[12].

A nuestro juicio, creemos que lo más sensato a la luz de esta realidad compleja no es pensar en una separación racional de la realidad social para explicar cada uno de sus elementos profundizando en cada uno de ellos, especializándolos. Esto es un error por defecto. La profundización intelectual sectorizada puede resultar necesaria para comprender una parcela de la realidad, pero es esteril para comprender la complejidad de su extensión. Este es el pecado de los especialistas, o como dice Nozick: “Una forma de actividad filosófica [que] es como empujar y llevar cosas para que encajen dentro de algún perímetro establecido de forma específica.”[13]

Con esta tendencia, los juristas, en su búsqueda de desentrañar lo jurídico de la realidad social, suelen incurrir en serios problemas metodológicos y epistemológicos. Les ocurre con “lo jurídico” lo que dice Latour de los sociólogos al investigar “lo social” de la realidad. Según Latour, los científicos sociales siempre han querido postular la existencia de un tipo específico de fenómeno llamado «sociedad», llámese “orden social», «práctica social», «dimensión social», “clase social”, «estructura social», etcétera. Pero estas especificidades no traducen el objeto de investigación, son más bien comodidades intelectuales. La realidad es que, en rigor, tal como dice Latour

“…el orden social no tiene nada de específico (…) no existe ninguna dimensión social de ningún tipo, ningún «contexto social»; ningún dominio definido de la realidad al que pueda atribuirse la etiqueta de «social» o sociedad» (…) no existe ninguna «fuerza social» que pueda «explicar» los aspectos residuales de las que otros dominios no logran dar cuenta.”[14]

En pocas palabras, quienes se obnubilan con los mares de su disciplina, imposibilitan ojear que la configuración del entrelazamiento de sus saberes con el resto de saberes, responde a una complejidad tan intrincada que, para comprenderla, es menester estudiarla no como si de objetos aislados se tratase sino como un todo, esto es, holísticamente. Este acercamiento a la complejidad ante la tendencia simplificadora del conocimiento, puede apreciarse en las reflexiones de Edgar Morin. Para este pensador la ciencia requiere adoptar el paradigma de lo complejo, debe reconocer “el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen el mundo fenoménico.”[15]

Por eso, al reconocer esta complejidad patente de la realidad fenoménica, aparecen como insuficientes las disciplinas por sí solas, o como dijimos, los sectores especializados del conocimiento, por lo que, siguiendo a Morin, es menester, un abordaje de esa complejidad con arreglo a un enfoque transdisciplinario, pero no como mero diálogo entre disciplinas —mera interdisciplinariedad—, sino como dice el mentado pensador parisino: un atravesamiento de esquemas cognitivos entre disciplinas.[16] 

Por lo tanto, si queremos entender algo como el Derecho, se requiere el involucramiento y atravesamiento adecuado de las disciplinas humanísticas y filosóficas que más parecen incidir en los estudios sobre la sociedad, tales como la sociología, la antropología, la ética, la psicología, la economía, la lingüística, entre otras. A tal efecto, el Derecho no puede resumirse a una sola cosa, no puede ser coacción, no puede ser ausencia de coacción, no puede ser el Estado, no puede ser la sociedad, ni siquiera previsión por sí sola aunque la misma constituya, tal como veremos, importante para aunar su totalidad. Derecho, debe constituir algo más en ese bagaje cultural. Debe ser un objeto de estudio integral y complejo. Pero ¿Por dónde empezar? Parece que lo más prudente es dar inicio a pensar en lo que hacen las personas y como estas se relacionan, o como dice Latour “in media res[17].

2.1. El Derecho, la previsión y otros engendros.

Las personas hacen cosas, actúan siguiendo valores e intereses. Los primeros morales, sociales y culturales, y los segundos económicos y políticos. Cuando estos valores e intereses no pueden conciliarse o compatibilizarse, se crea el conflicto y con ello, nace la violencia, la coacción. En cambio, cuando ocurre lo contrario aparece una norma o regla. La norma es la coincidencia entre intereses interindividuales y valores compartidos, es un catalizador potencial de relaciones sociales armónicas. Pero también, en este punto la norma o regla se muestra como algo opuesto a la coacción. La norma es producto del acuerdo y la cooperación interindividual. Ergo, dada una aspiración humana a preferir las normas antes que el conflicto, la paz antes que la violencia, esto quizá por su tendencia inmanente hacia una gregariedad funcional a los intereses de cada particular con arraigo en su acción racional dirigida a fines[18], es plausible afirmar que, en la medida en que ciertos valores guían a las conductas, estas respondan a elementos culturales que se orienten hacia la pacificidad y los intereses se inclinen a evitar el conflicto o a mitigar sus costes. En ese sentido, parece coherente que para el surgimiento de una norma es necesario tomar las previsiones para evitar la coacción o mitigar su surgimiento en la mayor medida posible.   

Un ejemplo por antonomasia de esto, se da en el intercambio de bienes y servicios, el comercio. Antes del acto de comercio, los individuos que participan en el mismo no actúan pensado en la posibilidad de enfrentar un conflicto, de ejercer la coacción o la violencia, sino en la probabilidad de evitar o mitigar su surgimiento. En tomar previsiones para alejar de la realidad las posibilidades de su aparición. Es la prioridad en sus expectativas de intercambio exitoso porque el conflicto les aleja de las probabilidades de obtener lo que quieren, de satisfacer sus intereses y no ver estropeada en la práctica la noción estimativa de lo que intuyen justo o adecuado. Así, de los intereses de cada persona y de la estimación moral, social y cultural que de cada hecho las mismas conciben y comparten, aparece la norma como resultado del acuerdo, la colaboración y la cooperación.

Pero esto trae consigo dos factores importantes que inciden en la aparición de la norma: (i) la temporalidad de la previsión y (ii) la sofisticacion de los intrumentos de la previsión. El primero de los factores, supone que a más tiempo especulando los escenarios que permitan prever cómo evitar o mitigar la coacción por parte de los participantes, más potencialmente eficiente será la aparición de la norma; por su parte, el segundo factor implica que a mayor sofisticacion de los intrumentos de previsión, con mayor eficiencia será, también, la aparición de la norma.

Estos instrumentos de previsión pueden ser tan variados, complejos y contingentes como la realidad misma. Un sondeo rápido nos permite mencionar algunos: instrumentos de tipo tecnológico, como teléfonos o cámaras de seguridad, de tipo sociológico y cultural como conductas o hábitos socialmente admitidos como corteses, educados o saludables, de tipo lógico y lingüístico como los argumentos o la retórica de los discursos, de tipo psicológicos como los factores persuasivos, o del tipo que podríamos considerar prejurisdiccional si es que se llama a un tercero en el acto jurídico para que sirva de árbitro previsional. Todos esos instrumentos de previsión pueden combinarse y adaptarse o mezclarse según la circunstancia, por eso resulta tan difícil categorizarlos, nombrarlos o clasificarlos. Lo anterior solo puede verse como un ensayo de como pudieran desmenuzarse, pero en la práctica la variabilidad es abrumadora, lo cual después de todo nos pone bajo la égida del paradigma científico para ahondar en una realidad social que se nos muestra tal como es: compleja, complementaria y, por ello, susceptible a ser investigada a merced de una mirada transdisciplinaria.

Ahora bien, respecto al segundo factor, pueden existir también en la práctica, ventajas interindividuales para la creación de una norma. Por lo tanto, es de esperarse que lo que más contribuye a equilibrar o disminuir estas ventajas, es que existan en el entorno en que se producen esas normas, tantos objetos como procesos y mecanismos que permitan ampliar la gama de instrumentos de previsión para que se permita un mayor sofisticacion de los mismos, a tal punto, que puede afirmarse que a mayor sofisticacion de los instrumentos de previsión a manos de la mayor diversidad de personas posibles, se disminuye la temporalidad de previsión. Una es inversamente proporcional a la otra debido a que muchos de los instrumentos de previsión son creados pensados para ponderar la eficacia de las necesidades humanas, lo cual repercute en menos tiempo de especulación de los participantes para la creación de la norma. 

Por ello, se tiene entonces que la norma es un esquema de previsiones interindividuales, el resultado de un encuentro entre las pretensiones reclamativas de los individuos, tal como afirmara en su momento Bruno Leoni[19]. O si se quiere, como dice Recasens Siches, la norma como un pedazo de vida humana objetivada[20], o también, Carlos Cossio en la medida en que postula a la norma como la representación intelectual de las conductas humanas en interferencia intersubjetiva.[21][22]

Por otra parte, como se ha visto, la norma tiende a nacer con mayor eficiencia allí donde las factores que inciden en su aparición resultan ser más eficientes, los cuales, están relacionados con la información que tienen los participantes en su producción, auspiciada, a su vez, por la información aprehendida por los que mediante sus instrumentos de previsión pueden servirse por la información que los creadores de tales instrumentos pensaron previamente, lo cual supone un entorno social en el que estos y aquellos actúan y se relacionan de forma libre, libre de crear y recrear.

Este proceso de creación y retroalimentación de información para la consecución de unas relaciones sociales pacíficas, donde se tienda a evadir en la medida posible la coacción,[23] es el corazón del Derecho. El Derecho es la concretización de unos valores, unas conductas y unas normas, bajos unas condiciones que hacen posible las instituciones jurídicas como los contratos, el crédito o el matrimonio, producto de la reiteración de la información que permite estandarizar las normas, homogeneizar los valores y coordinar conductas. Esta tendencia hacia estandarización de la normas, es el fundamento de la legislación consuetudinaria, aquello que convierte a las normas en un código de adopción general y de obligación social aceptada por un conjunto de individuos.[24]

2.2. Algunas objeciones posibles.

a. La coacción imprevisible.

Esta dilucidación de lo que a nuestro juicio responde a la naturaleza del Derecho, puede intentar ser objetada argumentando que en la realidad social pueden aparecer modos de coacción no previsibles, como robos o extorsiones. A lo cual, cabe responder que si bien las previsiones de los individuos no son omniabarcantes, por la sencilla razón de que no somos seres omniscientes, las previsiones aplican también para estos casos. El robo y la extorsión no están fuera del estudio científico del Derecho, son actos que el derecho combate, son actos antijurídicos, y al ser así, las previsiones de los individuos detentores de derechos de propiedad, van a tender a especular respecto a mecanismos y sistemas para eludir o prevenir tales delitos, o en caso de ocurrir sin previsión alguna, se tiene que en un sociedad libre, a razón de la coordinación de la información, las previsiones de los individuos se van a orientar hacia captura de los autores y hacia la aplicación de las penas más adecuadas para el resarcimiento del daño causado. En el caso de delitos contra las personas, las penas pueden ser aplicadas en la medida en que tales previsiones han especulado cuales deben ser los castigos proporcionales,[25] aunque hoy no podamos prever cuáles podrían ser esas penas porque no hay posibilidad de que los individuos puedan especular respecto a este tópico debido a las vicisitudes prácticas que supone el monopolio estatal del “derecho” penal.

b. La coacción legislativa.

Puede objetarse que lo que hemos llamado legislación consuetudinaria, entendida en los términos expuestos aquí, al convertirse en un esquema legal relativamente homogéneo, debe por necesidad ordenar las conductas, restringiendo el campo de acción humana y por lo tanto, ser consideradas coactivas. Pero esto no tiene por qué ser así. La legislación consuetudinaria es dinámica, y su dinamicidad no es azarosa o antojadiza —este último es el caso de la legislacion politica— ya que avanza al ritmo con que se moviliza la sociedad —o las previsiones interindividuales y las evolución moral de la cultura social—, es una respuesta adecuada a las necesidades de los individuos en connivencia con la moralidad imperante en el entramado social adoptado por estos. La legislación consuetudinaria evoluciona al ritmo de la sociedad, así como solía suceder, tal como se evidencia en muchísimos estratos de la historia, como por ejemplo, en los primeros siglos de Roma[26].  

c. Instituciones jurídicas no sujetas a previsión. 

Por otra parte, a nuestro juicio quizá el Derecho tenga en su seno unas cuantas aristas de naturaleza un tanto distantes a la previsión, aunque no por completo exentas de los criterios expuestos aquí. Se trata de ciertas instituciones jurídicas no contractuales o actontractuales, tales como las instituciones familiares, así como, pudiera pensarse también, en el derecho infantil y el derecho animal. Sin embargo, consideramos que aun así se mantiene la afirmación de que el núcleo del Derecho no es la coacción, no es su espíritu, no es su razón de ser. Pero por honestidad intelectual, aducimos que estos tópicos requieren un estudio aparte ya que exceden el propósito de este breve texto. Empero, con toda seguridad, nuestras premisas se mantienen muy a pesar de que quienes conciben un mundo jurídico como administración e imposición de la violencia no puedan evitar asumir el Derecho sin que la solución deba ser siempre la coacción y el control social; pues en cambio, quienes concebimos un mundo jurídico que tiende a ser pacifico, creemos que la solución es la responsabilidad y la cooperación como uno de los signos de la libertad humana.

Conclusiones

Hemos visto que el Derecho es un fenómeno social complejo, y que al asumir esa realidad debemos abordarlo desde una perspectiva transdisciplinaria. Esto nos lleva a notar que una de las notas distintivas para su génesis es la previsión interindividual, ya que de tales previsiones nacen las normas, pero el asunto no termina ahí, dado que puede apreciarse como en todo el entramado de relaciones sociales, las conductas se ponen en marcha guiándose por ciertos valores —sociales, morales, culturales—,[27] conjugandose así, tres aspectos o ingredientes indispensables para totalizar lo que a nuestro juicio responde a la naturaleza del Derecho: las conductas, los valores y las normas.

Esta postura no es nueva, es típica en los filósofos del Derecho cultores del tridimensionalismo jurídico. El Derecho es un fenómeno tridimensional. Para Miguel Reale,[28] el Derecho conjuga esas tres dimensiones. Él las llama dimensiones fáctica, axiológica y normativa. Sin embargo, aunque en consonancia con esa dilucidación de la naturaleza del derecho, preferimos sustituir la dimensión factual del derecho por una dimensión que llamaremos praxeológica, puesto que lo factual, hablando de los hechos como una de las dimensiones del Derecho, carece de sentido por cuanto los hechos no son en sí una dimensión sin el sentido que a esos hechos les da la presencia de la acción humana. Los hechos sólo tienen sentido porque son acciones humanas las que dotan de sentido al entorno en que esos hechos ocurren.

Por su parte, la dimensión axiológica es todo un campo de discusión y disquisición teórica que no corresponde precisar en este breve texto. Solo basta con sostener tres cosas: primero, que el conjunto de valores son una parte indispensable para comprender la complejidad del fenómeno jurídico y su desenvolvimiento social; segundo, que lo más plausible para comprender su integración como parte fundante e inseparable, aunque distinguible, de la naturaleza del Derecho, es aducir que su producción y desenvolvimiento es similar a lo que ocurre con el surgimiento de la legislación consuetudinaria en el sentido que se ha expuesto aquí, esto es, la estandarización de normas adoptadas de manera espontánea, indeliberada, no sujeta a una programa superior o externo a la mera dinámica social.

Luego, tenemos la dimensión normativa —también llamada normológica, dikelógica o nomotética— como una dimensión que a simple vista parece ser la más obvia del resto. Tanto es así, que resulta entendible el reduccionismo que han hecho los positivistas-normativistas de ella para explicar la naturaleza del Derecho. Craso error.

Conviene destacar aquí, que como se ha hecho una distinción importante entre norma y legislación, esto es, la norma como resultado de acuerdo y colaboración basada en el encuentro entre previsiones interindividuales, y la ley como una extensión estándar de las normas adoptadas por la sociedad, vale decir que este concepto de legislación está en las antípodas de lo que hoy suele llamarse legislación, puesto que cuando se habla de la misma, se hace referencia a la legislación política, al conjunto resultante de individuos que actúan como representantes del resto de los individuos en la sociedad y con ese talante se dedican a la producción de “normas jurídicas”.

Esta producción de leyes basadas en el poder político impide u obstaculiza el proceso espontáneo de generación de normas estandarizadas, de legislación consuetudinaria, debido a que la legislación política como órgano del poder público estatal, funciona como un monopolio, y por tanto, es un organización coactiva porque no deja paso a la entrada del ejercicio de esa misma actividad a otros sectores de la sociedad.[29] En este sentido, la legislación como norma estandarizada es algo que hoy se halla en un estado de pauperización que se hace casi imperceptible, irreconocible.[30] 

Además, el Estado, como artífice detentor de esa coacción, ha invertido los roles del fenómeno jurídico, puesto que, como hemos demostrado, en la sociedad, las personas acuden a la previsión como el elemento indispensable para perfeccionar y armonizar las relaciones jurídicas, en cambio, el Estado, ha hecho de la coacción —lo contrario a la previsión— la piedra angular de lo que para su funcionamiento, quiere hacer ver como norma jurídica. Pero como la norma jurídica es un esquema de previsiones interindividuales, y el Estado no produce normas con arreglo a este requisito fundacional de la aparición de las normas, no es correcta la afirmación de que el Estado crea normas jurídicas. En todo caso se puede afirmar que el Estado impone esas normas coactivamente, lo que en efecto, permite afirmar, a su vez, que en ese momento dejan ser normas jurídicas para ser meros mandatos, y al no concebirse como resultado de las relaciones jurídicas de las personas para evitar o mitigar la coacción, sino como el promotor monopólico de esta, vale decir también, que a la inversa de lo que se cree, el Estado y su legislación política son lo contrario a la norma jurídica. Los mandatos del Estado son un conjunto de previsiones antijurídicas.

Pero la antijuridicidad del Estado es mucho más profunda que la mera inversión de la producción, significado y contenido de las normas jurídicas auténticas. Si el Derecho es un fenómeno social que contempla tres dimensiones que hemos identificado como praxeológica, axiológica y normológica, conviene decir que el Estado sólo cumple con una de ellas, esto es, con la dimensión praxeológica, puesto que el Estado es un conjunto de individuos organizados burocrática y políticamente, y en esa medida, es imprescindible en su seno la acción humana.

No obstante, no cumple con el resto de las dimensiones del Derecho porque, por un lado, no puede atribuirse la adopción de la dimensión axiológica aunque los individuos que actúan en su seno puedan verse guiados parcialmente por la nociones estimativas recogidas por le proceso social, y por otro lado, tampoco cumple con la dimensión normológica porque no crea normas jurídicas auténticas ni legislación exenta del poder político monopólico y por eso mismo, sin la presencia del control coactivo, tal como hemos demostrado. 

Finalmente, por lo sustentado aquí, es fácil apreciar que, de todo eso que comentamos al principio respecto a los derechos de los que hacen alarde las personas, puede asegurarse que no son más que afirmaciones carentes de sentido. Es una alusión infundada, una creencia basada en unas supuestas normas jurídicas que proporciona o confiere el aparato del Estado; en síntesis, son una serie de ficciones jurídicas. El Estado no puede otorgar lo que no puede producir ni crear, y menos cuando produce lo contrario a lo que se exige que produzca. El único derecho verdadero que nos puede otorgar el Estado, es el derecho de ignorarlo, tal como afirmaba Herbert Spencer.[31] 


[1] No vamos a discutir aquí si el mecanismo democratico consigue representar la voluntad de la población.

[2] Deficiencia material y temporal.

[3] Cuya identidad ineludible se halla en el Estado, de tal suerte que, este es visto como un “orden jurídico». Vease Kelsen, Hans. 1960. Teoría pura del Derecho. N.p.: Nuevo Mundo. p. 139.

[4] Ibid. p. 70.

[5] Gómez, Daniel G. n.d. “El concepto de derecho en Hart” Facultad de Derecho y Ciencias Sociales y Políticas UNNE. p. 284

[6] Vease Kelsen, Hans. op cit., pp. 76-78.

[7] Gómez, Daniel G., op cit., p. 285.

[8] Ibid. p. 286.

[9] No confundir con ontología jurídica. Para una crítica a la ontología en general véase Sierra-Lechuga, C. (2022) “¿Qué es reología? Breve tratado de reología apto para todo público” Revista de Filosofía Fundamental, N°2, pp. 169-197.

[10] Lo que la doctrina ortodoxa llama “los fines del Derecho”.

[11] Bastiat, Frederic. 2003. La ley. N.p.: CEES. p. 51.

[12] Véase Descartes, Rene. 2010. Discurso del método. Madrid: FGS. pp. 47-48.

[13] Nozick, Robert. n.d. Anarquía, Estado y utopía. N.p.: Titivillus. p. 10. Interposición mía.

[14] Latour, Bruno. 2008. Reensamblar lo social. Una introducción a la teoría del actor-red. N.p.: Manantial. p. 15

[15] Morin, Edgar. n.d. Introducción al pensamiento complejo. N.p.: Gedisa. p. 32

[16] Ibid. p. 158

[17] Latour B. op. cit., p. 47

[18] Véase Weber, Max. 1964. Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva. México: Fondo de cultura económica. p. 20

[19] Véase Leoni, Bruno. 2003. Lecciones de filosofía del derecho. Madrid: Unión Editorial  

[20] Véase Recaséns Siches, Luis. 2008. Tratado General de filosofía del derecho. México: Porrúa. pp. 97-105

[21] Véase Montilla Pineda, B. 1954. “La egología jurídica de Carlos Cossio.” Estudios De Derecho

[22] Todas estas definiciones deben ser tomadas con pinzas.

[23] Y aun cuando se hace presente mitigarla en la mayor medida posible.

[24] Puede tomarse esto como “Derecho consuetudinario”.

[25] Es muy probable que se trate de castigos de carácter patrimonial.

[26] Véase  Ariès, Philippe, y Georges Duby. 1985. Historia de la vida privada. Del Imperio Romano al año mil. N.p.: Titivillus.

[27] Es válido aducir que como estos valores están destinados a crear normas jurídicas y articularse con ellas en su producción y aplicación para la consecución de la legislación consuetudinaria, pueden englobarse dentro de un solo espectro que podemos llamar “valores jurídicos”. 

[28] Véase Reale, Miguel. 1997. Teoría tridimensional del derecho. Una visión integral del derecho. Madrid: Tecnos

[29] Véase Dupret, Baudouin. n.d. “Pluralismo jurídico, pluralidad de leyes y prácticas jurídicas: Teorías, críticas y reespecificación praxiológica.” European journal of legal studies.

[30] Aunque hoy es posible vislumbrar ciertos escenarios en los que existen normas estandarizadas precisamente allí donde la influencia del Estado es casi nula, como las redes sociales, el mundo de las criptomonedas o el comercio internacional.

[31] Véase Spencer, Herbert. 2020. Estática social. N.p.: Innisfree. pp. 199-207.

El valor de cuestionar: Por qué es importante hoy en día

Por Valentina Gómez, economista y coordinadora local de EsLibertad Venezuela.

Todo el proceso de cuestionarnos, de reflexionar y de hacernos preguntas para comprender el mundo que nos rodea proviene de una disciplina, la filosofía.

Hace exactamente un año yo no hubiera entendido la importancia de esta disciplina. Para mí hablar de filosofía era imaginarme a un señor con barba larga y unos 80 años, que venía más de la experiencia que del razonamiento. Apreciaba más la psicología que la filosofía. En aquel entonces no sabía que la filosofía era la raíz de la psicología. Luego de investigar descubrí que el nacimiento de la psicología, la sociología, la economía y todas las demás disciplinas son una subdivisión de aquellas preguntas que nos hicimos en algún momento para poder relacionarnos mejor con el mundo, para descubrir nuestro propósito, en pocas palabras, para satisfacer nuestra necesidad de supervivencia en el entorno.

Todo lo que el ser humano hace o piensa, es en busca de satisfacer sus necesidades. En este sentido, Abraham Maslow estableció una jerarquía en las necesidades de los seres humanos, buscando explicar por qué ciertas necesidades nos impulsan:

  1. Necesidades fisiológicas: son las más ignoradas por ser cotidianas, pero son la base de muchas actividades económicas, si no se satisfacen nuestra vida corre peligro. Algunos ejemplos son: (i) necesidad de alimentación; (ii) necesidad de aire puro; (iii) necesidad de descanso; (iv) necesidad de sexo o reproducción.
  2. Necesidades de seguridad: desde el nacimiento buscamos la seguridad en nuestros padres, a nivel emocional y/o físico, son nuestra garantía de que estaremos bien. Es la razón del porqué cuando somos abandonados por una de nuestras figuras que representan seguridad tenemos problemas de inseguridad o un miedo a la pérdida, lo que hace más fácil generar una dependencia emocional.
  3. Necesidades de pertenencia y amor: somos seres sociales, lo que significa que tenemos una necesidad por pertenecer en un grupo, por lo que en ocasiones la necesidad de pertenecer nos puede llevar a adaptarnos al entorno.
  4. Necesidades de estima: es la necesidad del equilibrio en el ser humano, dado que se constituye en el pilar fundamental para que el individuo se convierta en el hombre de éxito que siempre ha soñado, o en un hombre abocado hacia el fracaso, el cual no puede lograr nada por sus propios medios.
  5. Necesidad de autorrealización: los seres humanos necesitamos sentir que hemos desarrollado nuestro potencial. Buscaremos para eso nuestro propósito o aquella actividad donde más nos destacamos para sentir la autorrealización y pertenencia en un entorno.

¿Por qué es importante cuestionar?

Tal vez pienses que la filosofía no está presente en tu vida o que ya no necesitas cuestionarte ningún punto porque ya todo se resolvió. Así, durante años has dejado que otras mentes te guíen y te digan lo que está bien y nunca lo has puesto en duda. Por ejemplo: has repetido «No estés tan seguro: nadie puede estar seguro de nada» como lo dijo David Hume; o «Eso fue una mala acción, pero es algo humano, nadie es perfecto en este mundo» como lo dijo Agustín; o tal vez esta te suena «No puedo probarlo, pero siento que es verdad», pues lo obtuviste de Kant. Estabas repitiendo todas estas frases sin preguntarte su origen, sin preguntarte «¿Por qué lo dijeron?»

Lo cierto es que así repites todo lo que escuchas o miras. Luego de leer realizate preguntas, indaga más a fondo sobre el tema, incluso busca puntos contrarios a lo que leíste, si escuchas algo, intenta no repetir, primero investiga y luego puedes compartir lo que aprendiste, pero debemos entender el origen de lo que repetimos para no seguir duplicando una información falsa —estamos sumamente acostumbrados a compartir información falsa—.

Además, nuestra mente, como decía Ayn Rand, es como una computadora, una computadora más compleja que la que los hombres pueden construir, y su función principal es la integración de tus ideas. Es programada por nuestra mente consciente, te explicaré:

Si no alcanzamos convicciones firmes, nuestro subconsciente está programado a entregarse al poder de ideas que no sabemos que hemos aceptado, pero aún genera emociones de acuerdo con los valores que ha recibido. Si programamos nuestra mente mediante el pensamiento consciente, conoceremos la naturaleza de nuestros valores y emociones; de no hacerlo, quiere decir que seremos más emocionales que lógicos.

«Un hombre controlado por las emociones es como un hombre controlado por una computadora cuyas impresiones no puede leer. No sabe si su programación es verdadera o falsa, correcta o incorrecta, si está destinada a llevarlo al éxito o a la destrucción, si sirve a sus objetivos o a los de algún poder malvado e incognoscible. Está ciego en dos frentes: ciego al mundo que lo rodea y a su propio mundo interior» Escribió Ayn Rand en su libro, «Filosofía: Quien lo necesita».

Finalizo con advertir que todo ser humano que no está interesado en la filosofía recibirá sus principios del entorno que lo rodea: escuelas, universidades, libros, revistas, películas, etc. La consecuencia de esto es poner en manos de otros tu autoprotección, correr el riesgo de ser controlado por un gurú o dictador, para evitarlo no entregues tu autonomía, cuestiona.[*]


[*] Este artículo fue publicado también en el Blog de la autora, en médium. Puede acceder presionando aquí.

La copropiedad en disputa: esbozos metajurídicos para un acratismo condominal (parte 2)

Por Ilxon R. Rojas, coordinador local de EsLibertad Venezuela. Acceda a la parte 1 aquí.

2. Teorías especiales de propiedad condominal.

A diferencia de lo que ha sido dilucidado hasta aquí, las teorías especiales de propiedad condominal asimilan el derecho condominal como una suerte de combinación entre la exclusividad típica de la propiedad privada de cada una de las locaciones y residencias de los propietarios, y la propiedad que forzosamente condicionan las áreas comunes (como calles, parques, plazas, jardines, escaleras, etc.), y sobre las que se estipulan la mayor parte, sino todas, las reglas de derecho autoregulativas del régimen administrativo del condominio.

En el mundo jurídico contemporáneo, sobre todo en la esfera del derecho continental, esta teoría es la que ha sido adoptada por ser considerada la que mejor de adecua a la realidad del fenómeno condominal.

En Alemania, verbigracia, la fórmula para describir al fenómeno de la propiedad condominal se efectúa mediante la figura de la “multipropiedad”, aduciendo la terminología de los aprovechamientos: el condominio se caracteriza por el hecho de los diversos aprovechamientos que los residentes le pueden dar a un bien. Es decir, “un bien se halla dividido por aprovechamientos, siendo cada titular dueño exclusivo del aprovechamiento del bien, pudiendo disponer del mismo” (Rojas Ulloa, 2008).

Curiosamente también es el caso de España, aunque se habla en cambio de una teoría dualista de propiedad condominal. Así, en su formulación, los juristas sostienen que el fenómeno de la propiedad condominal se haya estructurado a razón de dos elementos determinantes: las unidades privativas que pertenecen a los propietarios individuales y las áreas comunes que pertenecen a todos los propietarios en conjunto. Formando así, una complementación entre el típico y exclusivo derecho de propiedad privada ejercido por cada residente individual, y el derecho de propiedad conjunta que estos comparten entre sí sobre las áreas comunes.

Así también, en nuestro país, como en casi todos los países latinoamericanos, la cultura jurídica ha acogido esta teoría y la legislación entroniza su fórmula estableciendo la conjugación de los derechos reales con el derecho de copropiedad forzosa de las áreas comunes, por lo que los doctrinarios se refieren a ella como un régimen de propiedad pro indiviso (Domínguez & Fernández, 2022 p. 778).                   

De esto se desprende la discusión de si los propietarios pueden enajenar o hipotecar su unidad privativa sin afectar la propiedad de las áreas comunes, y que a su vez, la propiedad de las áreas comunes puede ser transferida o gravada sin afectar las unidades privativas, o si, por el contrario, sobre ninguno de los dos elementos puede efectuarse ningún acto o negocio jurídico porque existe una especie de “cuota-parte” de afectación jurídica, es decir, que el cambio de propietario, tanto de la proporción de las áreas comunes como de las propiedades individuales, puede afectar la dinámica y el tipo de equilibrio llevado por la administración y por lo tanto los propietarios no pueden efectuar ningún acto o negocio jurídico —especialmente si se trata de enajenar o hipotecar su propiedad especifica—, sin contar con el consentimiento de todos o de la mayoría de los demás propietarios residentes y activos.

A este respecto, hay que añadir que no solo el régimen condominal de las áreas comunes está sujeta a las dinámicas de la copropiedad y los incentivos de los residentes a propósito de las reglas que los mismos establezcan para ello, sino que el legislador —y la alta autoridad judicial— ha hecho recaer sobre el condominio, una suerte de régimen democrático, en el sentido de regirse por la regla de mayoría porcentual en los asuntos importantes en el seno de la copropiedad (véase, por ejemplo, el articulo 9 de la Ley de Propiedad Horizontal), o la regla de la mayoría propiamente dicha que versa sobre el establecimiento de la representación del condominio mediante la elección de la Junta de Condominio y la Asamblea General de Copropietarios (véase la sentencia Nro. 64 del año 2009 emanada de la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia sobre las etapas que debe tener el proceso de elección de entes colegiados).

Pero a los fines de este estudio, no interesa profundizar en este aspecto. Lo que importa aquí, es como puede entreverse que no son sino las reglas de derecho estipuladas por el reglamento de condominio y limitaciones fraguadas por regulación foránea, el centro de las confusiones y estratagemas que impiden un genuino desenvolvimiento jurídico y libre hacia el acratismo condominal, sobre todo, cuando se tiene que la autonomía de los residentes para la autorregulación total del condominio responde con plenitud a la naturaleza autentica y a la historia del fenómeno propiedad privada (Véase Peset M. en  “Propiedad antigua y propiedad liberal”).

3. Reflexiones finales.

Las teorías especiales de la propiedad condominal parecen apoyar la idea de que el fenómeno del condominio tiene que ver más con las áreas comunes que con la propiedad privada considerada individualmente, puesto que el régimen administrativo de condominio hace recaer las reglas de derecho —sino todas, la mayoría— sobre las áreas comunes y en atención a las posibles externalidades y no tanto o casi nunca sobre la propiedad individual directamente, modelando así, un sistema basado en la autoexclusión de una respecto a otra, sin embargo, siendo rigurosos, es más acertado aseverar que el fenómeno condominal y su aparición, se explica mejor, en cambio, con la mera relación entre propiedad privada individual y propiedad privada común.

Esta es a nuestro juicio, la mejor explicación de la aparición y funcionamiento de la propiedad condominal, razón de porque se arguye que el condómino es siempre y todas luces un fenómeno de naturaleza dualista, puesto que, de nuevo, forzosamente existe a propósito de la bipartición de la propiedad privada individual y la propiedad privada común —si es que acaso propiedad privada no es ya una tautología—, pero no como autoexclusión de una respecto a otra, sino como un sistema relacional entre estas dos dimensiones inmobiliarias. Ese relacionamiento es su razón de ser.

Pero de ser así, cabría preguntarse lo siguiente: ¿cuál es el criterio para que el fenómeno condominal sea lo que ha sido descrito hasta aquí y no lo sean los parques frente a las casas contiguas en un vecindario común, la plaza de un barrio respecto a las viviendas de los vecinos a su alrededor o las carreteras en relación con los locales de comerciantes de ambos lados de la vía?

O más importante aún: ¿por qué a las propiedades llamadas condominios si se aplica la teoría dualista y no al resto de las propiedades de una ciudad? O a la inversa, ¿por qué si se ha demostrado que son incorrectas las abstracciones de las teorías colectivistas de propiedad condominal, estas si son correctas para el resto de la sociedad fuera del condominio? ¿Dónde termina materialmente un condominio? ¿En la entrada, en las escaleras, en el jardín de afuera? ¿Si se asume que el condominio es un fenómeno relacional entre propiedades privadas fundidas y entrelazadas, que es lo que impide que en las calles y aceras fuera de las unidades se puedan adoptar las reglas del condominio y anexarse la mismo en virtud de este relacionamiento? 

Sin caer en una falacia de composición o, a la inversa, en la falacia de división, a la manera en que ha sido explicitada por Aristóteles en sus “Refutaciones sofisticas” (1982), esto es, lo que ocurre cuando se asume que lo que es verdadero para el conjunto también es verdadero para cada una de sus partes —en el caso de la falacia de división, y lo contrario para el caso de la falacia de división—, lo que se cuestiona es el criterio detrás, el supuesto de hecho que permita de definir el límite material de las reglas de una sociedad de copropietarios del resto de la sociedad.

En otras palabras, como el núcleo de la crítica radica en la ausencia de criterios jurídicos teóricos para justificar el límite de copropiedad, sobre todo, sin que con ello se caiga en razonamientos que trasgreden los horizontes de la teorización jurídica invocando argumentos políticos, filosóficos-políticos, o científicos-políticos —si es que se quiere admitir el problemático estatuto científico de los estudios del fenómeno político—, se tiene que, en caso de no existir ningún fundamento de esta índole, como en efecto sabemos que no se tiene, se admite con ello, desde luego, que aquello que llamamos Derecho es un campo de estudio y un espectro de la sociedad subyugado o atravesado por el poder político y los intereses políticos de los Estados-nación, y de ser así, damos fuerza a las palabras de Leoni, cuando expone que la evidencia histórica nos muestra que el Derecho tiene que ver más con un proceso espontaneo de la sociedades que un esquema planificado por el dictamen de legisladores arrogantes, y que lo que puede ojearse hoy en el panorama del tratamiento de lo jurídico es una traición al verdadero Derecho en su egida histórica y fenoménicamente concebido.

(Nota: esta publicación corresponde a la segunda parte del ensayo del autor, si no ha leído la primera, puede acceder aquí.)

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La copropiedad en disputa: esbozos metajurídicos para un acratismo condominal (parte 1)

Por Ilxon R. Rojas, coordinador local de EsLibertad Venezuela

En el contexto de la organización de la propiedad privada inmobiliaria, cuya estructura material se distingue por ser múltiple, contigua y estar una respecto a otra fundida y entrelazada formando un sistema semicerrado de copropietarios, resulta imprescindible el establecimiento de normas convivencia y armonía entre vecinos residentes. Por lo que es de esperarse entonces, el surgimiento, con arreglo a las voluntades concomitantes, de formas de autorregulación jurídica de las áreas comunes y en atención a las eventuales externalidades.

En efecto, a tenor de la aparición de normas sustantivas para la regulación de dicha organización, en la plena consideración de su especificidad factual, se han esbozado varias teorías jurídicas relacionadas, y que prima facie es posible sintetizar en los dos grupos siguientes:

1. Teorías colectivistas de la propiedad condominal.

Este tipo de teorías intentan enhebrar una explicación del fenómeno condominal poniendo énfasis en cierto carácter de generalidad de disposición internalizada en la subjetividad de los residentes sobre la totalidad multiforme de los bienes inmuebles en que residen, de modo que dicha internalización dota a cada uno de ellos de una idéntica facultad jurídica para la disposición y disfrute de la copropiedad, y su vez, para la asunción de las responsabilidades y costos que esto conlleva.

Según la Dra. Palacios (2005 p. 75), siguiendo de cerca la discusión doctrinaria, uno de los tratamientos más relevantes que se han elaborado en cuanto al tópico de la naturaleza jurídica de fenómeno de la propiedad condominal, ha sido mediante lo que se llama la “Teoría de la unificación del derecho de propiedad”, con la cual se ha pretendido que, sin considerar siquiera la notoria pluralidad de sujetos y la evidente pluralidad de propiedades entrelazadas y fundidas unas con otras, lo que acontece es un único derecho de propiedad atribuido al grupo, en la medida en que es considerado como entidad colectiva o “persona jurídica constituida por esa colectividad”,  que ejerciendo su facultad jurídica legitima, goza de la titularidad como administrador actuante y unívoco, sobre el conjunto de los bienes inmuebles.

Así mismo, también se habla de la “Teoría monista de la propiedad condominal”, con la que se quiere hacer ver algo similar a la teoría anterior, aunque con ciertos matices, tal como lo acota la Lic. Valderrama (2010 pp. 97-98), al explicar que esta teoría concibe al condominio como “una falsa división de derechos de propiedad y copropiedad”, a razón del carácter indivisible de los derechos (a los que llama “derecho especifico”) que se despliegan, bien sea, mediante la materialización de su uso común o individual, o mediante la organización de esa misma dicotomía sobre la “copropiedad indivisible”.

Lo que tienen en común estas teorías, no es la negación de copropiedad como tal, sino la negación de su cotitularidad, lo cual se traduce, a todas luces, en una contravención de la propia definición de condominio, puesto que con ella se alude a la concurrencia de varias personas en ejercicio del dominio sobre los bienes inmuebles entrelazados y fundidos. En efecto, esta comprensión más realista del fenómeno condominal pareciese desvanecerse y se habla en su lugar de un dominio único, el dominio del colectivo, un derecho colectivo que pertenece al grupo que administra y organiza el conjunto de los bienes.

Frente a este tipo de teorías, se puede erigir una crítica iusfilosófica trayendo a colación el problema de las abstracciones. Este problema, en rigor, sostiene que, si todos los conceptos con lo que se pretende hacer referencia a fenómenos presentes en nuestra esfera de experiencias responden a meras abstracciones, no todos los conceptos que pretenden haber sido abstraídos de las intuiciones sensibles se obtienen de la verificabilidad que proporciona su correlato empírico.

Siguiendo a Bruno Leoni en lecciones de Filosofía del Derecho (2013 p. 63), vale afirmar que, si en la consideración en que se contrastan los conceptos de individuo y colectivo, es cierto que el individuo como concepto corresponde a una abstracción, así también es una abstracción la edificación conceptual del colectivo, llámese grupo o sociedad. No obstante, hay una diferencia abismal entre una cosa y otra, que guarda relación con que la abstracción que corresponde al concepto de individuo se puede correlacionar empíricamente, mientras que de la abstracción que corresponde al concepto de colectivo, no es posible hallar su derivación de la intuición sensible, por el hecho que de nadie puede afirmar haber tenido experiencia de la colectividad, o hacer referencia de haber experimentado a un ente llamado sociedad, comunidad o grupo, pero es a todas luces innegable admitir haber tenido la experiencia respecto de los individuos, o experiencia interindividual, ergo, la experiencia de la relación factual de un individuo con los demás individuos resulta ser consustancial a la abstracción del individuo como concepto, es decir, con la idea indeterminada de individuo, y en ese sentido, si se quiere aducir una abstracción adecuada de la sociedades o colectivos, aunque sea a razón de una economía del lenguaje, es propicio elucubrar su concepto reconociendo que aquello de lo cual se dice tener experiencia y que se puede llamar sociedad o colectivo, no debe ser tratado y entendido más que como un conjunto de individuos situados en un espacio y tiempo concretos. Todo fenómeno social que no permite ser abstraído de la experiencia hacia la conceptualización, debería considerarse como un empleo ficcional de los conceptos. 

Ahora bien, ¿cómo aplica esto a la crítica de las teorías colectivistas de la propiedad condominal?

Muy sencillo, tras la dilucidación de cómo deben efectuarse abstracciones correctas, se tiene que de la presencia de conceptos en dicha teoría que se expresan queriendo analogar la acción de los colectivos como si estos fueran individuos per se, como si fueran agentes conscientes con independencia de la actuación e intencionalidad de los individuos residentes, se aduce con ello, una mala comprensión de la naturaleza del fenómeno condominal.

Por lo tanto, con estas teorías colectivistas de la propiedad condominal no puede sostenerse más que una ficción conceptual por el yerro de la imposibilidad de verificación sensible que proporciona la experiencia del mundo. Porque de la pluralidad de propietarios de un complejo inmobiliario fundido y entrelazado, no se sigue una singularidad del legítimo derecho de propiedad de los residentes por la mera condición de ser todos propietarios al unísono.

Pero resulta más importante aún, el hecho de que, a propósito de este error metodológico, se pretendan producir leyes regulatorias de la propiedad condominal. Pues si bien es sabido que hay un margen enorme de autorregulación del condominio debido a las reglas de derecho que el condominio se da a sí mismo mediante su reglamento, también existe un cúmulo de normas “jurídicas” (Constitución Nacional, Código Civil, Ley de Propiedad Horizontal, Ley Orgánica de Justicia de Paz, etc.), que se inmiscuyen en su funcionamiento, además de las sentencias y los criterios jurisprudenciales que han sido dictadas al respecto (véase la interpretación vinculante del artículo 138 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela que ha dictado la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia mediante sentencia Nro. 1.658 de 16 de junio de 2003). Así, se tiene que no solo la sustancia jurídica del derecho condominal se haya limitada y cercenada por calculadores extraños a su propio funcionamiento inmanente como lo son el legislador y la magistratura, sino también la posibilidad de dar tratamiento adjetivó del derecho condominal en este sentido autorregulatorio, pues esta posibilidad está desterrada por mandato constitucional de acuerdo a su mentado articulo 138 que reza “Toda autoridad usurpada es ineficaz y sus actos son nulos”. A tenor de ello, el jurista Delvis Echandía expone lo siguiente:

“El sistema no está concebido para que los particulares se sustituyan en esta función y de manera anárquica y arbitraria persigan dirimir sus conflictos. Esto es una función del Poder Público, que a través de los órganos respectivos, previstos en la Carta Fundamental, les corresponde impartir justicia (órganos del Poder Judicial).” (Devis Echandía, citado en la sentencia ut supra). Queda clara y distinta entonces la mentada imposibilidad. Pero volviendo al núcleo de la crítica, más allá de que pueda justificarse la legitimidad de esta producción legal que impone esa imposibilidad y el solemne ropaje teatralizado por intervención judicial que lo aplica y con sus criterios la hace más sofisticada y compleja, cualquiera que efectué el equívoco de las abstracciones, estaría sometiendo a perjuicios y descalabros locales, a la sociedad a la que pretende regular y garantizar su seguridad jurídica. Por suerte, el siempre sesgado legislador venezolano no ha suscrito esta teoría ad literam, ha optado por el mal menor y se ha encaminado por una combinación de las teorías especiales de la propiedad condominal, tal como veremos a continuación.

(Nota: esta publicación corresponde a la primera parte del ensayo del autor, puede acceder a la segunda parte aquí.)

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  • Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. (1999). Gaceta Oficial Extraordinaria Nro. 36.860.
  • Leoni, B. (2013). Lecciones de filosofía del derecho. Unión Editorial.
  • Palacios, E. (2005). La Copropiedad. En Revista Jurídica «Docentia et Investigatio» (Vol. 7, Número 1, pp. 73-82).
  • Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, Sentencia Nro. 1.658. (2003). http://historico.tsj.gob.ve/decisiones/scon/Enero/06-180107-05-1692.htm
  • Valderrama Cabrera, M. (2010). Problemas, soluciones y ficciones en el condominio del Distrito Federal. https://biblio.upmx.mx/tesis/121910.pdf

¿Por qué la estética importa?

Por Diego Castillo

@DiegoMexican28

Por estetica se entiende la comprensión de la belleza en el arte. La persona promedio, nunca se ha detenido a pensar en la cuestión de que exista una relación entre la estética y los valores éticos.

Para empezar, los artistas (arquitectos, pintores, músicos, etc.) No elaboran sus obras como lo hacen así como así. Implícitamente tienen un conjunto de valores en el que se basan para plasmar algo.

Esos valores descansan en los fundamentos éticos de las civilizaciones, no en sus sistemas economicos, por lo que no puede existir una «estética capitalista» y una «estética socialista» en si mismas.

Un ejemplo de esto, fue la Unión Soviética y el pacto de Varsovia durante el periodo estalinista, se construyeron palacios de cultura impresionantes en Polonia y Rumania, las estaciones del metro en Moscú, ornamentadas con candelabros y murales con temática ortodoxa, por ejemplo, y por la existencia de músicos como Prokofiev, Shostakovich o Jachaturian.

Esos arquitectos y músicos seguían psicológicamente influenciados a nivel implícito por el resto de Europa, y no fue si no hasta después que habría intentos de emular un perfil de «belleza» propia.

-Si es que a edificaciones como el antiguo palacio de la cultura de Berlín se le puede considerar bello.

Vale la pena notar que cada campo artístico se relaciona uno con otro, tanto en su apariencia como en los valores, no fue en vano que Goethe afirmó «la arquitectura es música congelada y la música es arquitectura líquida».

La estética occidental está basada en la recreación de la tridimensionalidad, por eso la mayoría de los cuadros pintados desde la época renacentista hasta mediados del siglo XX se caracterizaron por un llenado de espacio recreando la realidad lo mejor posible.

Con la música sería algo similar, solo que proyectando imponencia a través de la complejidad de los sonidos, corales, solistas u orquestales.

La arquitectura buscaría, bajo esos valores, dar una imagen deslumbrante, y de glorificación a la creatividad e ingenio humano, así como la feminidad y masculinidad. Eso debería explicar la existencia de frescos y murales en las iglesias, museos y ciertos palacios tanto reales como para otros usos civiles donde se exalta la figura humana, y se retratan episodios cotidianos, o religiosos.

Con los codigos de vestimenta tradicionales es igual. Estos, al menos en nuestra cultura, nos recuerdan que hombres y mujeres tenemos naturalezas distintas y aún así, una cualidad humana en común.

En su conjunto, una oda a la grandeza humana y a su propia naturaleza creativa, reflejada implicitamente en el Génesis, cuando según este, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, es decir, como amo de la creación material.

Las personas que encuentran hermoso esto, es porque sus propios valores son compatibles con los que el pintor, arquitecto, musico, etc. Proyectan.

Hay sus excepciones. La izquierda (que odia Occidente) por tanto, no puede promover una estética occidental y al mismo tiempo aborrecer su ética inspiradora.

Hace semanas, cuando un parlamentario maorí en Nueva Zelanda se quejó de no poder entrar en las reuniones con sus colegas ya que no tenía puesta una corbata.

A esta prenda la llamó «lazo colonial» que introdujeron los blancos a su tierra, pero mas tarde dijo que excluirlo por eso no permitiría ejercer la democracia (un valor ético occidental) correctamente.

Saber esto es una gran ventaja contra la cultura de la cancelación, en especial tomando en cuenta otra ventaja, la occidentalización del mundo.

Por esas razones desconfíen de quien pueda encontrar «hermosa» la ropa de la contracultura o ciertos edificios brutalistas.