Por Roymer Rivas, coordinador local de EsLibertad Venezuela y teórico del Creativismo Filosófico.
Desde tiempos inmemorables, un concepto se ha apoderado de la especie humana hasta el punto en el que ha llegado a fundamentar todos y cada uno de los pensamientos y las acciones del individuo y, por extensión, la sociedad[1]. Este concepto puede sintetizarse en una palabra: colectivismo; el cual se sostiene en la idea de que el grupo es más importante que el individuo y, por consiguiente, éste debe someterse al colectivo.
Cautivos de este concepto, que muchos enemigos de la razón y la libertad se han encargado de predicar como el camino hacia la felicidad o la plena realización humana, la humanidad se ha visto envuelta en una espiral descendente rumbo hacia la miseria anímica y mediocridad absoluta. Sin embargo, también existe un concepto liberador denominado individualismo —némesis del colectivismo— que sirve de base para el progreso y la felicidad. Pero ¿qué es el individualismo y hasta qué grado y en qué campos llega a enfrentarse contra el colectivismo? La respuesta a esta pregunta no es intranscendente, dado que las creencias son el fundamento de nuestra existencia y, por consiguiente, enmarcan nuestras acciones.
En principio, para poder entender el individualismo hay que comprender un concepto esencial, este es: egoísmo, el cual proviene del latín y se forma con “ego”, que significa ‘yo’ o ‘ser individual’, y el sufijo “ismo”, que alude, entre otras cosas, a ‘tendencia’ o ‘practica’; por lo que se puede decir que el ego es el fundamento de lo individual –que es personal, único, particular, especial, irrepetible– y que “egoísmo” es ‘práctica del yo’; ergo, el individualismo es la expresión incondicionada o absoluta de la personalidad del individuo.
La antítesis de este modo de vida es el colectivismo, un sistema de creencias que se manifiesta y confronta a la persona de dos maneras: uno visto desde afuera —como orden político—, en donde el individuo es como un engranaje de una gran maquinaria social rígida; y el segundo es de índole espiritual, a nivel interno, donde la persona considera que su existencia se encuentra definida y atada a la percepción u opinión de todos, menos él; derivando en una personalidad restringida por una masa anónima, a quien sigue ciegamente y rinde cualquier tipo de sacrificio en su beneficio, sin importar si es en detrimento del individuo actuante.
De lo antes expuesto se infiere que, si alguien no expresa el “yo”, su personalidad y voluntad libérrima, entonces no es auténtica en el sentido en que no responde a sí misma —no es o manifiesta lo que realmente es—, sino que responde a otros —“es” lo que parece que es, dicen que es o debería ser a los ojos de terceros—. A modo de ilustración, es como si un animal de la “especie 1” se definiera como “especie 2”, solo porque todos los animales que le rodean dicen que debería ser tal cosa o lo ven como tal cosa; en otras palabras, su definición existencial —pensamiento, actuación, modo de vida— es la respuesta a una pregunta hecha a otros, es una definición que “el ser” tiene sobre su propio “ser” soportada y estructurada en el “yo visto a través de los ojos de otros”, en lugar del “yo visto por el yo”.
Es por este motivo que el principal campo en el que llega a enfrentarse el individualismo contra el colectivismo es en el espiritual; la lucha es principalmente moral y no política, es en el alma del hombre —lo que inevitablemente “es” versus lo que “debería ser” según quienes le rodean, el colectivo—. De hecho, el “individualismo versus colectivismo” en la política es solo una exteriorización del problema espiritual de los individuos que carecen de autoestima, mente y valores propios, llegando a definirse y vivir según criterios ajenos a su “yo”.
Esta cuestión fundamental se manifiesta de forma sublime en la novela “El Manantial” (Ayn Rand); donde se aprecia el contraste entre la moral individual y la moral colectiva que guían las diferentes decisiones y acciones de cada uno de sus personajes. Entre ellos se encuentran Howard Roark, Peter Keating y Ellsworth Toohey.
Howard Roark es el protagonista de la historia, un hombre que desde joven decidió ser arquitecto; ama lo que hace al grado de imaginarse construcciones en distintos espacios que visita y deleitarse con la posibilidad de ser él quien las construya; además, considera que las estructuras arquitectónicas están vivas al igual que los seres humanos y que “su integridad consiste en seguir su propia verdad, su tema único, y servir a su único objetivo”[2], en el sentido de que cada detalle debe tener una razón objetiva de ser, y no solo estar por estar; para él, cada forma “tiene su propio significado” al igual que cada persona crea su propio significado, forma y objetivo[3].
Desde el inicio vemos a Roark oponerse al convencionalismo social, su forma de ver la arquitectura le lleva a luchar contra el establishment fundado en el culto a la tradición arquitectónica carente de originalidad —para quienes la cantidad de personas que apoye una idea, y no la razón, determina si la misma es verdad o no—. La escena que mejor ilustra este hecho es cuando el protagonista se encuentra hablando con el decano de la facultad de donde fue expulsado por su rebeldía; cuando éste intentaba ayudarlo dándole la oportunidad de quedarse a cambio de que ‘fuera más razonable’ —lo cual quería decir: ceder ante el grupo—, le dice que “todo lo bello en la arquitectura ya se ha hecho”, que solo podían intentar repetir las obras de los grandes maestros del pasado, llegando al punto de afirmar que “nada en la arquitectura ha sido jamás inventado por un solo hombre” porque “el propio proceso creativo es lento, gradual, anónimo y colectivo, donde cada hombre colabora con los demás y se subordina a los criterios de la mayoría”[4]. A lo cual Roark responde que la facultad ya no tiene nada que enseñarle y que no le importan las reglas impuestas por la mayoría, porque él se guiaba por sus propios principios.
Las motivaciones de Roark para llevar a cabo su trabajo y demás acciones son puras, integras y totalmente independientes de las personas que le rodean; él solo quiere edificar porque disfruta su trabajo, y lo hace de la mejor manera para él mismo, según criterios propios y no según criterios ajenos; respondía solamente a “la esencia de un hombre: su [propia] capacidad creativa”[5]. De este modo, su personalidad quedaba marcada en cada cosa que hacia y las mismas cobraban vida a su manera, extraña y personal, al nivel en que los espectadores solo podían pensar en la declaración: “a su imagen y semejanza”[6].
Esta actitud le hace rechazar trabajos cuya aceptación implicaba no respetar la integridad de su trabajo, a pesar de que podrían haberlo ayudado a salir de sus problemas económicos e, incluso, darle fama; porque él no construía “con el fin de servir o ayudar a nadie”, “no tenía intención de construir con el fin de tener clientes, sino que quería tener clientes para poder construir”[7]. Este fuerte principio queda manifiesto cuando decide dinamitar las viviendas Cortlandt Homes que él había diseñado en secreto a Keating, porque se había roto la única condición por la que había accedido a hacer los planos: respetarlos tal cual como él los había hecho[8].
En contraste a Roark, tenemos a Peter Keating, quien en algún tiempo quiso ser artista, pero eligió la carrera de arquitectura por satisfacer los gustos de su madre. En toda la historia, Keating es un ser que vive “de prestado”[9], es decir, ve su vida a través de las personas que le rodean, carece de principios solidos y se rinde ante las voluntades de los demás; le afectaba su soledad, se pregunta cada momento “si la gente lo está mirando” y no sabe lo que quiere en la vida. Sus motivaciones y acciones, su esencia, se revelan muy bien en la novela cuando le pregunta a Roark si debe aceptar la beca en la École des Beaux-Arst de París o trabajar con Francon, pues, su intención era solamente impresionar a otros, lo que le llevaba a fundamentar sus acciones en el “¿Qué dirán?”[10].
Con el fin de ganarse el favor de las personas, Keating llega al punto de dañar a quienes le rodean para escalar en la sociedad[11] y acudir a Roark cuando tenía problemas de diseño que no puede resolver; incluso se daña a sí mismo de cierto modo al decidir casarse con Dominique Francon por el impacto que causaría en otros, y no con Catherine Halsey, a quien realmente amaba. En suma, Peter Keating es un ser sin “yo”, mediocre, incapaz de perseguir sus intereses personales, cuyo valor personal depende de los demás[12] y no tiene escrúpulos para alcanzar la fama.
Por otro lado, Ellsworth Toohey es la personificación del colectivismo, predica el vivir por los demás a costa de la esencia del ser, pretende eliminar la grandeza patente en la originalidad[13] y todo el sistema de valores del individuo hasta destruir su autoestima. Con este fin, promueve a seres mediocres, haciéndolos alcanzar la fama, opacando y obstaculizando a quienes aman su trabajo y muestran la grandeza de la creatividad humana. Quizá la manifestación más palpable de su accionar es cuando le dice a su propia sobrina Katie —Catherine Halsey— que “debe saltar afuera de su espíritu y dejar de querer algo” porque “los hombres son importantes sólo en relación con los demás”[14]. Sin embargo, a pesar de decir que es la voz de las masas, su verdadera intención es “mandar sobre el mundo”.
Toohey se da cuenta de que es más fácil gobernar sobre seres sin principios sólidos, sin yo, puesto que la nada —la persona hecha nada— es incapaz de oponerse a algo[15], y todas sus acciones se enmarcan en dicho pensamiento —lo cual representa muy bien a personajes como Hitler, Chavez, Fidelidad Castro, Marx, Lennin, entre otros, que buscamos gobernar sometiendo la esencia humana—.
Por ello podemos decir, a modo de resumen, que en El Manantial se ve una sociedad amorfa y moldeable, de individuos sin “yo”, que no se traicionan a sí mismos porque han suprimido casi por completo ese sí mismo, que carecen de principios sólidos, que son incapaces de perseguir sus metas[16] y cuyo valor propio depende del cómo lo vean terceros. En palabras de Rand, la autora, son «colectivistas en su alma». En cambio, vemos a Roark expresar su voluntad libérrima a pesar de la oposición de quienes le rodean —oponiéndose a la esclavitud de verse a través de ojos ajenos— y, aunque su objetivo no era ayudar a otros, perseguir su fin personal sin dañar a nadie fue el medio por el cual algunos se beneficiaron, demostrando que el individuo debe prevalecer sobre el colectivo y que solo usando la mente creativa en busca de la felicidad personal se puede alcanzar una sociedad feraz sostenida en el tiempo.
En esta línea, haciendo un paralelismo, de una u otra forma la sociedad actual se encuentra sumergida en un estado existencial donde los parámetros de la verdad y la mentira, así como la definición de las diferentes existencias que se encuentran allí sumergidas —incluyendo las personas—, son fijados por lo común, la mayoría, la farándula, el vecino, el político de turno, los valores impuestos, por más absurdos que sean, etc., la gente teme pensar por sí misma, prefieren decir cosas que otros han dicho para evitar ellos decir nada —porque de la nada, nada sale; y de lo colectivo no puede salir pensamientos singulares—. Por ello, hoy día se necesitan más personas dispuestas y capaces regir su vida por valores individuales y no por los colectivos, porque al final son este tipo de personas las que terminan creando cosas o escenarios que beneficien al colectivo que tanto parece odiarlos. Y en la medida en que más o menos personas así existan, más o menos progreso real se observará en la sociedad.
En este sentido, y a modo de conclusión, me gustaría citar unas palabras que Roark le dice a Peter Keating: “Peter, antes de que puedas hacer cosas por los demás, debes ser el tipo de hombre que puede hacer las cosas. Pero para conseguir que las cosas se hagan, debes amar hacerlas, y no las consecuencias secundarias. El trabajo, y no a las personas. Tus propios actos, y no cualquier posible objeto de tu caridad. Me alegraré si la gente encuentra un mejor modo de vida en una casa que yo haya diseñado, pero ése no es el motivo de mi trabajo. Ni mi razón. Ni mi recompensa”. Este tipo de valores individualistas, bien entendidas, son los que dan felicidad a una persona. Aprendamos a no ser colectivistas en el alma y a sí expresar nuestra voluntad libérrima sin importar las circunstancias.
[1] Para el presente escrito se entiende sociedad como una abstracción de todas las interacciones que realizan los individuos entre sí, donde los mismos intercambian información, muchas veces del tipo practica –tacita, inarticulable– que, a su vez, crean instituciones que influyen en sus acciones. Véase a Huerta de Soto (2005) en: Socialismo, Calculo Económico y Función Empresarial. Madrid, España. Tercera edición publicada por Unión Editorial. Pág. 69.
[2] Ayn Rand. (2019). El Manantial. Publicada por Editorial Deusto. Pág. 30.
[3] Ibidem.
[4] Ibidem. Págs. 29-31. Cursivas mías.
[5] Ibidem. Pág. 428.
[6] Ibidem. Pág. 426. Palabras de quienes vieron la casa de Roger Enright construida por Roark. Su personalidad expresada en sus construcciones era muy notoria, y queda ilustrado cuando Gay Wynand lo elije para edificar su casa porque todos los edificios del país que le gustaron los había hecho él (véase pág. 752).
[7] Ibidem. Pág. 33.
[8] Ibidem. Pág. 813-815, 855-856, 864-866.
[9] Ibidem. Pág. 849.
[10] Ibidem. Pág. 41-45, 73.
[11] La primera victima de Peter fue Tim Davis, un diseñador que trabajaba para la firma de Francon, a quien engañó forzando su despido; él lo veía como “la sustancia y la forma del primer paso en su carrera profesional. Otra víctima fue Lucios Heyer, a quien le ocasionó un ataque al corazón.
[12] Ibidem. Pág. 98.
[13] Ibidem. Pág. 309-405, 447, 485, 493. Para él, lo personal es maligno, la grandeza de la personalidad reside en el colectivo y el amor propio es innecesario.
[14] Ibidem. 506-507. El fin es “perder la identidad y olvidarse del nombre del alma” –yo–.
[15] Ibidem. 892-900. Es por eso que tanto trabajó en suprimir la esencia humana, para mandar sobre la humanidad.
[16] Este hecho es evidente cuando el decano no tenía por qué’s para defender sus premisas (pág. 28-34), así son casi todos en la novela.