La fatiga de la Democracia: ¿Estamos perdiendo el interés en la participación cívica por exceso de Estado?

Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es Coordinadora Nacional de EsLibertad Venezuela.

«… una comunidad que se organiza para limpiar un parque o crear una biblioteca local, más que generar un impacto social y un sentido de logro que ninguna acción gubernamental puede replicar, demuestra cuan fuerte es su sociedad«

Oriana Aranguren

¿Para qué votar si al final nada cambia? ¿Para qué involucrarse en los asuntos de la comunidad si las decisiones importantes se toman en despachos lejanos, por personas a las que nunca conoceremos? Estas preguntas, que resuenan cada vez con más fuerza en las conversaciones cotidianas y se reflejan en las crecientes tasas de abstención electoral de muchas democracias consolidadas, no son meros síntomas de cinismo, más bien son el eco de una queja profunda que adolece el sistema que tanto nos ha costado construir: la Democracia, una fatigada.

Tradicionalmente, entendemos la Democracia como el derecho a elegir a nuestros gobernantes, en un escenario de cultura de participación activa, donde los ciudadanos son los protagonistas de su destino colectivo, o al menos así lo venden. Sin embargo, este ensayo argumenta que la expansión desmedida del Estado y su intervención en casi todos los aspectos de la vida, lejos de fortalecer la Democracia, puede estar generando precisamente una fatiga cívica, es decir, que el ciudadano opte por no inmiscuirse en los asuntos públicos y, en casos extremos, hasta se olvide del sentido de comunidad con sus más cercanos.

La paradoja de nuestro tiempo es que, en el afán de crear un Estado que nos proteja y solucione todos nuestros problemas, de hecho, estamos debilitando la voluntad ciudadana para gobernarse a sí misma, demostrando, de esta manera, que no es que la Democracia esté condenada a fallar por sí misma, sino que el exceso de un tipo de régimen la asfixia lentamente: la hipertrofia del Estado.

El Estado omnipresente: cuando la solución se vuelve parte del problema

Para comprender esta dinámica, es crucial definir qué entendemos por “hipertrofia de Estado”. En principio, no se trata simplemente de una cuestión de tamaño presupuestario o de número de funcionarios públicos, sino de su alcance. Un Estado se vuelve excesivo, gigante, cuando trasciende sus funciones esenciales —que, si partimos de un pensamiento más minarquista, es: garantizar la seguridad, impartir justicia y proteger los derechos fundamentales— para convertirse en el gestor principal, y a menudo exclusivo, de la economía, la educación, la salud, el bienestar social e incluso de las decisiones más íntimas de la vida cotidiana, actuando bajo la premisa de ser una entidad omnisciente y benevolente, cuya intervención es necesaria para corregir cualquier imperfección de la sociedad —con la retorica de que es para el mismo bien de la sociedad, el “bien común”—.

Esta omnipresencia e hipertrofia se manifiesta en una abrumadora centralización de las decisiones, es decir, cuando el poder para regular, financiar y administrar se concentra en aparatos burocráticos centrales que reduce drásticamente el espacio para la iniciativa individual y la autoorganización comunitaria, dejando en manos de los políticos el destino de millones de personas. Sin embargo, si el Estado “lo resuelve todo” o, más precisamente, “lo regula todo” —como les gusta a los socialistas—, la pregunta lógica que emerge en la mente del ciudadano es: ¿Para qué debo involucrarme? Esto es: que cuando el Estado es grande, la necesidad de asumir responsabilidades a nivel local o personal disminuye, ya que existe una entidad superior encargada de ello —o que dice encargarse—, por lo que el resultado es una ciudadanía que aprende a esperar en lugar de actuar, a solicitar en lugar de crear, en suma, a no ser proactiva a la hora de solucionar sus mismos problemas —por más pequeños que sean en muchos casos—.

Podemos ilustrar este fenómeno con ejemplos claros y concretos: en la economía, una regulación excesiva, a menudo justificada por la protección del consumidor o la estabilidad del mercado, puede convertirse en una barrera insalvable para la pequeña empresa y el emprendimiento, pues la maraña de permisos, licencias e inspecciones no solo consume tiempo y recursos que podrían destinarse a la innovación, sino que disuade a muchos de siquiera intentarlo. De este modo, el ciudadano no percibe al Estado como un árbitro justo, sino como un guardián burocrático que sofoca la iniciativa y, con ello, la capacidad de la sociedad para generar riqueza y empleo de forma orgánica. ¿El resultado? La responsabilidad de la prosperidad se traslada íntegramente a las políticas gubernamentales.

Pero vayamos ahora a lo cotidiano, a la comunidad: donde vivo, por ejemplo, extremadamente muy pocos vecinos —menos del 2% de una población de 500 casas, donde hay, en promedio, 3 personas por cada una— se preocupan por arreglar el problema de alcantarillado, porque esperan que el Estado venga a solucionarlo, a pesar de que han pasado meses sin respuesta y de que, como estamos en época de lluvia, la calle de desborda casi todos los días. Y estoy segura que podemos encontrar muchos casos como estos en muchos lugares donde el Estado medie todas las interacciones humanas.

Esto ilustra como un Estado, que dice ser muchas veces “de Bienestar”, que pretende cubrir cada contingencia de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte, puede, sin quererlo —o a veces queriendo, no subestimemos las ansias de poder de muchos políticos—, erosionar las redes de apoyo naturales, como es el caso de la caridad, la ayuda mutua y la filantropía, que históricamente fueron pilares de la cohesión comunitaria, y que se ven opacadas o sustituidas por programas estatales impersonales. Si nos detenemos un poco y observamos a las personas en nuestra cotidianidad, veremos cómo diariamente, por solo mencionar un ejemplo, la responsabilidad por el vecino en apuros se delega a una agencia gubernamental, transformando un acto de solidaridad voluntaria en una obligación fiscal anónima. Así, la comunidad deja de ser una red de apoyo mutuo para convertirse en una colección de individuos que dirigen sus demandas hacia el mismo proveedor central: el Estado.

La erosión de la responsabilidad y la iniciativa cívica

Como ya mencionamos, el modelo de Estado omnipresente tiene una consecuencia psicológica y social devastadora: la erosión sistemática de la responsabilidad individual y la iniciativa cívica, puesto que, a medida que el gobierno asume más y más funciones, los ciudadanos son sutilmente reeducados para delegar sus responsabilidades. De esta manera, los problemas que antes se consideraban del ámbito personal, familiar o comunitario —la educación de los hijos, el cuidado de los ancianos, la seguridad del barrio— pasan a ser percibidos como “problemas del Estado”. En resumen, el ciudadano deja de ser un agente activo, un protagonista de su propia vida y la de su comunidad, y pasa a ser un cliente pasivo, un receptor de servicios, un mero espectador de las políticas públicas.

Esta delegación genera una profunda desconexión entre el esfuerzo individual y el resultado colectivo, deja de haber sentido de pertenencia, lo cual lleva a que, cuando surja un problema social, como el deterioro de un espacio público, la respuesta instintiva ya no es “organicémonos para solucionarlo”, sino “exijamos al gobierno que actúe”. Como el ciudadano paga sus impuestos y emite su voto, cree que todo acaba allí, sin reparar en que el vínculo directo entre su contribución y la mejora tangible de su entorno se vuelve opaco y distante en un régimen de Estado centralizado, dominado por un grupo pequeño que, por lo general, se encuentra muy distante de los problemas de la mayoría.

En este punto, se hace necesario recordar que el proceso burocrático es lento, impersonal y, a menudo, frustrante, y, junto a la falta de retroalimentación positiva, aniquila la motivación para participar. Por ello, el libertario debe velar por fortalecer a la comunidades, construir las cosas de abajo hacia arriba, porque una comunidad que se organiza para limpiar un parque o crear una biblioteca local, más que generar un impacto social y un sentido de logro que ninguna acción gubernamental puede replicar, demuestra cuan fuerte es su sociedad, fundamentada en la libre interacción entre sus miembros, unos que cooperan y se coordinan para solucionar problemas comunes. Entendiendo esto, entonces, podemos comprender que, cuando se priva a las personas de estas oportunidades, por extensión se les priva también de los músculos de la ciudadanía.

La Democracia como espectáculo

No obstante, cuando la ciudadanía activa se retrae, puede que la Democracia no desaparezca del todo —ya dependerá de la concepción que tenga cada uno sobre el término—, pero sin duda alguna se transforma en algo muy distinto: un espectáculo, porque la participación se reduce a su mínima expresión, convirtiendo el voto en un acto cada vez más pasivo y ritualista. En lugar de ser la culminación de un proceso de deliberación e implicación continua sobre asuntos públicos, las elecciones se convierten en un acto esporádico de adhesión o de protesta, sin repercusión significativa alguna para un cambio.

En un escenario así, los ciudadanos no eligen a representantes para que ejecuten una voluntad común que ellos mismos han ayudado a formar, sino que escogen a la figura o al partido que promete ser el “gestor” más eficiente de la enorme maquinaria estatal. Es decir, se vota por quien administrará mejor nuestras vidas desde arriba, no por quien nos facilitará las herramientas para administrarlas nosotros mismos desde abajo, convirtiendo a la política en un producto de consumo, y a los ciudadanos en meros espectadores que aplauden o abuchean desde la grada.

Asimismo, otra de las consecuencias más peligrosas de este modelo es la intensificación de la polarización y el tribalismo, porque cuando el Estado concentra un poder tan inmenso sobre los recursos, la economía y la vida social, el control del gobierno se convierte en el premio máximo, en un juego de suma cero en el que ganar una elección ya no significa simplemente tener la oportunidad de implementar un programa político, sino obtener el poder de moldear la sociedad entera a imagen y semejanza de la propia ideología, sin contrapeso ciudadano alguno. En este contexto, la facción contraria —la “oposición”— ya no es vista como un adversario con ideas diferentes con quien se puede convivir en un marco de libertad, sino como una amenaza existencial que, si alcanza el poder, utilizará el aparato estatal para imponer su visión y sus valores sobre todos los demás.

En última instancia, la política deja de ser un debate sobre cómo administrar lo común para convertirse en una guerra cultural por el control total, y las personas comienzan a pelear por ver quien puede hacerse con dicho poder, sea de forma directa o indirecta —aprovechando los amigos que sí tienen capacidad de decisión o incidencia—, siendo una confrontación por el control del Estado que absorbe toda la energía cívica, dejando poco espacio para la cooperación y el consenso.

Tan solo vea las discusiones y/o debates de los políticos, o quienes pretenden serlo: el foco de todas ellas, en gran medida —si acaso no por completo— se centra casi exclusivamente en lo que el gobierno hace, deja de hacer o debería hacer; el progreso y el bienestar se miden en términos de gasto público, nuevas regulaciones o programas estatales, distorsionando por completo la noción de una sociedad próspera. Todo, menos fijar la vista en las ideas de libertad, en que la verdadera riqueza se crea a través de la innovación empresarial, la cooperación voluntaria, la fortaleza de las familias y la vitalidad de las comunidades locales.

Hacia una sociedad con alta y fortalecida participación cívica

En conclusión, la tesis es clara y preocupante: el crecimiento desmedido del alcance estatal, aunque a menudo bien intencionado, provoca una peligrosa fatiga democrática, fomenta la pasividad, erosiona la responsabilidad individual, desconecta al ciudadano de los resultados y convierte la política en una batalla campal por el control de un poder centralizado. Es necesario entender que la apatía y el cinismo no surgen de la nada, más bien son respuestas lógicas a un sistema que relega al ciudadano al papel de espectador de su propia vida y sus propios problemas

La solución, por tanto, no puede encontrarse en más intervención estatal o en programas diseñados desde arriba para “fomentar la participación”, porque hacerlo es como intentar apagar un fuego con gasolina, sino que debe pasar por una reconsideración fundamental del papel del Estado, donde se reduzca su alcance y se devuelva el poder y responsabilidad a los individuos, las familias y las comunidades locales. En suma, se trata de aplicar el principio de subsidiariedad, a saber: que los problemas se resuelvan al nivel más bajo y cercano al ciudadano posible. Esto no implica necesariamente la aniquilación del Estado, sino su reubicación en lo que algunos consideran su justo y limitado lugar: como garante de la libertad, no como administrador de la vida —aunque los anarcocapitalistas sostendrían que para todo ello habría que eliminar el Estado por completo; pero eso es otro debate que aquí no compete—.

La tarea es monumental, porque requiere un cambio de paradigma tanto en gobernantes como en gobernados. En nuestro caso, los comunes, los civiles, quienes no pertenecemos a la alta jerarquía de la estructura estatal, comprender este asunto nos obliga a hacernos una pregunta incómoda: ¿Hemos delegado en el Estado, probablemente muy grande, nuestras responsabilidades, al punto en el que ahora nos está privando del oxígeno necesario para ser ciudadanos libres y responsables? Es para reflexionar. Por otro lado, y probablemente tocando un punto más profundo, cabe preguntarse: ¿Es posible mantener una Democracia vibrante cuando el Estado absorbe cada vez más facetas de nuestra existencia, dejándonos sin nada propio que construir, defender y amar? La respuesta que demos a esta pregunta definirá la salud de nuestras democracias en el siglo XXI, una salud que, a mi juicio, es paupérrima, pero aún así deja espacio al debate.

La cronarquía del Estado: ¿Cómo el Estado se adueña de tu tiempo y por qué no debería hacerlo?

Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es Coordinadora Nacional de EsLibertad Venezuela.

«el Estado es la institucionalización del das Man, es el “uno” que dicta que los individuos debemos pagar impuestos, cumplir con las regulaciones, servir al ejército, imponiendo metas colectivas que responden a una agenda externa a nuestras elecciones«

Oriana Aranguren

En su búsqueda incesante por el sentido, el ser humano ha medido, dividido y conceptualizado el tiempo. Así, ha logrado convertirlo en calendarios, horarios, cronómetros, o cualquier otra cosa que refiera a esa coordenada en lo que conocemos como “espacio-tiempo” de lo que se habla en el campo de la física, y que muchas veces lo reducimos en la cotidianidad a una herramienta de organización, o una métrica de productividad. No obstante, este tiempo solo nos contiene; es decir, es la realidad en la que nos encontramos sumergidos, no nos pertenece en sentido estricto, no lo controlamos.

Caso distinto es el tiempo de la experiencia vivida, la percepción que tenemos de la misma, marcada por la subjetividad de cada individuo, y que lleva a que, por ejemplo, aprehendamos de diversas formas la duración subjetiva de un beso con un ser querido, la eternidad de un momento de pánico, la fugacidad de una década feliz. En lo que respecta a este tiempo, que llamaremos: tiempo de la consciencia, no es un contenedor, sino que es parte esencial del contenido mismo de nuestra existencia, en constante devenir. Los segundos que transcurren en el reloj no son una simple marca, sino un fragmento irrecuperable de nuestra propia existencia, impregnada de percepciones, razones, sentidos, significados. En suma, podría decirse que es el sostén de la vida humana, en la medida en que es el fundamento sobre la cual se erigen nuestras elecciones, proyectos y anhelos.

Esta afirmación no es una mera pretensión filosófica abstracta sin ningún tipo de sustento; ya estudios sobre neurociencia muestran cómo la percepción del tiempo, pasado, presente, futuro, convergen en el aquí y ahora para que el individuo pueda elegir, establecerse metas y visualizar el camino a seguir para poder alcanzar lo que se propone. Todas las funciones del cerebro, en sinergia, hace que siempre vea hacia el futuro —prospectividad—, uno de apreciación subjetiva que se enmarca, a su vez, en las otras dos patas de la mesa de la temporalidad: pasado y presente[1].

Desde esta perspectiva, el principio libertario de la propiedad de uno mismo —self-ownership, en inglés—, es decir, la idea de que cada persona es el único y exclusivo dueño de su cuerpo y mente, encuentra su manifestación más tangible en la propiedad sobre nuestro propio tiempo. Esto es: ser dueño de uno mismo significa ser dueño de cada momento que compone nuestra vida; y ser dueño de mi vida no es otra cosa que ser dueño del tiempo con el que cuento para desarrollarme, en tanto individuo. Cada decisión sobre cómo asignar ese tiempo físico —segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, etc.—, el cual sobra significado para mí gracias al tiempo de la consciencia, que asigna valores, es un acto de soberanía —o debería serlo—. Negar esa condición, y permitir su violación, es atacar en gran medida la misma naturaleza humana y, por extensión, la libertad en su raíz, que es precisamente lo que hace el principal agresor contra la libertad humana: el Estado.

En el presente texto me propongo desarrollar la idea self-ownership hasta las últimas consecuencias, argumentando que el “tiempo personal”, marcado por ese (i) “tiempo físico” y (ii) la experiencia de ella —tiempo de la consciencia—, constituye una esfera de la soberanía individual que debería ser inviolable, pero que el Estado se ha encargado de socavarla sistemáticamente, creando una especie de estructura en el que se ejerce un control ilegítimo sobre el tiempo de los individuos, tratándolo como un recurso público susceptible de ser confiscado, administrado y redistribuido por la fuerza. En última instancia, el Estado en sí mismo constituye una “Cronarquía” —crono, de tiempo; arquía, de gobierno o poder—, es decir, un régimen en el que se ejerce coacción y somete al tiempo de las personas, porque se opera bajo la presunción de que el tiempo personal de los individuos es un recurso colectivo, una reserva a disposición del poder político[2]. Por ello, la cronarquía estatal, el Estado en sí mismo, es moralmente inaceptable y constituye la forma más íntima y totalitaria de opresión.

Veamos las implicaciones de esto:

El tiempo personal: una propiedad primigenia

En la tradición filosófica liberal, partiendo de John Locke, la propiedad se origina cuando el individuo mezcla su trabajo con un recurso natural no poseído, extendiendo se esa forma su propiedad sobre sí mismo a los objetos externos con los que se haga a través de su trabajo y esfuerzo. Así, un individuo es dueño de la tierra que cultiva o de los recursos que transforma. Sin embargo, aunque es un argumento poderoso, se detiene un paso antes del origen de todo, porque no repara en que ese acto de mezclar el trabajo con la naturaleza presupone un elemento anterior y más fundamental, a saber: el tiempo invertido en dicho trabajo.

Antes del trabajo, está el tiempo personal; antes de que exista propiedad sobre la tierra arada, la herramienta forjada o la casa construida para el refugio, está la necesidad de ser propietarios de las horas de vida dedicadas a la creación de todas las cosas. En principio, el trabajo no es más que la aplicación de la energía y la inteligencia de un individuo a lo largo de un segmento de tiempo; por lo tanto, el tiempo invertido en llevar a cabo alguna acción es el componente crucial que transfiera la propiedad. El tiempo personal es, ante todo, el capital primigenio de la existencia humana; en otras palabras, el tiempo personal no es solo la condición para crear propiedad, sino que es la forma más pura de capital humano.

Esto cobra mayor sentido cuando caemos en cuenta que el ser humano puede nacer sin tierras, sin bienes, pero nace con un capital: tiempo, uno personal, por lo cual constituye: tiempo personal, tiempo de vida[3]. Es el tiempo personal, el experienciar el mundo en un plano intertemporal, el medio existencial en el que toda otra propiedad se adquiere, se utiliza y se disfruta. Sin tiempo, la propiedad de las cosas es inútil. En este marco, hemos de recordar un refrán trillado, pero de gran profundidad, para efectos del mensaje transmitido hasta ahora: “nadie se lleva cosas materiales cuando muere”[4]; un palacio, una biblioteca o una fortuna son estériles para quien no tiene tiempo para habitarlos, leerlos o gastarlos. He aquí una verdad fundamental, irrefutable: el valor de todas las propiedades es contingente y derivado del valor primario del tiempo de vida del individuo que los posee.

De hecho, esta propiedad original sobre el tiempo posee características únicas que la hacen aún más fundamental que la propiedad sobre objetos, ya que cumple y supera el famoso “proviso” de Locke, que exige que, al apropiarse de algo, uno debe dejar “suficiente y de igual calidad” para los demás —con el fin de evitar el monopolio de bienes, asegurando que la apropiación no perjudique a otros—. A modo de ilustración: mi decisión de dedicar mi lunes a escribir un libro no disminuye en absoluto el lunes del que dispone mi vecino para construir una silla, o lo que sea que quiera hacer con su tiempo. En pocas palabras, el acervo de tiempo no es un bien común divisible que uno pueda acaparar en detrimento de otros, porque cada individuo llega al mundo con su propio e intransferible caudal de tiempo personal. En principio, puede que estemos hablando de la dotación más equitativamente distribuida en el origen de la existencia humana, aunque su duración medida por la física —(i)— sea incierta para todos, pero que cada uno experimenta de forma única —(ii)—.

Esta soberanía temporal no es una mera abstracción, más bien es la condición de posibilidad de la libertad misma, es decir, de esa condición en la que podemos actuar según nuestras preferencias, sin que medie la coacción. Los libertarios hoy hablan de “auto-propiedad”, pero no reparan en ese eslabón que sustenta y hace posible la manifestación práctica y continua de dicha auto-propiedad: el tiempo personal. Ser dueño de uno mismo significa, momento a momento, ser el único con el derecho a decidir qué hacer con el siguiente instante; no es un lujo, sino la definición operativa de una vida humana libre. Por ello, cada decisión sobre el uso de nuestro tiempo es una reafirmación de nuestra naturaleza, y ceder el control sobre ello no es como ceder el control sobre un objeto, sino cederlo sobre nuestra propia identidad y proyecto de vida. En este sentido, entonces, cualquier agresión contra el tiempo personal es una agresión directa contra el ser de cada individuo.

La cronarquía en acción: anatomía de la agresión temporal del estado

Lo anterior tiene implicaciones políticas bastante profundas, pues, si aceptamos que el tiempo es la propiedad más fundamental del individuo, la mayoría de las acciones del Estado deben ser reevaluadas, porque el Estado es el mayor “cronarca”, es decir, el principal agresor contra el tiempo personal de las personas. De diversas formas, obvias o sutiles, la mayoría de las agresiones estatales son consistentes con la expropiación forzosa de fragmentos de la vida de los individuos; cuando el Estado interviene, no solo está regulando la economía o proveyendo servicios, sino que impone por la fuerza una agenda sobre el tiempo de los individuos. De este modo, la cronarquía constituye un sistema de apropiación o confiscación temporal de las personas. Veamos al respecto algunos casos concretos:

1.      El impuesto como esclavitud o trabajo forzado

La agresión cronárquica más evidente, directa y cuantificable es la tributación. Los impuestos no son simplemente una sustracción de dinero; son una sustracción del tiempo de vida que un individuo tuvo que invertir para generar ese dinero. Es crucial analizar los tributos en su esencia temporal; por ejemplo: si la carga fiscal promedio de una persona es del 20%, significa que el 20% de su tiempo laboral —2 de cada 10 horas, 1 de cada cinco días— no le pertenece. Durante ese tiempo, no está trabajando para sí mismo, para su familia o para los fines que él elija, sino que está siendo coaccionado a trabajar para los fines del poder político. Imagina ahora que el porcentaje aumenta, ¿Podemos hablar de esclavitud o de una forma normalizada de trabajo forzado?

Sea como fuere, esto tiene efectos que van más allá de la mera sustracción de recursos, ya que genera un profundo daño psicológico y una distorsión de los incentivos; en el fondo, el conocimiento de que una porción significativa del fruto de tu esfuerzo será confiscada reduce la motivación para trabajar más duro, para innovar, para asumir riesgos, etc., lo que representa una “pérdida de peso muerto”[5] que no aparece en los balances del aparato estatal, sino que es una pérdida de energía humana, de creatividad y de progreso que se disipa en la apatía o la evasión. En este marco, entonces, el “día de la liberación de impuestos” —que es el Día del año en que un ciudadano promedio teóricamente deja de trabajar para el Estado y empieza a trabajar para sí mismo— debería ser un día de luto nacional, un recordatorio anual del tiempo de vida que ha sido expropiado a todos los miembros de la población.

2.     La burocracia como ladrón del tiempo personal

Más allá de los impuestos, la cronarquía opera a través de la asfixia regulatoria y burocrática, siendo una forma de agresión más sutil, pero igualmente devastadora. Cada formulario que debe ser llenado, cada licencia que debe ser solicitada, cada fila en una oficina estatal, cada inspección que debe ser atendida, representa un robo de tiempo personal. Y si se quiere abrir un negocio, el asunto es aún peor, en muchos casos, porque, en lugar de solo apelar a las acciones que directamente tienen que ver con la operatividad del negocio, el Estado hace recorrer todo un camino para obtener los permisos y licencias necesarios para operar, así como —arbitrarias— normativas laborales complejas que requieren de la contratación de asesores solo para entenderlas, haciendo que se pierda el tiempo y recursos monetarios en ello, en lugar de operar y servir al consumidor directamente, lo antes posible. En suma, es tiempo personal consumido en el proceso burocrático impuesto por el Estado.

Ahora, multipliquemos este conjunto de transacciones burocráticas por millones de ciudadanos y empresas, y podremos vislumbrar el océano de tiempo personal que el Estado drena de la sociedad cada año. Así, y por si fuera poco, la Cronarquía regulatoria solo crea una casta de parásitos del tiempo, a saber: burócratas cuyo trabajo consiste en consumir el tiempo personal de los demás. Por lo tanto, no solo hablamos del coste de hacer negocios, sino incluso de grandes barreras existenciales no naturales —entiéndase: que responden solo a la existencia impuesta por el Estado— que muchas veces protege a las grandes corporaciones establecidas y privilegiadas, que pueden permitirse departamentos enteros para navegar la burocracia, y aplasta el espíritu del pequeño empresario. En ambos casos, sin embargo, se dedica tiempo solo para saldar las normativas arbitrarias, un tiempo personal que se pudo haber dedicado a la innovación, la creación, el descanso o el cuidado de nuestros seres queridos.

3.     El servicio militar obligatorio y el encarcelamiento

Ahora bien, la cronarquía alcanza su máxima expresión en el servicio militar obligatorio y el encarcelamiento por crímenes sin víctimas. En el caso del servicio militar obligatorio, el Estado se arroga el derecho de secuestrar a un individuo durante meses o años, expropiando la totalidad de su tiempo y controlando cada aspecto de su existencia, al punto en el que se le dice cuándo despertar, qué comer, qué vestir, qué pensar y, potencialmente, se le ordena matar o morir por causas que el individuo no ha elegido.

De manera similar, el encarcelamiento por “crímenes” que no agreden la propiedad ajena, o a un tercero —como el consumo de ciertas sustancias, la expresión de ideas impopulares o acuerdos voluntarios entre adultos— constituye una de las más graves agresiones temporales, dado que el Estado confisca violentamente años o décadas del futuro de una persona encerrándolo en la cárcel, haciendo perder su tiempo, su potencial y su proyecto de vida en una celda.

Pero la ilegitimidad e inmoralidad de éste tipo de confiscación de tiempo personal no solo reside en el tiempo robado en sí, sino también en el coste de oportunidad que representa, tendiente al infinito. En los años en el que el Estado somete el cuerpo y tiempo de los individuos, éste podría haber fundado una empresa, haber escrito una novela, haberse enamorado y formado una familia, o haber descubierto una cura para una enfermedad, o puede que simplemente no haya logrado nada de eso y se haya dedicado a sumergirse en el vicio, pero el punto es que el Estado elimina toda posibilidad de cambio para mejor, en beneficio de las personas que rodean al individuo, la sociedad, y el individuo mismo; ese futuro potencial es borrado del universo para siempre porque el Estado busca castigar al individuo por mero capricho[6].

Una deuda de tiempo personal del Estado: el contrato social como servidumbre hereditaria

Todo lo anterior encuentra su justificación más persistente y arraigada en la ficción del contrato social, en el que se fundamente una “educación” —adoctrinamiento, en realidad— que inculca que hemos consentido tácitamente ceder porciones de nuestra libertad y nuestro tiempo, a cambio de seguridad y servicios —muchas veces deficientes—. No obstante, un análisis riguroso revela este concepto no como un contrato, sino como un fraude, porque un contrato válido exige consentimiento explícito, voluntario e informado por parte de todos los firmantes, y en el caso del mal llamado “contrato social”, nadie ha firmado el pacto. Más bien, hemos nacido en él, como un siervo medieval nacía en una tierra que no le pertenecía, con obligaciones preexistentes hacia un señor que nunca eligió.

Pero, por si esto no es suficiente, lo que ha derivado de ese supuesto contrato es una deuda de tiempo personal perpetua e intergeneracional, ya que el Estado, con su insaciable apetito de gasto, recurre al endeudamiento público, consumiendo de este modo el tiempo de los ciudadanos, condenándolo a pagar dicha deuda a través de los impuestos o la inflación. En principio, lo que el Estado hace con el gasto y la deuda es hipotecar el tiempo personal de cada uno de los miembros de la sociedad que domina y dominará —presente y futuro—, porque éstos deberán invertir dicho tiempo en saldar una deuda que ellos no han tomado. Cada bono de deuda emitido por el Estado es una reclamación legal sobre la productividad futura de niños que hoy juegan en el parque y de individuos que aún no han nacido, condenándolos a un mundo donde ya se les ha impuesto una carga, una obligación de dedicar miles de horas de su vida a pagar los intereses de deudas en las que no incurrieron, para financiar proyectos que nunca aprobaron. En suma, es una forma de servidumbre hereditaria, una transferencia de cadenas temporales de una generación a la siguiente, pero normalizada como “política fiscal” en “beneficio de la sociedad”.

En este marco, el individuo no nace libre, la soberanía individual es una farsa desde el nacimiento, porque ya es un deudor temporal del aparato estatal por imposición de un gravamen que precede su elección personal. Así, la relación natural —el individuo nace libre y puede elegir asociarse a medida que desarrolla sus facultades de juicio en el tiempo— se invierte: en lugar de que el individuo sea el soberano que puede, si lo desea, contratar servicios de protección o arbitraje, el Estado se posiciona como el acreedor primordial que le permite al individuo quedarse con una porción de su propio tiempo solo después de haber cobrado su deuda impuesta. Por consiguiente, romper con la cronarquía exige repudiar la noción de deuda no consentida, reafirmando el principio de que ninguna persona tiene el derecho de vender y/o adjudicarse el tiempo de otro por medio de la fuerza.

La alternativa libertaria: un mercado de tiempo personal

¿Cuál es la alternativa a la Cronarquía? Una sociedad basada en el respeto radical al tiempo personal, en donde la disposición del propio tiempo sea un derecho supremo, y toda interacción humana tenga el escenario para que los intercambios sean voluntarios. Y tal sociedad no es una utopía abstracta, sino una simple universalización del principio que ya aplicamos en nuestras interacciones más éticas y productivas en nuestra cotidianidad, cuando el Estado no está en medio de lo que realizamos.

El mercado, en su forma más pura, no es más que un vasto sistema de intercambio voluntario de tiempo, información y talento. Cada persona que se dedica a prestar algún servicio, elige invertir su tiempo en ello, en servir, y nosotros elegimos voluntariamente compensarlo —con cosas que también requirieron inversión de nuestro tiempo—; no hay coacción, sino cooperación; cada precio, cada salario, cada contrato en un mercado libre es un reflejo de cómo millones de individuos valoran y asignan voluntariamente su tiempo personal. Por tanto, eliminar la carga fiscal coercitiva, la asfixia regulatoria y las imposiciones burocráticas, solo liberarían billones de horas de tiempo personal, que podrían aprovecharse mejor para el desarrollo del individuo y la sociedad.

En este punto, hay quienes pudieran argumentar que en un sistema así los pobres serían “forzados” por la necesidad a vender su tiempo personal por poco, pero éstos no ven que es precisamente la cronarquía la que perpetúa la pobreza, en la medida en que roba capital a través de los impuestos, destruye oportunidades con la regulación y devalúa los ahorros con la inflación, reduciendo drásticamente la acumulación de capital que es necesaria para aumentar la productividad y, con ella, los salarios reales. En una sociedad libre, el capital se acumularía más rápidamente, haciendo que el trabajo —el tiempo personal aplicado— fuera cada vez más valioso. Además, los enormes recursos hoy consumidos por el Estado estarían disponibles para la ayuda mutua y la filantropía voluntaria, formas de asistencia mucho más dignas y eficaces que la caridad forzosa y burocrática del Estado de Bienestar. En suma, la liberación del tiempo personal es, a todas luces, la mayor y más eficaz política “antipobreza” que pueda existir.

Conclusión: la abolición de la cronarquía como imperativo moral

La batalla contra la cronarquía no es solamente política o económica, como ya mencionamos, sino que tiene implicaciones filosóficas. La existencia del Estado impone al individuo de forma tiránica a interrumpir su flujo vital, su proyecto creativo, para someterse a los ritmos artificiales y externos de la burocracia y el fisco. Para Martin Heidegger, de hecho, la existencia humana —Dasein— como un “ser-allí” —o siendo-allí— intrínsecamente temporal, que está constantemente proyectándose hacia un futuro de posibilidades, es auténtica —Eigentlichkeit— cuando la persona asume la propia finitud y elije las propias posibilidades, es decir, es dueño de su propio proyecto de vida; en contraste, la existencia humana inauténtica —Uneigentlichkeit— refiere a aquella que se deja caer en el “uno” o “la gente” —das Man—, permitiendo que otros sean quienes dicten sus posibilidades y decisiones, su tiempo personal.

En este marco, podemos decir que, en buena medida, vivimos en una sociedad de seres no auténticos, porque el Estado —el cronarca— impone sus directrices y dicta las posibilidades y decisiones del tiempo personal de los miembros que la conforman. Es decir, el Estado es la institucionalización del das Man, es el “uno” que dicta que los individuos debemos pagar impuestos, cumplir con las regulaciones, servir al ejército, imponiendo metas colectivas que responden a una agenda externa a nuestras elecciones. En esencia, el Estado ataca directamente el “ser-para-sí” —o siendo-para-sí—, porque lo limita de su capacidad de ser causa de sí misma, reduciéndolo a un “ser-en-sí” —o siendo-en-sí—, es decir, a un mero objeto, un recurso a plena disposición de los burócratas, un engranaje de la maquinaria estatal. La coacción al tiempo personal es, pues, un asalto a la posibilidad misma de una vida auténtica.

Por todo ello, podemos concluir que el Estado no debe robar el tiempo personal porque constituye la misma vida de las personas, una manifestación de su existencia; pero hacerlo también es un ataque a la propiedad primigenia, la fuente de la cual emana la legitimidad de toda otra propiedad; y, por último, desde un punto de vista más utilitario, no debe hacerlo porque destruye el florecimiento humano, coarta la creatividad y la cooperación que dan paso al buen vivir en comunidad, a la civilización.


[1] Al respecto, ver: Joaquín Fuster. 2014. Cerebro y libertad: los cimientos cerebrales de nuestra capacidad de elegir. Publicado por Editorial Planeta, S. A., capítulos 3, 4 y 5.

[2] Violencia, fuerza, coacción, que son los medios por los cuales un grupo somete la voluntad de otros a su voluntad. Al respecto, ver: Franz Oppenheimer. 2014. El Estado, su historia y evolución desde un punto de vista sociológico. Traducido por Juan Manuel Baquero Vázquez y publicado por Unión Editorial.

[3] Y si apelamos a la filosofía de Heidegger, es el tiempo el ser mismo del ser humano, en tanto humano, una realidad a la que se encuentra arrojado, ser-allí —o siendo-allí—, y que debe reconocer, aceptar y, en muchos casos, afrontar para dar sentido a su existencia. Al respecto, ver: Martin Heidegger. 1927. Ser y tiempo. Edición electrónica de la Escuela de Filosofía de la Universidad ARCIS. Traducción, prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera.

[4] Alguien podría decir que una persona puede ser enterrada con cosas materiales, pero el mensaje de fondo es que, aun si eso pasa, es la condición de estar vivo lo que permite asignar valores a las cosas, por lo que para un muerto sirven las propiedades lo mismo que sirve un paraguas para un pez en el desierto. Es completamente inútil.

[5] Este es un concepto económico, también conocido como “pérdida irrecuperable de eficiencia”, que refiere a una reducción del excedente económico total, indicando una pérdida de beneficios tanto para consumidores como para productores. Con ello, se transmite la idea de que los impuestos crean un escenario en el que la sociedad en su totalidad no logra, ni logrará, alcanzar el bienestar que podría alcanzar dadas las condiciones presentes sin impuestos, porque el poder político mutila esa capacidad al limitar a los miembros que la conforman.

[6] Algunos puede que recurran a la expresión de que la cárcel para personas que realizan “crímenes” sin víctimas es una especie de “pago a la sociedad”, pero, ¿Cómo podría constituir un pago a la sociedad una sentencia de 2, 5 o 10 años por poseer estupefacientes para el consumo personal? Al contrario, sustraer ese tiempo personal deriva en mutilar muchas posibilidades futuras para el individuo y la sociedad. Este tipo de actos es la cronarquía en su manifestación más brutal, porque se secuestra la única vida que esa persona tendrá, es el secuestro de la existencia misma en nombre de una moralidad impuesta por la fuerza.

La administración pública: ¿Más Estado o mejor Estado?

Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es Coordinadora Nacional de EsLibertad Venezuela.

«Es importante resaltar que un Estado limitado no es un Estado débil, sino uno que reconoce sus propios límites. No monopoliza servicios, no compite con el ciudadano y no actúa como juez y parte en los procesos económicos y sociales.»

Oriana Aranguren

Durante décadas, la administración pública ha sido concebida como la gran maquinaria encargada de ejecutar las decisiones del Estado, regular la vida de los ciudadanos, gestionar servicios y, en muchos casos, intervenir en áreas que van desde la economía hasta la cultura. Su rol tradicional ha estado íntimamente ligado al modelo estatista: uno que asume que el Estado todo lo puede, todo lo sabe y todo lo debe regular. El resultado de esto ha sido predecible en muchos países: burocracia asfixiante, ineficiencia, un sistema clientelar donde la fidelidad política vale más que la competencia técnica, falta de transparencia y, muchas veces, corrupción.

Desde la mirada liberal, esta concepción es insostenible y, en consecuencia, surge una pregunta fundamental: ¿Debe desaparecer la administración pública en un Estado limitado? La respuesta es clara: en un modelo de Estado con límites bien definidos, la administración pública no se extingue, se reinventa. Su función no es expandirse, sino servir al ciudadano; no debe complicar procesos, sino simplificarlos; no debe intervenir en cada aspecto de la vida ciudadana, sino garantizar derechos fundamentales y asegurar que las reglas del juego sean claras, justas y accesibles para todos.

Sin duda, esta concepción plantea desafíos que parecen no haber sido resueltos cuando la administración pública se desprende de los modelos de Estados intervencionistas. Estos desafíos tienen implicaciones políticas, económicas, morales y tecnológicas, que han sido desglosadas a lo largo de este escrito en un intento por comprender el ideal de una administración pública verdaderamente eficiente.

El fundamento del Estado limitado

El liberalismo parte de una premisa central: la libertad individual es un valor supremo. El Estado existe para proteger esa libertad, no para socavarla. Por tanto, su rol debe limitarse a funciones esenciales e indelegables como la justicia, la seguridad y ciertas obras de infraestructura. Toda función fuera de este marco debe ser descentralizada o delegada a la sociedad civil y al mercado, que son más dinámicos, eficientes y responsables.

Varios autores han desarrollado este concepto. John Locke, en el Segundo tratado sobre el gobierno civil (1690), plantea que el Estado existe para proteger los derechos naturales del individuo: vida, libertad y propiedad. Cualquier expansión más allá de esa función debe ser cuestionada.

En la misma línea, Ludwig von Mises, en su obra Liberalismo (1927), afirma: “El Estado es el aparato de la coacción y de la compulsión. Para limitar el poder del Estado, debe restringirse su ámbito de acción.”

Es importante resaltar que un Estado limitado no es un Estado débil, sino uno que reconoce sus propios límites. No monopoliza servicios, no compite con el ciudadano y no actúa como juez y parte en los procesos económicos y sociales. En esencia, permite el desarrollo económico y social sin interferencias arbitrarias.

Entonces, ¿Cuál es el papel de la administración pública?

La idea de un Estado limitado no implica la abolición del gobierno ni la eliminación de sus estructuras operativas. Implica, más bien, una redefinición radical de sus funciones y alcances. En este marco, la administración pública —entendida como el conjunto de instituciones y personas encargadas de ejecutar las decisiones del poder político— debe asumir un nuevo rostro, coherente con los principios de eficiencia, transparencia, legalidad y respeto irrestricto a la libertad individual.

Incluso en un Estado mínimo, siempre habrá necesidad de una estructura administrativa encargada de garantizar procesos que permitan el desarrollo pleno del individuo. Su única legitimidad debe residir en su capacidad de proteger derechos, asegurar el imperio de la ley y operar los servicios esenciales con objetividad, sobriedad y transparencia.

En primer lugar, debe fungir como garante del marco legal y de la igualdad ante la ley. Esto implica una actuación guiada por normas generales e impersonales, evitando favoritismos, arbitrariedades y privilegios indebidos.

Otro aspecto fundamental es su carácter técnico, no ideológico. La administración no debe estar al servicio del partido gobernante ni convertirse en un botín político. Para ello, es clave consolidar un servicio civil profesionalizado, donde los funcionarios sean seleccionados por mérito y no por lealtades personales.

No obstante, la politización administrativa responde a una distorsión más profunda: la concentración del poder en una sola instancia. En contextos como el venezolano, esto ha significado la absorción total de los poderes públicos por parte del Ejecutivo, anulando la autonomía del Legislativo y del Judicial. El Ejecutivo actúa como una máquina cerrada, donde él mismo produce, ejecuta y valida sus decisiones, sin frenos ni contrapesos reales.

Frente a esta situación, se impone la necesidad de crear y fortalecer un sistema de contrapesos institucionales que garantice la división efectiva de poderes, preserve la autonomía de las funciones públicas y proteja al ciudadano frente al abuso de autoridad.

Finalmente, la administración pública debe operar con un alto estándar de transparencia y eficiencia. La reducción del tamaño del Estado no es únicamente un imperativo económico, sino también moral: se trata de evitar que los recursos públicos sean capturados por intereses particulares o dilapidados en estructuras inútiles. Cada gasto, cada trámite, cada política debe estar sujeta a evaluación y rendición de cuentas, abierta al escrutinio público y facilitada por herramientas de auditoría social. Es en este punto donde entran en juego dos ejes fundamentales: la tecnología y la educación ciudadana.

El uso de la tecnología para el logro de los objetivos

Transformar la administración pública bajo los principios de un Estado limitado es, sin duda, un desafío de gran envergadura. Sin embargo, esta tarea coincide con un contexto histórico favorable: el desarrollo tecnológico ofrece herramientas sin precedentes para lograrlo. Nunca ha sido más viable construir una relación directa, transparente y accesible entre el ciudadano y la administración pública. Lo que antes requería trámites presenciales y burocracia ahora puede resolverse desde una conexión a internet. La tecnología, bien empleada, es una aliada estratégica para construir instituciones más abiertas y responsables.

Podemos identificar dos grandes vertientes en las que la tecnología puede contribuir decisivamente:

1. Tecnología para facilitar procesos administrativos

La transformación digital debe enfocarse en simplificar procedimientos, reducir tiempos de espera y garantizar el acceso a servicios sin intermediarios. En este sentido, la tecnología actúa como un puente entre el Estado y el ciudadano.

Un ejemplo exitoso es el caso de Estonia, con su plataforma e-Residency, que permite a ciudadanos y residentes registrar empresas, pagar impuestos, obtener documentos y realizar trámites completamente en línea. Este sistema se apoya en bases de datos interconectadas y una identidad digital segura, incluyendo la firma electrónica, lo que garantiza la validez legal de cada operación.

Aplicado a Venezuela, sería posible desarrollar una plataforma nacional de trámites —un verdadero «Gobierno en una App»— que permita desde la emisión de partidas de nacimiento hasta la solicitud de cédulas o el pago de impuestos municipales. Esto reduciría errores, eliminaría espacios para la corrupción y aumentaría notablemente la eficiencia institucional.

2. Tecnología para la transparencia y la auditoría social

La segunda vertiente tiene un valor moral y político clave: permitir que la ciudadanía vigile al Estado. Aquí, la tecnología empodera a la sociedad civil y refuerza los contrapesos institucionales desde abajo hacia arriba.

Una herramienta prometedora en este ámbito es la tecnología blockchain, o cadena de bloques. Esta tecnología permite almacenar información de forma descentralizada, segura e inalterable. Funciona como un libro contable digital, donde cada bloque de datos está vinculado al anterior y no puede ser modificado sin alterar toda la cadena, lo que impide manipulaciones sin dejar rastro.

En el ámbito público, el blockchain podría transformar la auditoría ciudadana. Contratos, licitaciones, presupuestos y decisiones administrativas podrían registrarse automáticamente en plataformas públicas, accesibles para cualquier ciudadano en tiempo real. Esto reduciría significativamente la opacidad y convertiría al ciudadano en un actor clave del control democrático.

Llamado final: ciudadanía educada, piedra angular del cambio

Para concluir, es fundamental subrayar que ninguna reforma administrativa, por profunda que sea, podrá consolidarse sin el respaldo de una ciudadanía consciente, formada y comprometida. La eficiencia institucional y la transparencia tecnológica requieren ciudadanos capaces de interpretar la información pública, exigir cuentas y participar activamente en los asuntos colectivos. Promover una cultura cívica basada en el conocimiento de los derechos, la comprensión del funcionamiento del Estado y el uso crítico de las herramientas digitales es una tarea urgente. Solo con una ciudadanía educada será posible construir un Estado verdaderamente limitado, pero también funcional, justo y legítimo.

La raíz violeta de la Libertad: mujeres intelectuales y su legado en el pensamiento liberal

Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es Coordinadora Nacional de EsLibertad Venezuela.

«Un mundo más libre para todos por igual requiere la plena participación de todas las mentes capaces, lo cual incluye a las mujeres, que no solo pueden ser sujetos de libertad, sino sus arquitectas y sus guardianas«

Oriana Aranguren

El pensamiento político liberal, que podemos decir que, a pesar de la diferencia en su espectro político, todos convergen en mayor o menor medida en hacer énfasis en la libertad individual, los derechos naturales, el gobierno limitado y el libre mercado, ha sido una de las fuerzas motrices más transformadoras de la modernidad. Desde sus inicios, ha desafiado el poder concentrado, arbitrario, y ha abogado por una sociedad donde cada persona tenga la autonomía para perseguir su propia felicidad y desarrollar su potencial.

Sin embargo, hasta el momento, sean por las razones que sean, la narrativa histórica de esta tradición intelectual a menudo ha relegado a un segundo plano, o incluso omitido, las cruciales contribuciones de las mujeres. En vista de ello, en este artículo me propongo reivindicar esa “raíz violeta” de la libertad, explorando el aporte, grande o pequeño, de mujeres intelectuales al pensamiento liberal y libertario, y extendiendo una invitación a las mujeres de hoy a sumergirse en la intelectualidad en búsqueda de un mundo más libre para todos.

Para empezar, es innegable que los cimientos del liberalismo fueron predominantemente establecidos por figuras masculinas como John Locke, Adam Smith, Montesquieu, Frédéric Bastiat, o más recientemente Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek, que deriva en muchos otros pensadores más contemporáneos, como Robert Nozick, Murray Rothbard, Jesús Huerta de Soto, entre muchos otros, más o menos radicales, unos tendiendo más al anarquismo, otros al liberalismo clásico, otros al minarquismo. Sus ideas sobre el consentimiento de los gobernados, la separación de poderes, la mano invisible del mercado, la importancia de la libertad de expresión, el orden espontáneo —o extenso—, la acción humana, la empresarialidad innata en el ser humano, entre otros aportes, siguen siendo pilares del pensamiento liberal y libertario.

No obstante, sería un craso error asumir que el desarrollo y la profundización de estos principios fueron un monólogo masculino. Mujeres pensadoras, a menudo enfrentando barreras sociales y académicas significativas, no solo abrazaron estos ideales, sino que los expandieron, los criticaron constructivamente y los aplicaron a realidades que sus contemporáneos masculinos frecuentemente ignoraban, algunas especialmente en lo referente a la condición femenina. Podemos mencionar a algunas de ellas:

Mary Wollstonecraft, la escandalosa

Una de las primeras y más influyentes voces fue Mary Wollstonecraft, escritora y filósofa inglesa. En su obra seminal Vindicación de los derechos de la mujer (1792), Wollstonecraft aplicó de manera rigurosa los principios liberales de la razón y los derechos individuales a la situación de las mujeres, argumentando con vehemencia que la aparente inferioridad intelectual de las mujeres no era inherente, sino producto de una educación deficiente y de una sociedad que las confinaba al ámbito doméstico —era contingente—. Para Wollstonecraft, la libertad individual y la autonomía moral eran imposibles sin el acceso a la educación y la participación en la vida pública, lo que la llevó a demandar una igualdad en la educación y el reconocimiento de la capacidad racional de las mujeres, marcando un hito en la historia del pensamiento del feminismo liberal. Marcada por la época, sostenía que para que la libertad fuera verdaderamente universal, debía incluir a esa mitad de la humanidad, muchas veces relegada a las labores domésticas.

De hecho, Wollstonecraft se caracterizó por defender un orden social fundamentado en la razón —algo que se replicaría más tarde con Ayn Rand, de quien hablaremos un poco más adelante—. Si bien es cierto que muchas veces la pensadora es conocida por —aparentemente— una vida alborotada, eso no resta importancia a su lucha por la libertad, especialmente por la de las mujeres[1] y los mismos derechos de los hombres[2]. También, y a modo de dato curioso, destaca que, a pesar de ser mujer del siglo XVIII, fue capaz de establecerse como escritora profesional e independiente en Londres, algo inusual para la época, aunque murió temprano, a los 38 años de edad.

La controvertida Harriet Taylor Mill

Avanzando en el tiempo, encontramos figuras como Harriet Taylor Mill, filósofa inglesa, quien, aunque a menudo eclipsada por su esposo John Stuart Mill, fue una colaboradora intelectual crucial en obras tan importantes como “Sobre la libertad” y autora de “La emancipación de la mujer”, consolidándola como una defensora de los derechos de las mujeres. El mismo John Stuart Mill reconoció la gran influencia de su esposa en su pensamiento, en particular en sus ideas feministas. Taylor Mill defendió con pasión la igualdad absoluta ante la ley entre hombres y mujeres, en todos los ámbitos: político, legal, social y doméstico. Si bien es cierto que su pensamiento radicalizó, al punto en el que pareciera tender al socialismo, no elimina sus aportes en la consistencia de la concepción de la libertad que tenía su esposo sobre la individualidad y la libertad, argumentando que la negación de la libertad a las mujeres no solo era una injusticia para ellas, sino una pérdida para toda la sociedad, que se privaba así del talento y la contribución de la mitad de sus miembros. De alguna manera, su visión sobre la libertad y la igualdad se extendió a la crítica de las convenciones sociales que coartaban la libertad individual, abogando por una reestructuración profunda de las relaciones entre hombre y mujer.

Ayn Rand y el objetivismo

Llegado el siglo XX, la tradición liberal y, más específicamente, la libertaria, se vio enriquecida por pensadoras de la talla de Ayn Rand, quien, aunque controvertida, no se puede negar la gran influencia que ejerció en el movimiento libertario. Sin duda alguna, es la más conocida de todas, y no podía faltar en esta lista. A través de sus novelas[3] y ensayos[4], Rand desarrolló una filosofía objetivista que colocaba la razón individual, el egoísmo racional y el capitalismo laissez-faire en el centro de su sistema filosófico, conocido como: “objetivismo”.

Con su personalidad característica, Rand defendió la santidad del individuo frente al colectivismo y el estatismo, argumentando que el único sistema social moral es aquel que protege los derechos individuales, especialmente el derecho a la propiedad y a la búsqueda de la propia felicidad sin coerción, al punto en el que su defensa de la libertad individual y su crítica al poder estatal resuenan profundamente en el pensamiento libertario contemporáneo. Rand dejó plasmado en todas sus obras un contundente mensaje, a saber: que la mente individual es la herramienta fundamental de supervivencia y progreso, y que cualquier intento de subyugarla en nombre de un supuesto bien común era moralmente reprobable.

Rose Wilder Lane y su férrea defensa por la libertad individual y sus argumentos contra el racismo

Otra figura destacada, aunque quizás menos conocida popularmente, pero de gran influencia en círculos académicos libertarios, es Rose Wilder Lane. Hija de la famosa autora Laura Ingalls Wilder, Lane fue una periodista y escritora política que evolucionó hacia una defensa acérrima del individualismo y el antiestatismo. En obras como The Discovery of Freedom (1943), Lane argumentó que la historia de la humanidad es una lucha constante por la libertad individual contra la autoridad coercitiva, que busca someter la voluntad de muchos a los designios caprichosos de unos pocos. Enmarcada en su pensamiento, contemporánea con Ayn Rand, dio suma importancia de la energía individual, la creatividad y la cooperación voluntaria como motores del progreso social y económico, contrastándolos con la ineficiencia y la opresión inherentes al control gubernamental, sentándose así de este modo como una de las fundadoras del movimiento libertario estadounidense.

Cabe señalar que Rose Wilder Lane, aunque carecía de estudios formales, leyó con mucho entusiasmo y aprendió por sí misma varios idiomas, y más tarde empezaría una carrera como escritora (1908). Tiempo después, en los albores de la entrada de EE. UU. a la Primera Guerra Mundial, acepta una oferta de trabajo como asistente de redacción del personal del San Francisco Bulletin, donde rápidamente demostraría su capacidad para escribir y corregir lo que hacían otros autores, consiguiendo que su foto y firma circularan en el diario del mismo medio. Es en este periodo donde produce varias novelas, trabajos periodísticos y relatos sobre temas varios. Para 2918 consigue consolidarse como una escritora independiente, siendo nominados algunos de sus cuentos para los Premios O. Henry y volviéndose top Sellers otros tantos. Ya para finales de los años 20, Lane tenía la reputación de ser una de las escritoras mujeres mejor pagadas de EE. UU.

Sin embargo, sería en la década de los 40 hablaría más sobre su visión de la sociedad, destacando su columna semanal para The Pittsburgh Courier —el diario afroamericano más leído en el momento— (1942-1945). Desde ese momento, habló abiertamente sobre su perspectiva laissez-faire a todos sus lectores, resaltando su defensa a la libertad, sobre todo en contra del racismo[5]. En sus palabras, las categorías de razas eran ridículas, y demandaba a todos los estadounidenses a abandonar “la raza” y defender la libertad individual, aprovechando cada oportunidad que tuvo para arremeter contra las ideas del New Deal promovido por el presidente Franklin D. Roosevelt, por considerarlas colectivistas y un virus que envenenaba la mente de los jóvenes[6].

Deirdre McCloskey y su trilogía sobre las virtudes burguesas

Más recientemente, pensadoras como Deirdre McCloskey, historiadora económica y crítica social, han realizado contribuciones significativas al entendimiento liberal del progreso y la prosperidad. En su trilogía sobre la “Era Burguesa”, McCloskey ha argumentado que el gran enriquecimiento de los últimos siglos no se debió principalmente a factores materiales como el capital o las instituciones, sino a un cambio en las ideas y la ética, a saber: la creciente aceptación y valoración de las virtudes burguesas como la innovación, el comercio, la prudencia y la búsqueda del beneficio. En su obra, subraya la importancia de la libertad de ideas, la persuasión y el respeto por la dignidad individual como fundamentos de una sociedad próspera y dinámica. No conforme con esto, McCloskey también ha sido una defensora de la libertad de mercado desde una perspectiva ética, enfatizando cómo los intercambios voluntarios benefician a todas las partes y fomentan la cooperación.

Por mujeres más intelectuales

Todas estas mujeres, entre muchas otras —pensemos en Madame de Staël y su defensa de las libertades individuales frente al despotismo napoleónico; o en Suzanne La Follette y su temprano análisis libertario del feminismo en Concerning Women (1926) y su total rechazo al comunismo—, no solo adoptaron los principios liberales, sino que los desafiaron, los refinaron y los aplicaron de maneras novedosas y cruciales, demostrando, así, que la lucha por la libertad individual es inseparable de la lucha por la igualdad ante la ley, independientemente del sexo, raza o religión, y que una comprensión profunda de la libertad requiere examinar cómo las estructuras de poder, indepentientemende de sus ámbitos o campos, la limitan.

En este marco, habiendo nombrado los aportes de algunas pensadoras con más o menos relevancia, solo cabe decir que su legado es un llamado a la acción. En un mundo que todavía enfrenta numerosas amenazas a la libertad individual, desde el resurgimiento de autoritarismos hasta la expansión insidiosa del control estatal y la persistencia de desigualdades estructurales que son auspiciadas por la intervención estatal, la necesidad de pensamiento crítico y profundo es más urgente que nunca.

Cabe señalar que el pensamiento liberal y libertario ofrece un marco robusto para analizar estos desafíos y proponer soluciones que pongan al individuo en el centro, pero no todas las preguntas tienen respuestas; aún quedan espacios vacíos en donde los nuevos intelectuales, incluyendo las mujeres, pueden aportar un grano de arena para el avance teórico del mismo, para una mejor defensa de la libertad.

La invitación, entonces, se extiende con especial énfasis a las mujeres de hoy. La historia nos muestra que su participación en la arena intelectual no es un mero complemento, sino una fuerza esencial para el avance de la libertad. Dedicarse a la intelectualidad, al pensamiento profundo, a la investigación rigurosa y al debate valiente no es una tarea reservada a unos pocos, ni mucho menos a un solo género, sino que requiere curiosidad, disciplina, coraje para cuestionar lo establecido y, sobre todo, una pasión por la verdad y la libertad.

Al sumergirse en el estudio de la filosofía política, la economía, la historia y las ciencias sociales desde una perspectiva liberal y/o libertaria, las mujeres pueden no solo enriquecer estas tradiciones con sus propias experiencias y perspectivas, sino también desarrollar las herramientas para defender eficazmente sus propias libertades y las de los demás, pueden identificar y desafiar las formas sutiles y no tan sutiles en que la libertad es coartada, ya sea por la intervención gubernamental excesiva, por prejuicios sociales arraigados o por la intolerancia cultural.

Un mundo más libre para todos por igual requiere la plena participación de todas las mentes capaces, lo cual incluye a las mujeres, que no solo pueden ser sujetos de libertad, sino sus arquitectas y sus guardianas. Si bien el camino de la intelectualidad es arduo, sus frutos —la claridad de pensamiento, la capacidad de persuasión, la formulación de soluciones innovadoras y, en última instancia, la expansión de la libertad humana— son inconmensurables. Hoy, tenemos la oportunidad de seguir el ejemplo de Wollstonecraft, Taylor Mill, Rand, Lane, McCloskey y tantas otras. Más que la oportunidad, tenemos la responsabilidad de tomar el relevo y seguir arraigando esas raíces violetas del árbol del pensamiento liberal. La invitación está hecha: el mundo necesita nuestras ideas, nuestras voces, y nuestro inquebrantable compromiso con un futuro donde cada individuo, sin excepción, pueda florecer en libertad.


[1] Su trabajo más conocido es: “Vindicación de los derechos de la mujer”.

[2] Tan solo ver la carta: “Vindicación de los derechos del hombre”, enviada a Edmund Burke, en respuesta a sus reflexiones sobre la revolución francesa. Allí, Wollstonecraft ataca las premisas de Burke en defensa de la monarquía constitucional, la aristocracia y la iglesia, para hacer una defensa del republicanismo. Es, de hecho, en esta obra en la que se encuentran las ideas fundamentales para el texto que escribiría después en defensa de los derechos de la mujer: “Vindicación de los derechos de la mujer”.

[3] El manantial; La Rebelión de Atlas; Los que vivimos; Himno.

[4] Como los recogidos en la obra: “La virtud del egoísmo”.

[5] De hecho, sus columnas resaltaron las historias exitosas de los negros para así demostrar temas más amplios sobre emprendimiento, libertad y creatividad.

[6] Al respecto, puede ver: Selling Laissez-faire Antiracism to the Black Masses. Puede acceder al texto a través de: https://web.archive.org/web/20110720230350/http://www.as.ua.edu/history/html/faculty/Beito_Independent%20Review%20(3).pdf (Consultado el 19 de mayo de 2025).

El mito de la tendencia al equilibrio: ¿Por qué las tasas de ganancias no tienden a igualarse en un mercado libre?

En el presente ensayo, el autor aborda al mercado como un sistema que no tiende al equilibrio en las tasas de ganancias, entre otras, yendo incluso en contra de algunas posturas de la Escuela Austriaca de Economía, para una defensa más óptima sobre las ideas de la libertad y la economía.

Para acceder a él, presione aquí.

La circularidad venezolana y sus analistas ciegos: una respuesta a Fernando Mires y su baile en el círculo

Por Roymer Rivas, un simple estudiante comprometido con la verdad, teórico del Creativismo Filosófico.

Introducción

Desde hace un buen tiempo sostengo que Venezuela es una sociedad del bucle —llagando a decir incluso que era un buen título para un libro: “La sociedad del bucle”…—, porque a sus miembros les encanta ese retorno constante a los mismos procesos y sin sabores, a los mismos discursos, a lo mismo de todo, en cuanto a puntos esenciales de su realidad social y política se refiere. No obstante, también he resaltado que Venezuela no es una “sociedad del bucle” porque comete los mismos errores históricos —aunque es parte importante—, sino porque se ha convertido en un ente que ha internalizado la estructura misma de la repetición como su principio organizador fundamental[1], es la “maldición del mismo proceso”, como, entre otros textos, lo expresé en mi ensayo para las elecciones intrascendentes que se celebraron el 28 de julio[2].

En este marco, “el tiempo, en lugar de avanzar hacia lo nuevo, se curva sobre sí mismo, devorando cada instante en la prefiguración de su retorno. Es un laberinto temporal, una ilusión de progreso que se convierte en el más cruel de los espejismos; se invoca el cambio, se proclaman nuevas eras, pero bajo la epidermis retórica palpitan los mismos órganos ancestrales del Corpus Institutorum Societatis, impulsando las mismas pulsiones, engendrando las mismas frustraciones. Con ello, llega la fatiga. Ya lo he dicho antes, es como ir en una caminadora de hacer ejercicio, pero sin parar y sin alimentarnos”[3], como si un video se reprodujese una y otra vez, pero con diferentes caras en los personajes —aunque su estructura intelectual es esencialmente la misma—.

Por esa misma razón me ha pesado decir que “si esta sociedad no reconoce su situación, no dejará de asistir a una parodia del eterno retorno nietzscheano, aunque despojada de su afirmación vitalista y convertida en una condena a la inmovilidad. El espíritu de esta sociedad, al igual que la cubana y la norcoreana, se marchitará en la ausencia de una verdadera teleología, donde el futuro no es una promesa abierta, sino una sombra espectral del pasado.”[4]

Dadas las circunstancias, algunos parecen haber aprehendido de alguna manera tal situación —¿Por intuición?—, pero sin la profundidad necesaria para captar sus diversas implicaciones y consecuencias, llevándolos a elaborar análisis distorsionados de la realidad política venezolana, sirviéndoles para justificar posturas que adolecen del mismo vicio original. Tal es el caso de Fernando Mires, quien, en un artículo titulado: El país dónde la historia se repite[5], nos presenta una Venezuela atrapada en una recurrencia trágica, un escenario donde los actores políticos han transitado un círculo vicioso, para luego hacer un diagnóstico que choca sin reservas con una dolorosa verdad: su interpretación de las dinámicas electorales, de la “oposición” venezolana que “afrontar la crisis” y, en general, de los diversos eventos que han tenido lugar en —por lo menos— los últimos 20 años, está llena de contradicciones internas, falencias analíticas y subestimación del sistema criminal que rige en el país y que, en lo personal, he expuesto sistemáticamente en diversos artículos y ensayos.

Este ensayo se propone, en primera instancia, deconstruir críticamente los argumentos de Mires referentes a la supuesta eficacia de la vía electoral y la naturaleza de la confrontación política en Venezuela, evidenciando cómo su perspectiva, aunque lúcida en ciertos aspectos —no por nada coincidimos en la naturaleza repetitiva de la crisis en Venezuela, aunque diferimos notablemente en la evaluación de roles y la utilidad de la participación electoral—, termina por sucumbir a un optimismo que la propia realidad venezolana, y su misma narrativa, desmienten —lo cual no hacen más que inferir, que Mires, aunque critica la repetitividad de procesos, se encuentra él mismo bailando en el círculo que crítica—. En segunda instancia, nos adentraremos en la problemática caracterización de los disensos opositores —¿Son traidores o no los electoralistas, después del evento del 28 de julio?—, la matizable necesidad de factores internacionales —¿Debe depender o no el proceso nacional del apoyo internacional? ¿Por qué? ¿En qué grado o nivel? ¿Con qué fines?— y, fundamentalmente, la irresolución del dilema entre “sentar presencia” electoral y el riesgo de legitimar un sistema que perpetúa el ciclo que el propio Mires denuncia. Sin más, comencemos.

La ilusoria noción de “Victoria” y la falacia de la “estrategia probada como exitosa”

Uno de los pilares del argumento de Mires es la aseveración de que María Corina Machado, demostró que, en un escenario electoral, “la oposición unida y organizada, con objetivos claros y precisos está en condiciones de derrotar a Maduro” y que, consecuentemente, la vía electoral es una “estrategia probada como exitosa”, por lo cual es “absurdo” renunciar a ella. No obstante, tales afirmaciones se enfrentan a serias objeciones fácticas —por no decir que también filosóficas y adentrarnos en el fracaso de ese dios que llaman Democracia, no solo en el mundo, sino especialmente en Venezuela; una realidad que, groso modo, explico en la primera parte del ensayo sobre las razones por las cuales no voté el 28 de julio. A mi juicio, lo que sufrimos hoy es consecuencia directa de tal aberración de sistema[6]—.

En principio, cabe preguntarse: ¿Qué entiende Mires por “derrota” y “éxito” en el contexto de un régimen autoritario y que se perfila al totalitarismo? Si “derrotar” se limita a obtener una mayoría en el conteo de votos de los procesos electorales —como Mires parece sugerir con la “apoteósica” campaña de Machado—, estamos ante una concepción de victoria peligrosamente superficial. La historia más inmediata en Venezuela nos ha mostrado que tales “victorias” son pírricas si no se traducen en una transferencia efectiva del poder o una alteración importante de la estructura criminal que domina en el país. Esta es una verdad fulgurante que ensordece cualquier sonido de duda, y es precisamente una de las razones por las que he hablado y calificado a todos estos movimientos “opositores” del pasado y presente como “espejismos de cambio”.

El no comprender el cariz de cada uno de los problemas que hemos enfrentado es lo que ha llevado a millones a creer que se podía ganar de forma pacífica a quienes se dieron a conocer de forma violenta, llegaron al poder con un proyecto criminal, y se instalaron en él aprovechando todas las herramientas que el mismo sistema democrático les brindó.

Entre otras cosas, las elecciones para la consulta de la reforma constitucional del año 2007 y las parlamentarias del año 2015 nos recuerdan que no importa qué pase en las elecciones, quienes ejercen el poder en Venezuela imponen todo lo que se establecen como objetivos, tarde o temprano. A pesar de la aparente “derrota” del régimen en el 2007, lograron instalar un Estado comunal paralelo con leyes orgánicas y otras regulaciones, todo ello sin que la oposición mostrara su desprecio a las leyes que, a todas luces, son inconstitucionales. Y no hablemos del silencio de los poderes públicos sobre el tema y la posibilidad de reelección indefinida que se aprobó en el año 2009. “Es más, muchos de los que hoy se consideran “oposición” estuvieron a favor de algunas acciones que beneficiaban al sistema chavista en su momento, como lo fue el apoyar la ley de desarme de la población —incluyendo María Corina Machado—”[7].

Asimismo, en el 2015, millones de venezolanos celebraron la victoria de una mayoría “opositora” en la Asamblea Nacional, y puede considerarse así en circunstancias normales —énfasis en: “circunstancias normales”—, “pero no pasó mucho tiempo para que, con interpretaciones legales, el régimen desestimara la Asamblea del 2015 dominada por “la oposición”. Van y vienen argumentos de parte y parte, pero, tal como advierte la teoría e ilustra la práctica desde hace mucho tiempo, al final las mayores fuerzas del Estado, el que impone la ley, terminan ganando.”[8] En el año 2017, “el TSJ chavista emite una sentencia de desacato de la AN2015, por lo cual queda sin efecto cualquier cosa que emitiera la institución, y se atribuye a sí misma sus funciones, extendiendo además los poderes del Ejecutivo. La acción que sigue ahora es crear una Asamblea Nacional Constituyente que se colocó por encima de todos los poderes y terminó por aprobar leyes a gusto del régimen para poder reprimir a todo el que se le opusiera, aunque, a modo de chiste perverso, tal constituyente no dio como resultado una nueva constitución, tan solo fue maraña que intentó justificar las arbitrariedades del Estado.”[9]

Estas acciones del régimen son totalmente ilegales, evidentemente; nadie sensato ha de cuestionar eso. Es ilegal e inmoral, incluso si se toman en cuenta las mismas leyes y principios que ellos han creado y dicen promover. Sin embargo, “no podía esperarse otra cosa, de los bárbaros no puede esperarse más que un garrotazo, y es triste que muchos en serio creyeran que le podrían hacer contrapeso al régimen desde el poder legislativo”[10]. Entonces, es sorprendente cómo Mires tiene la osadía de decir que la oposición unida y organizada en torno a un proceso electoral puede “derrotar a Maduro” y que es “absurdo” abandonar lo que se ha mostrado como “exitoso”, porque “los cuatro puntos indican que la oposición para subsistir debe ser democrática, constitucional, pacífica y electoral”.

Aquello que Mires destaca no repara en los hechos de que, aun con la oposición unida, ellos mismos se han mostrado, más que ineficaces, en la consecución de la libertad en Venezuela, como las vitaminas que han fortalecido al régimen por tercamente continuar en una dinámica estancada —que el mismo Mires reconoce, pero que aun así, mágicamente, se olvida del pedazo de la historia que contradice su postura electoralista—. Contrario a lo que sostiene Mires, los hechos ilustran que la estrategia electoral ha fracasado para derrotar al chavismo en el sentido de lograr un cambio de gobierno. Esos supuestos “éxitos” no han trascendido de movilización o victorias contables parciales que el régimen luego ha neutralizado por completo. Esa capacidad de “derrotar a Maduro” electoralmente es una persecución tantálica por la libertad, el cambio y/o la transformación que necesita el país —un suplicio del que difícilmente se saldrá si sigue existiendo el tipo de pensamiento que sostiene Mires, lamentablemente—. La unidad que tanto reivindica Mires se ha mostrado ineficiente, sobre todo porque los medios a los que se han apelado para alcanzar los fines parecen alejarlos cada vez más de ellos.

Lo que sí es fáctico, efectivo, probado, es que la oposición y chavismo viven en una inexorable simbiosis; esa oposición venezolana es el opuesto que necesita su contrario para existir. La realidad no ha indicado otra cosa, más que eso.

En esta línea, destaca la contradicción más flagrante que reside en el planteamiento y la narrativa de Mires, a saber, que tras ensalzar la capacidad de organización y movilización de Machado y la vía electoral, él mismo introduce el desenlace de un “grotesco fraude” perpetrado por el chavismo. En este escenario, surge entonces la pregunta ineludible: ¿Cómo puede una estrategia que culmina en la anulación de la voluntad popular mediante un fraude ser catalogada como “probada como exitosa”? El “éxito” que Mires describe, esa movilización y unificación momentánea de la oposición, es un —discutible— “logro” de proceso[11], no de resultado tangible en términos de acceso al poder o transformación del sistema. De hecho, es un logro del proceso en el que han estado sumergidos en repetidas ocasiones, con el mismo desenlace. Es aquí donde la argumentación de Mires se torna inconsistente: celebra una herramienta cuya ineficacia final él mismo parece constatar, por lo cual, deja entrever que él mismo padece de la circularidad venezolana que pretendió señalar en un principio.

La subsistencia de la oposición que necesita el régimen

En este sentido, hemos de darle otra interpretación a las palabras de Mires cuando dice: “Los cuatro puntos indican que la oposición para subsistir debe ser democrática, constitucional, pacífica y electoral”, pues, es cierto, pero solo a medias. La única parte que podría considerarse verídica en la afirmación es que, efectivamente, la “oposición” venezolana necesita apegarse a esos preceptos para poder subsistir dentro de este sistema. Es precisamente esta adaptación la que la hace funcional o servil al régimen, en contraste con aquella verdadera oposición, que no es la que dice solo “oponerse” al Estado criminal, sino la que entiende realmente dónde está parada y lo que se necesita para salir de ella, esa que no ha subsistido porque ha sido asesinada, maltratada, silenciada, y no reconocida, por ambos bandos.

Es absurdo hacer tal afirmación en un contexto en el que el régimen chavista precisamente no opera consistentemente bajo estos principios con los que pretenden imputarles “éxitos” a la “oposición”. El carácter “democrático” y “constitucional” son amañados a conveniencia del poder establecido; y lo “pacífico” ha sido vulnerado en todos los casos por la represión estatal. Por lo tanto, reactivar estos puntos, sería apelar a un marco que el adversario no respeta o manipula.

Como si esto no fuera suficiente, he de recordar que, si bien los eventos electorales pueden fungir como catalizadores para coaliciones tácticas, la fragilidad y, a menudo, la superficialidad reinan en estas uniones de la “oposición” venezolana. En cada momento, sin excepción, tales uniones suelen enmascarar profundas divergencias estratégicas o, como ya he señalado antes, complicidades ideológicas subyacentes con el estatismo que caracteriza al propio régimen. Ergo, es una unidad insostenible, incapaz de generar un cambio real, pues el mismo demanda una convergencia mucho más profunda en principios y objetivos.

Balas vs votos: la dicotomía insuficiente que no capta la complejidad del poder criminal

Siguiendo con el texto, Mires articula gran parte de su análisis en torno a la dicotomía “la lógica de las balas vs la lógica de los votos”, donde el gobierno posee la primera y la oposición la segunda. Sin embargo, aunque esta formulación tiene un impacto retórico y capta una asimetría evidente, su aplicación como marco analítico resulta una simplificación que no aprehende la complejidad de las estrategias que ha implementado el régimen para su dominación autoritaria. Mires no parece entender que el problema no radica únicamente en que el régimen tenga “las balas”, sino en que también cuentan con la habilidad y los mecanismos para utilizar ese poder coercitivo —y la amenaza latente del mismo, porque por algo no pocos temen votar en este contexto— para distorsionar, manipular y, en última instancia, controlar el terreno donde se disputan “los votos” —que es la “lógica” que posee la oposición—, despojándola de su posible eficacia.

Por todo ello, no se trata de dos lógicas separadas que compiten en igualdad de condiciones, sino de una lógica —la electoral— que opera bajo la sombra y la influencia determinante de la otra —la coercitiva y el control institucional absoluto—. ¿En serio es necesario recordar que el Estado venezolano no es un árbitro neutral de la contienda electoral y que sus instituciones fungen como principales garantes de la continuidad del régimen? Así pues, la afirmación de Mires de que “la lógica de toda política abstencionista solo puede tener como objetivo una salida golpista o una invasión extranjera” constituye una generalización apresurada y una reducción de las motivaciones posibles para la abstención, aunque, he de aceptarlo, es la generalización en la que han caído esos “opositores” a los que él critica, por lo cual —en ese marco— se entienden sus palabras, pero yo no vine aquí a defender a uno y otros, sino a hacer una descripción realista de la situación venezolana, que me lleva inevitablemente a posicionarme en contra de ambos.

En esencia, dado el contexto actual venezolano y los fines que pretenden alcanzar los vendedores de humo seriales que cuentan con las cámaras de la farándula[12], la abstención es un rechazo ético y estratégico a un sistema fraudulento que solo sirve para legitimar al poder establecido, así como una toma de conciencia necesaria que fundamentará las acciones imprescindibles para una transformación más profunda.

Sobre los “traidores”, “posiciones cambiantes” y las circunstancias

En el artículo, Mires aborda la acusación de “traición” por parte de Machado hacia los sectores de la “oposición” que participarán en las elecciones de este mes, argumentando que “en política (…) no existen las traiciones. Solo existen posiciones cambiantes”. Pero, si bien es cierto que el término “traición” es sumamente cargado y que la fluidez es inherente a la política —dentro del mismo espectro del sistema, cabe decir, porque nada se concibe fuera de él, poniendo en entredicho cuan fluido es esa “fluidez inherente a la política” institucional que conocemos hoy—, esta afirmación corre el riesgo de simplificar en exceso la dimensión ética y la profundidad de las rupturas estratégicas en contextos de crisis aguda.

Mires no repara en el hecho de que desestimar por completo la percepción de “traición” en escenarios donde se percibe que se abandonan principios fundamentales o estrategias consensuadas con un alto coste popular, es obviar el componente moral inherente a la acción política. Por consiguiente, no se trata meramente de “posiciones cambiantes” —como quiere venderlo y como si fuesen simples ajustes tácticos en un juego ordinario—. En la Venezuela de hoy, que es la misma de ayer y será la misma de mañana, porque es cíclica, visto desde el foco de todos los que apoyaron el movimiento que desembocó en la participación de las elecciones del 28 de julio del 2024, un viraje estratégico puede interpretarse como la claudicación de una causa común o el menoscabo de la confianza depositada.

En esta línea, a continuación, se debe comprender que la oposición no se limita a errores de cálculo, sino que apunta a una falta de principios firmes. Es decir, la frustración que podría generar la etiqueta de “traidor”, aunque Mires la atribuya a una deriva autoritaria de Machado, es síntoma de una exasperación popular ante lo que se percibe como un patrón incoherente y de claudicación. De esto se infiere que la cuestión no es si el cambio de posición es aceptable per se, sino si dicho cambio se alinea con los fines y principios proclamados, o si, por el contrario, representa una concesión que socava la posibilidad de una transformación que se amoldaba a quienes se sienten traicionados.

Es en este punto en el que destaco que todo es visto desde la percepción de éstos, de quienes “se sienten traicionados” y, naturalmente, los que acusan a los electoralistas de “traidores”, porque, visto con lucidez y en el marco de una transformación genuina, evidentemente todos son traidores, incluyendo a Machado. Lo son porque traicionan el ideal de libertad al apelar a medios que alejan a toda una sociedad de ella, tanto aquellos que la promueven, como quienes los siguen como borregos. Al final, no se puede hablar de lealtad frente a mitómanos patológicos, cuya imaginación es un universo paralelo donde la verdad y la sensatez son turistas despistados, que han dejado la vida de muchos a la intemperie.

La interdependencia internacional, el régimen y el proceso emancipador

Siguiendo con su arranque psicótico, Mires sugiere que uno de los —supuestos— logros de Machado fue demostrar que “no es necesario hacer depender el proceso nacional del apoyo internacional, como intentó hacerlo Guaidó”. Esto es, nuevamente, una media verdad. Si bien es cierto que se puede aceptar la crítica a una sobre-dependencia de factores externos, la idea de una emancipación del contexto internacional en la lucha contra un régimen autoritario consolidado es, desde una perspectiva realista, difícil de sostener.

Para empezar, Guaidó obtuvo un apoyo internacional que hasta el momento no tiene Machado ni Edmundo González. Si falló en lo que decía que conseguiría, esa famosa consigna de “cese la usurpación, transición y elecciones libres”, fue precisamente por las fallas internas, no externas. Entonces, el argumento de Mires se cae por completo, porque el caso Guaidó que cita en su afirmación lo contradice. Con Guaidó, al principio, todos estaban “unidos”, pero no fue una unión en pro de la libertad del país, aunque así lo vendieron, sino para llenar sus bolsillos a costa de la miseria de millones de venezolanos.

Por otro lado, es necesario tener en cuenta que no estamos en el siglo XIX y XX. En la actualidad, los regímenes autoritarios no existen en un vacío; a menudo se sostienen gracias a alianzas geopolíticas, apoyo económico y diplomático externo. Venezuela es un claro ejemplo de esta dinámica. Por ende, aunque la agencia principal del cambio debe residir en las fuerzas nacionales, ignorar la influencia —positiva y/o negativa— del entorno internacional es poco realista. Pero si se quiere que algunas de esas acciones sean eficaces, es necesario una alineación interna sólida que articule todas las acciones necesarias para la libertad. En suma, es subordinar lo externo a la primacía de la transformación interna. El problema es que, con estos políticos a la cabeza, y con la calidad de seguidores que tienen, eso se presenta imposible.

El dilema irresuelto para Mires: “Sentar Presencia” vs “legitimar la farsa”

Mires expone con claridad el debate perenne dentro de la “oposición” venezolana, a saber: participar para “sentar presencia” y no “regalar” espacios institucionales, versus el riesgo de legitimar elecciones fraudulentas. Los que piden participar, en su relato, argumentan que (i) “la ausencia cuenta menos” y que (ii) “todos los éxitos de la oposición han sido electorales”. Pero, este es el punto en el que relucen los peores errores en su análisis.

Como ya se ha expresado, es falso de que “todos los éxitos de la oposición” hayan sido electorales. De hecho, en todo tiempo y lugar, se han encontrado con el fracaso. En adición, y volviendo el foco al argumento (i), muchos parecen no comprender que el valor de “sentar presencia” es cuestionable si dicha presencia se ejerce en instituciones vaciadas de poder real o fácilmente neutralizables por el régimen. Ergo, cabe preguntarse: ¿Constituye la participación electoral una presencia significativa o meramente simbólica, que contribuye a mantener la fachada de un pluralismo inexistente? Si acaso alguno llega a recibir cuotas de poder, serán bajo el yugo del chavismo, y será un regalo de espacios institucionales en un sistema intrínsecamente antidemocrático en su práctica, por lo cual terminan convirtiéndose en cómplices de sus crímenes.

Causa profunda ignominia que lleguen personas expresando cosas del tipo: “elegimos nuestro derecho a votar”, porque choca frontalmente con el sistema de control —opciones controladas— en el que vivimos. Si el proceso está viciado y las opciones son limitadas o impuestas por el poder, el “derecho a votar” se convierte en una formalidad viciada, una participación en un ritual que no altera las estructuras del crimen. El mismo Mires lo debe reconocer; es revelador que concluya su artículo con una sensación de estancamiento, al decir: “De pronto tengo la impresión (…) que en Venezuela la misma historia se repite sin encontrar jamás una salida. (…) ¿Hasta cuándo? (…) hasta que no se repita más”. Esta conclusión, imbuida de un pesimismo cíclico, socava la fuerza de sus argumentos previos a favor de la persistencia en la vía electoral como estrategia “exitosa” o inherentemente superior.

Conclusión

Entonces, si todos los caminos, el de los participacionistas y el de los abstencionistas, en las formas que se han dado, conducen a la misma repetición, el análisis de Mires, aunque agudo en la descripción del síntoma, no ofrece una terapéutica convincente. Es un analista ciego que cree ver cosas en un animal que no ha aprehendido del todo, incapaz de trascender el círculo vicioso que describe. Mires termina atrapado en su propio buble argumentativo, aunque critica la ciclicidad, sus mismas conclusiones lo llevan al mismo destino criticado en principio.

Esto no se trata de ver quien es más o menos inteligente que el otro, sino de aceptar las cosas tal cual son. Venezuela clama por una visión que trascienda la ceguera analítica y se atreva a explorar senderos genuinamente nuevos, o viejos, pero que sea eficaces, fuera del círculo donde las mismas sombras se proyectan una y otra vez. “Muchos, con la excusa de hacer algo, no ven que a veces no se trata solo de “hacer”, sino de “qué es lo que se hace”; ser útil no significa hacer lo que sea, sino hacer lo que se requiere. Ya va siendo hora de dejar de creerse parte de una solución cuando no es el caso. Luego de un cuarto de siglo deseando “ganar elecciones en tiranía”, sin mayores resultados más que la miseria en represión, véase como parte del problema y no como la solución.”[13]

Como ya lo he dicho antes, también, “Este país tendrá una verdadera esperanza de cambio cuando se apelen a las ideas correctas y vengan acompañadas de las acciones correctas y con las herramientas correctas para un cambio. Esta posiblemente implique unas elecciones —o no—, pero solo como corolario de un gran mecanismo de transición, no una mera improvisación que responde a la supervivencia, sin ninguna garantía de éxito. Es la realidad, y decirlo no es “darse por vencido”.”[14]


[1] Roymer Rivas. 2025. Publicación informal en la red social Facebook. Puede acceder a través de: https://goo.su/r8nzlE (Consultado el 06 de marzo del 2025).

[2] Roymer Rivas. 2024. En defensa de la razón: ¿Por qué no voy a votar el 28 de julio?. Publicado en el portal de ContraPoder News. Puede acceder a través de: https://goo.su/qrR6ui (Consultado el 06 de marzo del 2025).

[3] Op. Cit. Publicación informal en la red social Facebook.

[4] Ibidem.

[5] Fernando Mires. 2025. El país dónde la historia se repite. Publicado en el Blog Polis: Política y Cultura. Puede acceder a través de: https://polisfmires.blogspot.com/2025/05/fernando-mires-el-pais-donde-la.html?spref=tw&m=1 (Consultado el 06 de mayo de 2025).

[6] Óp. Cit. En defensa de la razón: ¿Por qué no voy a votar el 28 de julio?. Parte I: “La Democracia como enemigo de la libertad”.

[7] Ibidem., sección: “1.3. 2007: una “aparente” derrota del régimen, solo aparente”.

[8] Ibidem., sección: “1.5. 2015-2017: “aquí las cosas cambiaron”, la no-oposición en el Congreso.”

[9] Ibidem.

[10] Ibidem.

[11] Señalo que “discutible logro de proceso” porque la valoración de un proyecto se hace en función de los objetivos alcanzados, que a su vez se enmarcan en una meta mayor. Si nos apegamos a ello, entonces tales procesos no fueron un “éxito” y esos logros solo se reducirían a pequeños pasos o acciones que se hicieron de la larga lista de cosas por hacer, como cuando una persona logra levantar alguna pesa contadas veces, pero no completa siquiera la primera serie, ¿Se puede decir que estaba “ejercitándose” o solo fue un intento burdo por ello? Levantar la pesa unas pocas veces puede ser un “logro de proceso” —siendo objetivos, es una mera ejecución parcial—, en la medida en que la acción de levantarla se realizó, pero si no se completa la serie —el objetivo inmediato— y, por ende, no se contribuye al plan de entrenamiento general —que constituye la meta mayor de ejercitarse o ganar fuerza—, entonces no se puede hablar de un “éxito” en términos de ejercicio efectivo, sino de un intento o una acción aislada dentro de un proceso más amplio que no llegó a buen término en cuanto a resultados. Con esto en mente, ¿Se imagina que alguien “repita” el mismo proceso varias veces pensando que tendrá “éxito” en la consecución de su fin? Si sí, o es cuestionable el proceso o lo es el fin.

[12] Buen dice Solitario que “el aplauso es la moneda de pago de quienes no saben distinguir el acto del amago”.

[13] Óp. Cit. En defensa de la razón: ¿Por qué no voy a votar el 28 de julio?. Parte II, sección: “No voto, no participo en una mentira: el espejismo de cambio en Venezuela.”

[14] Ibidem.

Vox: la rama menos hipócrita del PP

Por Nathan González, coordinador local de EsLibertad Venezuela.

Al momento de elegir un título para este artículo, no pude evitar recordar una entrevista que había leído hace algunos años en la página web Zenda. En dicha entrevista, en la que se habló de todo un poco, el entrevistado mencionaba estas palabras: “Pero, ¿Quiénes son Vox? No son ultra-extrema-derecha-fascista-nazi. ¡Qué tonterías! ¡Es la rama menos hipócrita del PP!”

Estas son las palabras de una de las mentes más lúcidas que ha parido España y que hemos tenido la oportunidad de tener en vida hasta no hace mucho, en lo que va del siglo XXI. No puede ser otro más que el ilustre Antonio Escohotado, una figura de lo más interesante, al menos en mi opinión.

Para nadie es un secreto que, en España, desde hace algún tiempo hay un pequeño partido político que ha causado bastante alboroto por sus consignas y su férrea posición contra temas que hoy día son considerados intocables: el aborto, el feminismo, los derechos LGBT y todo lo que se pueda relacionar con el progresismo de izquierdas, el movimiento woke o la cultura de la cancelación.

Hablamos de nada más y nada menos que de VOX, partido fundado en el año 2013 por miembros pertenecientes al seno del PP (Partido Popular) que dimitieron de dicho partido debido a críticas y diferencias respecto a los acontecimientos que vivía España en aquellos años, y a la postura que el PP había adoptado frente a ellos. Pero la fama de Vox no llegaría hasta varios años después, cuando los medios de comunicación españoles comenzaron a dar espacio y mayor cobertura a casi cualquier cosa que dijeran los representantes del partido. No porque los medios españoles fueran amantes de la pluralidad de opiniones. Lo que pasaba en aquel entonces era que estaba muy presente el discurso de los “supuestos” derechos animales, y partidos, movimientos y ONG animalistas y veganistas estaban acaparando la atención pública. De entre ellos, el que más destacó fue el partido político animalista PACMA.

Casi nadie en España, mucho menos en el mundo, sabía de la existencia de Vox. Pero, debido a que tienen una postura y un discurso que defiende la tauromaquia, se hicieron rápidamente tendencia, ya que eran, prácticamente, los únicos en España que manifestaban abiertamente su desacuerdo con las consignas emanadas de los promotores del progresismo. Bastaba con que Santiago Abascal, Javier Ortega Smith, Rocío Monasterio o Iván Espinosa de los Monteros expresaran las posturas del partido sobre cualquiera de estos temas, para que durante varias semanas estuvieran dando de qué hablar en los canales y medios de información españoles.

Es necesario señalar que la política está llena de idiotas, pero me inclino a creer que hay muchos más imbéciles con títulos de periodismo que con oficio de políticos. Este comentario viene a cuenta de que los intentos de la prensa por desprestigiar a Vox —en beneficio de las ideas imperantes, las de la izquierda— por sus posturas e ideas, resultaron beneficiosos para el pequeño partido político. Gracias a esa cobertura, hoy no hay ni un solo español, ni una sola persona de derechas en algún país hispano que no sepa o no haya escuchado el nombre de Vox. Tanto ha sido el éxito que ha producido esta publicidad gratuita y malintencionada que Vox logró hacerse con varios escaños en el Parlamento español y, al día de hoy, cuenta con un apoyo del 14%  entre la población. Es, según varios medios de comunicación como el diario El País, el partido que más crece en popularidad en lo que va de año.

Ahora vamos a lo que nos interesa: ¿Qué tan diferente es realmente Vox de partidos como el PP, PSOE o Podemos? Considero pertinente comenzar respondiendo esta pregunta con el fragmento completo de las palabras que,  al principio del artículo, uso el maestro Escohotado: “Por supuesto. Pero, ¿Quiénes son Vox? No son ultra-extrema-derecha-fascista-nazi. ¡Qué tonterías! ¡Es la rama menos hipócrita del PP! Son conservadores pero menos hipócritas que los otros. Son un poco provincianos, eso sí. El problema real, de fondo, que veo en esa formación es que es un poco rústica, es decir, está vinculada con cosas muy locales. En un mundo globalizado, no parece muy oportuno”.

Pues, en realidad, al principio, había de todo un poco, o eso parecía. En sus primeros años, Vox proyectó una imagen de partido con inclinaciones liberales, especialmente en el ámbito económico. Figuras como Iván Espinosa de los Monteros y Rubén Manso, este último inspector del Banco de España y portavoz económico del partido, defendían políticas orientadas al libre mercado, la reducción del gasto público y la simplificación fiscal. Estas propuestas resonaban con sectores liberales que veían en Vox una alternativa al intervencionismo predominante en los otros partidos.

Sin embargo, con el tiempo, Vox fue experimentado una evolución ideológica, o tal vez sería más correcto decir, un exterminio de las diferentes posturas ideológicas dentro del partido, concretamente, del ala liberal. Estas medidas han llevado a la salida de varios de sus miembros más afines al liberalismo económico. La cacería de brujas contra el ala liberal tuvo lugar, principalmente, durante los años 2022 y 2023. Comenzamos con Rubén Manso, quien abandonó el partido en 2022, y su marcha fue interpretada como un indicativo de la pérdida de peso de las ideas liberales dentro de la formación. Este giro fue atribuido a un enfoque más centrado en el conservadurismo y el nacionalismo, dejando en segundo plano las propuestas económicas liberales.

También es relevante destacar a figuras como Iván Espinosa de los Monteros, miembro fundador y quien fuera portavoz parlamentario de Vox, quien anunció en agosto de 2023 su renuncia a la dirección del partido y a su escaño en el Congreso, alegando “supuestos” motivos personales y familiares. Aunque oficialmente se mantuvo como afiliado de base, su salida coincidió con un distanciamiento con la cúpula del partido y una pérdida de influencia del sector liberal dentro de Vox. Le sigue Víctor Sánchez del Real, quien también fue miembro fundador, y fue excluido de las listas electorales en 2023. Y les tuvieron que acompañar Juan Luis Steegmann, Macarena Olona, Juan José Aizcorbe, Juan Manuel Badenas y Cecilia Herrero, todo esto es un contexto de reestructuración interna que, como resulta obvio, afectó a varios dirigentes históricos del partido.

Desde dichos acontecimientos Vox se ha parecido cada día más al PP, con la notable diferencia de que Vox sigue abogando por un discurso firme y radical contra la inmigración ilegal, concretamente contra la de africanos y musulmanes, y con una postura firme en el caso del intento de separatismo Catalán. Más allá de esta diferencia no hay mucho que destacar, por ejemplo, si nos enfocamos en las propuestas económicas, podemos encontrar su propuesta fiscal más reciente, Vox ha presentado un plan que incluye una significativa reducción de impuestos: simplificación del IRPF a dos tramos (15% hasta 70.000 euros y 25% para ingresos superiores), exención de los primeros 22.000 euros, y deducciones adicionales por hijos.

También, propone la eliminación de impuestos como el de sucesiones, donaciones y patrimonio, y una reducción del IVA general del 21% al 18% y del reducido del 10% al 8%. Todo esto suena muy bonito, al fin y al cabo que el papel aguanta todo. Pero nuestro buen amigo, el economista Juan Ramón Rallo no está de acuerdo. Rallo ha analizado estas propuestas, señalando que, aunque atractivas en teoría, carecen de una memoria económica que detalle cómo se compensarían las pérdidas de recaudación. Rallo destaca que, en un país con una deuda pública del 100% del PIB, es imprudente implementar una reforma fiscal de tal magnitud sin un plan claro de reducción del gasto público que respalde la viabilidad de las medidas propuestas. El diablo esta en los detalles, aunque no le hablemos a Vox de detalles, mucho menos en temas de propuesta económica y fiscal. La falta de concreción en la financiación de sus políticas y la ausencia de detalles en su propuesta  económica ponen en duda la sostenibilidad de las mismas, acercándolos más de lo que aparentan a las prácticas de los partidos tradicionales.

En fin, Vox ha pasado de ser la supuesta esperanza de la derecha sin complejos a convertirse en una especie de PP con testosterona, pero sin calculadora. Su metamorfosis ideológica —de partido disruptivo a club de caballeros airados con el mismo fondo azul de siempre, solo que en verde y con más vena en la frente— ha sido tan emocionante como ver una piedra erosionarse. Y aunque aún se revisten de rebeldía patriótica y agitan banderas como si fueran espadas, lo cierto es que en el fondo no proponen nada que no hayamos escuchado ya en bucle desde hace décadas, pero con menos sustancia y más decibelios.

¿Que si hay futuro en Vox? Puede ser. También hay gente que sigue esperando el regreso de la URSS. La política española da para todo. Pero si alguien espera que de este partido emerja una verdadera alternativa liberal, racional y económicamente coherente, le recomendaría que se siente cómodo, abra una buena lata de cerveza  y no se haga muchas ilusiones. Porque, si algo ha demostrado Vox hasta ahora, es que gritar más fuerte no es lo mismo que pensar mejor. Damas y caballeros, Vox es, sin ninguna duda, la rama menos hipócrita del PP.

¡No me defiendas comadre!

El tema de las sanciones, la crisis política pendular para el área internacional, eterna para los venezolanos, va y viene; elecciones, ganadores, interinos, reconocidos. Y el chavismo se perpetúa.

Ahora Edmundo, quien ganó, salió en un carnaval viajero, cuyos matices hemos visto cíclicamente como resultado de otra elección fallida. Cansancio nacional, Quito, La Puerta del Sol, el parque del buen retiro, su figura —la de ganador-perdedor—  se va desvaneciendo a medida que los poseedores del poder se entienden con la nueva administración americana. Nada cambia.

Regresa el tema de las sanciones, sancionar, ya he lo hemos vivido, ya lo hemos padecido, es gente detrás de la basura, al chavismo no le importa, al contrario, les encanta porque se parecen más a Cuba.

Sabemos que son un fracaso, que eternizo al castrismo, que las sanciones nuestras, en un circo de tira y encoge, son más las excepciones que las presiones.

El chavismo no tiene la unión soviética pero tampoco le hace falta, con la licencia petrolera que se corta y prórroga y no sabemos si chevron se va o no, todo se anuncia y nada cambia. Al chavismo, las actividades ilícitas que le sostiene en el poder no le cambian su tren de vida a “todo trapo”. Las sanciones solo llevan de regreso al pueblo a abastecerse en el Guaire.

Un programa, sostenible, supranacional con gobernabilidad, con un esfuerzo sostenido en el tiempo enfocado a romperle el espinazo al chavismo y recuperar la democracia, ¿Qué? ¿A quién se le ocurre decir esa barbaridad?

En medio de esta neblina de iniquidades, he visto un video de la Congresista María Elvira Salazar, diciendo que ella “hace lo que dice María Corina, porque María Corina es la líder de la oposición” —Ya no dice que ganó las pasadas elecciones— y que fue María Corina quien ha pedido las sanciones, y que ellos han “gastado gran capital político” para complacer a la líder.

Está congresista y periodista de origen cubano sabe mejor que nadie lo que las sanciones han hecho con Cuba, por un lado dice subordinarse a la señora Machado y luego la presenta cómo la apóstol de las penurias que va a recibir el pueblo venezolanos —hambre, desaparición de medicinas y un sin fin de penurias— con la reinstalación de las sanciones ¿Con esas declaraciones obviamente tendenciosas de la Salazar, quien pierde el “capital político”?

En nuestra sabiduría popular, cuando alguien te alaba para destruirte se dice:  ¡No me defiendas comadre!

De Lideres y Diretes

Por Willian Bravo, escritor venezolano.

Se habla bastante acá de los lideres y diretes, abrumados y conscientes, que acusan y ofrecen, salidas con Peterete. En las etapas de sus vidas se han visto, cubiertos de mucho dinero, después de haberse arrastrado, cuales grandes pordioseros.

En Venezuela han desfilado, por la búsqueda de premios, cabecillas en ardid, que caen el desconsuelo. Bien merecido lo tienen, por jugar con el desvelo de tantos hombres de bien, de tantos niños sin suelo, de mujeres incansables que llevan en su llanto el duelo, de una patria masacrada, de unos sueños en el hielo, de un hambre nunca saciada, de unos plazos traicioneros.

De unos diálogos sin fruto, con unas putas en el medio, allá va aquella a abrazarlo, como si fuera un Dios griego. De la confianza que inspiras solo nos queda el recuerdo, una mancha en el pasado, un cuento malo y siniestro.

¿Para qué me sirve un líder que no cumple lo que promete? ¿Que se oculta? ¿Que se somete?

¿Para qué me sirve un líder que miente? ¿Que no reconoce sus fallas y que no asume la responsabilidad de equivocarse perennemente?

¿O es que acaso la historia no lo ha mostrado hasta el cansancio? ¿Qué hubiera pasado si Jesucristo se hubiese doblegado?

El faro moral se ha perdido. La existencia se resume en supervivencia. La luz no ilumina, solo alumbra. Las mentes callan ante el dinero. La conciencia pasa por limosnero. El pensamiento crítico perdió el camino y el progreso se estancó en el tiempo. Ya no solo estamos detrás, sino que seguimos retrocediendo. Porque el avance no es el intento, y nuestros lideres son los de cemento.

Los de carne y hueso se olvidan rápido de su deber y quieren que los alabemos. No logran nada bueno. Quien los ayuda es traicionado, y quien los sigue defraudado. 26 años no bastan para un logro realizado. Puras trampas y escondites, pura huida y escarpado, nadie entiende sus propósitos y lo claro es olvidado.

No hace falta un líder vil, ni un alabador contratado. Ni sus marchas ni sus videos, ni susurro ni conteo. No te olvidare mi patria, no te olvidare mi seno, tuyo será mi amor así esté en el averno.

Que, aunque muchos te mientan, no caeré en ese juego, de ultrajarte cual ganado, de aprovecharme de tu suelo. Que delincuentes tenemos, que despilfarros obscenos, mientras el hambre gobierna los cuerpos de los pequeños. Los viejitos olvidados, los enfermos maltratados, los jóvenes desplazados, es un futuro incendiado.

Y no hay agua suficiente, ni bomberos bien equipados, ni policía honesta que detenga a los malvados. Si no es honesto el presidente ni sus secuaces armados, ni aduladores en motos ni sus jueces bien pagados. ¿Que quedará entonces, de nosotros, los afectados? Si algo hemos aprendido, no todo habrá sido en vano.

Reconocer quien es líder y quien es un engaño. Si ya te mintió, buenas noches y a un lado, que de mentirosos ya estamos cansados. ¿Que se hizo rico y despiadado, que no responde lo consultado y con dineros malversados, vive su vida enmarcada? Que responda a la justicia, allí caerá esposado.

Si no concluye una obra, si ha tenido varios mandatos, pero tus posibilidades no mejoran, ¿Por qué seguirlo bancando?

Han mandado 20 años, algunos lideres operados, sus esposas y convidados, ni si quiera lo han notado, que de agua vive el pueblo y también de su alumbrado, de vías y carreteras, de salud y del educado. Si las escuelas se caen, nada de eso le importó, lo que sí importa ahora es la feria del folclore, la orquídea y la Bella Vista, aunque no tengas colchón, ni donde poner los pies o comida en tu tazón.

Vestidos de Ferragamo, desfilan cual cazador, con sus presas prisioneras y trofeos por montón. Tener un trabajo digno, eso es mucho, diría yo. Venezuela es estratagema, de corruptos de ocasión.

¡Ay Dios mío, que horror es una patria vacía! 9 millones de desplazados y sin contar todavía los que quedan esperanzados. Los que se apropiaron de lo ajeno, lo pagarán. Preocúpese usted de no ser similar. Como he podido pensar, ¿Qué imaginación tengo? que el dinero de la abuela, era dinero negro.

Oh querido señor, perdonadme por favor, con la preñez de la señora, ¿También se nos engañó?

Y ni si quiera decir, que la cárcel le sirvió, para ser honesto al menos o para la absolución, salió fue a divertirse, con dinero del montón, para inscribir a las hijas en la gran equitación. Vive con gran estilo, el cobarde del cejón, después de haber recibido de la gran repartición.

Se doblo y no se partió, el secretario de acción, que ingrato resultó, ante la deuda de honor, que tenía con el país, el jamonero comelón.

El otro que juega tenis, era el gran libertador, que fácil pensó sería, robar y huir, camaleón. Para jugar pádel, fue que le sirvió, Monómeros y Citgo, al interinato traidor. En autos convertibles, cual Penélope glamour, embajadores ficticios, mancillaron la nación.

ONG´s, ayuda humanitaria y tener buen corazón, fue el disfraz que se usó, para dar dinero abundante que ahora nadie recibió, que ninguno justificó, viven como reyes y nadie da la razón. Resultaste ser un Fiasco bien querida oposición, ojalá que tome nota la nueva generación.

Me disculpo si ahí acuso, en esta corta narración, si no es así lo que digo, ¿De qué viven en el exterior?

Entre el Caos y Nosotros

Por Leroy Garrett (@lerogarrett).

Episodio. 1. Raudo Caos.

El orden fue prometido por la presente administración de EE. UU., el caos de su primer término fue asumida solo para su inicial administración atribuida a su falta de formación política y chocante franqueza.

A menos de 100 días de su administración, las bisagras de un mundo en equilibrio precario y muy cerca de extinguirse se alarma, y hunde en un pánico justificable dentro de la actual administración Trump.

Despidos masivos, hechos por un industrial billonario sin puesto legal o justificado constitucionalmente hacia la otrora intocable burocracia federal, empujando la economía hacia una alarmante recesión aguijoneada por el pánico que invade a Wall Street y al pueblo americano advierten cuatro años de sobresaltos.

Corte radical sin precedentes en la historia de esta nación pionera en programas de prevención y cooperación, ejemplo, a favor del combate de pandemias de poder exterminador como el ébola. Otros cortes si muy justificados como el dinero dado a un interinato venezolano que, no solo no hizo nada, sino que entronizó la dictadura. 

Pero Trump va más allá, decisivamente está cambiando el equilibrio internacional que, logrado al término de la última guerra mundial, sobrevivió sin básicas alteraciones a la guerra fría; su adversion a la OTAN, ONU, su narrativa en convertir al agredido (Ucrania) en agresor, alineándose con el Hitler de nuestra época, es más allá de preocupante.

Sus aspiraciones de expansión territorial abiertamente imperiales sobre Canadá, Groenlandia y Gaza, eliminan por completo dos siglos y medio de predica diplomática norteamericana, siendo esta más asimilada a la Inglaterra de dos siglos atrás; a la geopolítica mundial que finalmente provocaría dos guerras mundiales.

2- Nosotros.

Es notorio que el asumir a Edmundo González como presidente electo es una entelequia, Edmundo muere al nacer al hacerse acompañar por aquellos que exprimieron y engañaron a Trump en su primer mandato. No hay duda del talante vindictivo y castigador del Presidente, algo que con el interinato y G4 no nos molesta. Al contrario.

Trump retrocede al pasado y nos trata como una nación bananera a lo Teddy Roosevelt, no hay transparencia, manda enviados a sacar ciudadanos de este país retenidos por la dictadura, pero al mismo tiempo su entorno reconoce los esfuerzos de María Corina —punto positivo que se interpreta que es María Corina y no Edmundo, con todo y su 28 de julio— y sorpresivamente saca de la precaria producción petrolera venezolana a Chevron, el “último de los mohicanos” operando en Venezuela y la mayor fuente de dinero limpio que legitima a un régimen no ya monodependiente del petrolero —veremos como esa ruptura nos beneficia—.

3- Mientras Tanto.

Trump arremete ferozmente hacia las minorías étnicas residentes en la unión, hecho que no se había visto desde la Alemania de principios de los años 30s. Rápido y furioso en contra organizaciones vernáculas que nos avergüenza como la TDA, acciones que celebramos, pero juzga a todos por pecadores, y bajo falsas conclusiones, amenaza con deportar más de 380 mil venezolanos al eliminar la protección temporal conferida sostenida hasta abril corriente.

Esto es un pasaporte a la muerte. Visto el evento, hemos accionado con el apoyo de VEPPEX una acción de mandamus (Acción constitucional para contener abusos de poder), introducida ante la corte de apelaciones del onceavo circuito federal, que pide suspender la medida de deportación hasta que las víctimas estén confiadas en regresar vista la caída del chavismo.

Igualmente, nuestra defensa de las víctimas del holocausto petrolero sigue su curso ante acciones correctivas ante la corte de apelaciones del tercer circuito judicial que busca resolución de sentar al patrono alter ego de dichos trabajadores; PDV Holding para que responda al reclamo.

Sin más que agregar, post nubila phoebus; después de las tinieblas la luz.