Julieta Knobel es docente y autora independiente. Explora temas institucionales y dinámicas culturales en la vida pública, y es líder de LOLA Córdoba, Argentina..
“(…) cuando una sociedad interpreta el mundo desde el daño, tiende a priorizar el amparo inmediato por sobre la responsabilidad propia. Y (…) cuando se vuelve el filtro principal para evaluar la vida pública, suele abrir la puerta —sin declararlo— a formas de intervención que reducen la libertad con el tiempo.”
Julieta Knobel
El prisma victimizador
Hoy la conversación social está mucho más permeable a interpretar casi cualquier malestar personal como si fuera un daño real. Críticas incómodas, diferencias de opinión, desacuerdos o simples frustraciones pasan a describirse como “me lastimó”, “me hirió”, “me agredió”.
Esa inflación emocional del concepto de daño no se queda en lo individual: se expande hacia afuera. La gente empieza a interpretar, con el mismo lente emocional, lo que le ocurre tanto a otros individuos como a colectivos enteros.
Así, cualquiera puede ser declarado “víctima”: mujeres, palestinos, la comunidad LGBT, afroamericanos, latinos… todos. No importa si uno pertenece o no a esos grupos. Si pertenece, la sensibilidad se amplifica; si no, aparece la proyección moral: “Si yo lo vivo como daño, esto que veo afuera también debe ser daño”.
Es el mismo prisma aplicado al mundo entero. Y no se trata de “falta de empatía”. La compasión por el malestar ajeno es saludable y deseable en toda sociedad civilizada. Lo que distorsiona la mirada no es sentir con el otro, sino confundir toda incomodidad con un agravio real y leer el mundo exclusivamente desde ese registro.
El riesgo del prisma victimizador
Cuando todo se interpreta como daño o injusticia y todos parecen víctimas, ocurre lo inevitable: nada se distingue. Las víctimas reales —las que efectivamente han sufrido un delito, un abuso de poder o una agresión verificable— pierden visibilidad y se diluyen entre indignaciones de baja intensidad. Y los villanos —indispensables para sostener la narrativa— suelen ser asignados al azar, inventados o elegidos por pura adhesión emocional.
Cuando este reflejo se vuelve hábito, ya no es un error conceptual, sino un marco mental instalado. La identidad se ancla en modo “agraviada”, el juicio propio se apaga y todo se interpreta a través del prisma victimizador.
La cultura del victimismo como capital político en la región
Aquí aparece el mayor problema mayor, a saber: queda servido el terreno para que la política opere sobre la emoción antes que sobre el criterio. El victimismo empieza como un fenómeno individual —una forma de interpretar el malestar propio—, pero cuando se repite lo suficiente se convierte en un marco colectivo, un lenguaje compartido para entender el mundo.
Aunque no es exclusivo de ningún país, porque el fenómeno es global, Latinoamérica tiene condiciones que facilitan que el victimismo se consolide como cultura:
Instituciones frágiles, que empujan a interpretar desde la emoción;
Historias políticas basadas en líderes salvadores;
Crisis económicas recurrentes;
Narrativas donde el “relato” pesa más que la evidencia;
Una vida pública saturada de indignación moral.
Con ese suelo emocional ya preparado, el victimismo solo tiene que ocuparlo. Y cuando lo hace, se convierte en capital político: un recurso que cualquier liderazgo con incentivos populistas puede activar. Y una vez instalado, el victimismo provee exactamente lo que ese tipo de lideres necesita:
Un público predispuesto a detectar agravios incluso donde no los hay;
Una narrativa emocional ya armada, lista para usar;
Un villano externo permanentemente disponible;
Y —lo más delicado— una ciudadanía dispuesta a delegar poder en quien prometa protección.
Porque cuando una sociedad interpreta el mundo desde el daño, tiende a priorizar el amparo inmediato por sobre la responsabilidad propia. Y aunque la necesidad de protección es humana y legítima, cuando se vuelve el filtro principal para evaluar la vida pública, suele abrir la puerta —sin declararlo— a formas de intervención que reducen la libertad con el tiempo.
Un líder habilidoso solo tiene que administrar el relato: definir a los “buenos” y los “malos”, amplificar la emoción y presentarse como el único capaz de defender al público de un daño omnipresente.
Así se configura un ciclo que no es ideológico, sino mecánico: Cuanto más se vive desde el victimismo, menos espacio queda para verificar hechos y más permisiva se vuelve la sociedad frente a la intervención política.
El punto clave es este: el victimismo —que suele manifestarse primero en lo individual y luego se expande— no sólo deforma la realidad; define qué tipo de liderazgo una sociedad está dispuesta a aceptar.
Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es Coordinadora Nacional de EsLibertad Venezuela.
“Las sociedades humanas son el resultado de la acumulación histórica de, digámoslo ya, técnicas de organización, y como tal, se infiere que las ‘jaulas’ en las que vivimos no son naturales ni eternas, sino construcciones históricas surgidas de la lucha por el poder. Ergo, el futuro de la sociedad humana dependerá de nuestra capacidad para reorganizar estas redes superpuestas antes de que sus fricciones nos lleven, una vez más, al desastre.”
Oriana Aranguren
La sociología histórica, en sus momentos más ambiciosos, intenta responder a una pregunta que parece sencilla, pero que esconde mucha complejidad, a saber: ¿Qué es lo que mantiene unidas a las sociedades humanas y qué es lo que las hace cambiar? Durante mucho tiempo, las respuestas oscilaron entre la rigidez del marxismo, que veía en la economía el motor último de la historia, y el funcionalismo o el idealismo, que buscaban la cohesión en los valores o el consenso. Sin embargo, si nos adentramos en los dos volúmenes de Las fuentes del poder social de Michael Mann, uno se encuentra con una refutación monumental de la simplicidad, porque nos muestra que hay que aceptar el “desorden pautado” de la historia humana, siendo una especie de “teoría del todo” un tanto —valga la redundancia— desordenada, mediada por el caos, pero que, paradójicamente, termina en coordinación social.
A través de un recorrido que va desde los orígenes del Neolítico hasta los albores de la Primera Guerra Mundial, Mann sostiene en su obra que la sociedad no es un sistema unitario, cerrado ni evolucionista —no es un “cuerpo”, ni un “edificio”, es decir, no es rígido, estático, unicausado—, sino que las sociedades están constituidas por “múltiples redes socioespaciales de poder que se superponen y se interceptan”[1]. Entender estas conexiones o entrelazamientos de “poder” es la clave para descifrar la historia del poder mismo y de la civilización humana. Adentrémonos en ello.
La muerte de la “Sociedad” y el nacimiento de las redes
El primer golpe intelectual que asesta Mann, y que resuena a lo largo de ambos volúmenes, es el rechazo al concepto tradicional de “sociedad”, pues, tal como arguye, estamos acostumbrados a pensar en “la sociedad francesa” o “la sociedad romana” como una especie de entidades discretas, como bolas de billar que chocan unas con otras, es decir, tenemos una visión “unitaria”[2]. Para él, las sociedades no son totalidades, no tienen una estructura única ni un solo motor evolutivo[3]. De hecho, esto le lleva a afirmar que ni siquiera sistemas[4] —allí cabría un extenso y profundo debate, así que sólo me limito a mencionar su postura—. En su lugar, propone el modelo IEMP, esto es: Ideológico, Económico, Militar y Político, cada una de ellas un “poder” que hace ser a la sociedad. Éstas no son “dimensiones” de un todo, sino cuatro fuentes distintas de poder social, cada una con su propia logística, su propia capacidad de organización y su propio ritmo de desarrollo. En sus palabras:
La mejor forma de hacer una relación general de las sociedades, su estructura y su historia es en términos de las interrelaciones de lo que denominaré las cuatro fuentes del poder social: las relaciones ideológicas, económicas, militares y políticas (IEMP). Son: 1) redes superpuestas de interacción social, no dimensiones, niveles ni factores de una sola totalidad social. Eso se desprende de mi primera afirmación. Son también: 2) organizaciones, medios institucionales de alcanzar objetivos humanos. Su primacía no procede de la intensidad de los deseos humanos de satisfacción ideológica, económica, militar o política, sino de los medios de organización concretos que posea cada una para alcanzar los objetivos humanos, cualesquiera que sean éstos[5].
Es decir, Mann argumenta que, para comprender la sociedad y su historia, debemos analizar cómo las organizaciones de Poder Ideológico, Económico, Militar y Político interactúan y se superponen, siendo éstas las estructuras organizativas más poderosas que los humanos han creado para perseguir colectivamente sus fines. Si acaso llega a imponerse una sobre otra, eso no es por una especie de ley histórica, sino un accidente del momento, porque el poder no deriva de la intensidad con la que los humanos desean algo, sino de la capacidad organizativa para lograrlo[6].
Este enfoque es importante, porque nos libera de la creencia de que siempre hay que buscar una “causa última” de las cosas, ya que, tal como muestra Mann, la historia no es un proceso evolutivo lineal donde una etapa sucede lógicamente a la anterior. La prehistoria, por ejemplo, se caracterizó por la capacidad de los pueblos para eludir el poder, no para buscarlo[7]. La civilización, el Estado y la estratificación, a su juicio, no fueron pasos inevitables del progreso humano, sino resultados anormales y raros, surgidos de circunstancias ecológicas y sociales muy específicas que atraparon a la humanidad en una “jaula social”[8]. Si bien, para comprender el mensaje de Mann, es vital desglosar cómo estas cuatro fuentes de poder interactúan sin fundirse jamás por completo.
Las cuatro organizaciones del poder
Según Mann, el Poder Ideológico ofrece significado, normas y rituales. Es una fuente de poder porque los humanos no pueden entender el mundo solo a través de los sentidos; necesitan conceptos y categorías[9]. Mann explica cómo las religiones universales trascendieron fronteras políticas y militares, creando redes de interacción extensivas que ningún ejército podía igualar[10]. Sin embargo, hablando de la actualidad —o su actualidad, que es extrapolable al presente—, Mann observa un debilitamiento relativo de este poder, pues las ideologías se han vuelto más “inmanentes”, reforzando la cohesión de clases y naciones en lugar de trascenderlas[11].
El Poder Económico, por su parte, nacido de la necesidad de satisfacer la subsistencia, crea circuitos de praxis: producción, distribución e intercambio[12]. Mann rechaza la visión marxista de que éste poder determina todo lo demás en la vida social; si bien es cierto que el capitalismo transformó Occidente, argumenta que el mercado capitalista no funciona en el vacío, sino que requiere de la regulación política y, a menudo, de la protección militar[13].
Asimismo, el Poder Militar es quizás la reivindicación más fuerte de Mann frente a la sociología clásica, que a menudo lo ignora o lo subsume bajo el Estado. Para Mann, la organización de la fuerza física, la defensa y la agresión tienen su propia lógica, y, en la historia, la mayoría de los Estados no poseían el monopolio de la fuerza militar[14]. El poder militar, prima facie, puede ser “concentrado-coercitivo”, vital para proyectos intensivos como la esclavitud o la construcción de imperios, pero también tiene un alcance negativo y terrorista[15] para la misma sociedad.
Finalmente, el Poder Político se refiere a la regulación centralizada y territorializada[16], pues, a diferencia de las otras fuentes que pueden ser promiscuas y atravesar fronteras, el poder político se aferra al territorio; en suma, es el poder del Estado. Avanzando en la historia, Mann muestra cómo este poder cobra un protagonismo inusitado con el surgimiento del Estado-nación moderno, una entidad que busca “enjaular” o limitar a las demás redes de poder dentro de sus fronteras[17], supeditando todos los demás poderes a sí mismo.
Del azar a la jaula estatal
Éste último punto es, para los fines de esta obra, el más importante, porque la lectura conjunta de las dos obras de Mann indica una transformación de la fluidez a la rigidez. Por ejemplo, la historia hasta 1760, se presenta como una serie de accidentes y “surgimientos intersticiales”, ya que los actores humanos, persiguiendo sus objetivos individuales, dieron paso a la creación de redes que a menudo escaparon de su control[18]. En este sentido, la civilización europea misma no fue un destino manifiesto, sino el resultado de una serie de factores contingentes: una ecología fragmentada, la herencia del cristianismo —que es una red ideológica extensiva— y la competencia multipolar de estados débiles[19]. Sin embargo, al entrar en el siglo XIX, en el tiempo de 1760-1914, la textura de la historia cambia, porque el proceso se endurece, se hace rígido, por cuanto la Revolución Industrial y la Revolución Militar transformaron la capacidad logística del poder. De repente, el poder se volvió más “intensivo” y “extensivo” simultáneamente[20]. Aquí reside, precisamente, una de las tesis centrales del segundo tomo: el ascenso de las clases[21] y de los Estados nacionales no fueron procesos opuestos, sino entrelazados. Convencionalmente, pensamos que el capitalismo —donde hay clases, poder desigual entre quienes controlan los medios de producción, distribución e intercambio— es internacional y el Estado es nacional, pero Mann demuestra que esto es falso, pues, las clases modernas se formaron dentro de lo que él llama la “jaula” del Estado-nación[22]. La lucha por el poder político, por la ciudadanía y por la representación obligó a las clases a organizarse nacionalmente, por lo cual el Estado no fue un mero instrumento del capital —como diría Marx— ni un árbitro neutral —como dirían los pluralistas—, sino un actor con su propia lógica, que “cristalizó” de diferentes formas —capitalista, militarista, representativa— según las presiones históricas[23] —que no son estrictamente deliberadas—.
El mito de la revolución única
En este orden de ideas, Mann ataca a las teorías de la “revolución singular”, por cuanto, tanto liberales como marxistas, tienden a buscar una especie de “big bang” histórico: la Revolución Industrial o la Revolución Francesa como el momento en que todo cambió, porque, a juicio de Mann, la transformación económica no fue única ni sistémica[24]. Por ejemplo, el capitalismo ya estaba muy avanzado en Gran Bretaña antes de la industria, y la Revolución Industrial fue una revolución del poder colectivo —nuestra capacidad para transformar la naturaleza—, pero no cambió inmediatamente las relaciones de poder distributivo —quién manda sobre quién—[25]. De hecho, Mann señala una ironía dolorosa: los regímenes del antiguo régimen demostraron una capacidad de adaptación asombrosa, porque, lejos de ser barridos por la burguesía, se fusionaron con ella. La aristocracia terrateniente y el nuevo capital industrial a menudo encontraron acomodo dentro de las estructuras del Estado, perpetuando viejas jerarquías bajo nuevas máscaras[26].
La reflexión sobre el poder y sus consecuencias involuntarias
Tener esto presente es muy relevante, porque, si hay un hilo conductor moral en la obra de Mann, es la advertencia sobre las consecuencias involuntarias del poder. Los actores sociales —ya sean sacerdotes sumerios, nobles feudales o burgueses victorianos— persiguen objetivos racionales dentro de sus propias redes, pero, al hacerlo, activan fuerzas que no comprenden, y que terminan cambiando la estructura de la sociedad que conforman[27]. El ejemplo más dramático se encuentra en el análisis de las causas de la Primera Guerra Mundial, donde Mann rechaza las explicaciones simplistas que culpan únicamente al imperialismo capitalista o a la agresividad alemana y, en su lugar, describe una “espiral descendente” provocada por el entrelazamiento de redes de poder polimorfas[28]. La diplomacia geopolítica, las estructuras militares osificadas, las tensiones de clase internas y el nacionalismo agresivo crearon una situación donde la guerra se volvió racional para los actores individuales, aunque fuera objetivamente irracional para la civilización.
Este desenlace trágico subraya, siguiendo la visión de Mann sobre el tema, que la sociedad no es un sistema autorregulado que busca el equilibrio, sino un campo de batalla desordenado donde las distintas fuentes de poder pueden entrar en colisión catastrófica. De este modo se hizo posible la “cristalización” del Estado en formas militaristas y nacionales, combinada con un capitalismo internacional pero competitivo, que creó una máquina de guerra que nadie controlaba del todo —y que se mantiene hasta nuestros días—[29].
Sobre la vigilancia de la libertad, las instituciones sociales y el poder —social—
Todo lo descrito anteriormente nos recuerda que la sociedad se mantiene unida por un “desorden pautado”, una coordinación siempre inestable que emana de la superposición de —a juicio de Mann— las cuatro redes IEMP —Ideológica, Económica, Militar y Política—, que a su vez se deben a la acción humana. A mi juicio, la sociedad no es un sistema unitario, cerrado y orgánico, y aunque Mann rechace explícitamente la etiqueta de “sistema” para evitar la rigidez funcionalista, irónicamente, su modelo de redes socioespaciales múltiples y entrecruzadas ofrece una visión de una complejidad tal que podría entenderse como un sistema abierto y caótico en el sentido de la teoría de sistemas contemporánea[30], que llega para indicar que las interacciones humanas —para Mann, que se encuentran en las organizaciones IEMP— crean un patrón que no es teleológico, sino evolutivo y contingente, donde las consecuencias involuntarias de las acciones humanas son el verdadero motor del cambio histórico.
En lo que compete al Estado-nación, el recorrido por la historia, desde los orígenes del Neolítico —donde carecía de la estructura moderna— hasta la “jaula” actual, es una advertencia constante sobre el poder: su logística, su capacidad para trascender fronteras —como el poder ideológico o económico que ahora controla, o eso pretende— o su tendencia a territorializarse y “cristalizar” la organización social —el poder político—. La civilización, tal y como la conocemos hoy, no fue un destino inevitable, sino un “accidente del momento” generado por la capacidad humana para crear estructuras que, eventualmente, la limitan —para bien y/o para mal—.
Es en este escenario donde reside la importancia de la libertad en la creación de lo que podemos llamar “instituciones”, porque las complejas estructuras de la sociedad son, en gran medida, los resultados no intencionados de la acción descentralizada y libre de los individuos persiguiendo sus fines —un punto de conexión notable con la Escuela Austriaca—. La sociedad se articula y desarrolla en esos “surgimientos intersticiales” donde la organización dominante no llega. Sin embargo, Mann nos obliga a mantener una vigilancia perpetua, porque la historia del siglo XIX, con el entrelazamiento de las clases y el Estado-nación, demuestra que la misma libertad para organizarse —económica, social o políticamente— puede llevarnos a la rigidez y a callejones sin salida catastróficos, como la espiral descendente que culminó en la Primera Guerra Mundial, o el socavamiento de las libertades en la actualidad, más en una era digital donde los Estados nos vigilan e irrumpen en lo que debería ser privado, porque tienen la estructura para ello.
En definitiva, Las fuentes del poder social nos enseña que no hay un motor único ni una causa última. Lo que mantiene unida a la sociedad es un equilibrio de fuerzas dinámico, caótico y siempre al borde de la colisión, donde la clave para entender la historia es desglosar la capacidad organizativa, logística, de infraestructura, y, a mi juicio, reconocer que la libertad es la condición necesaria, pero no suficiente, para evitar que el poder nos atrape en una jaula que construimos como sociedad. Las sociedades humanas son el resultado de la acumulación histórica de, digámoslo ya, técnicas de organización[31], y como tal, se infiere que las “jaulas” en las que vivimos no son naturales ni eternas, sino construcciones históricas surgidas de la lucha por el poder. Ergo, el futuro de la sociedad humana dependerá de nuestra capacidad para reorganizar estas redes superpuestas antes de que sus fricciones nos lleven, una vez más, al desastre.
[1] Michael Mann. 1991. Las fuentes del poder social I: una historia del poder desde los comienzos hasta 1760 d. C. Madrid, España. Versión española de Fernando Santos Fontela. Publicado por Alianza Editorial S. A. Pág. 14.
[8]Ibidem., pág. 65. A este respecto, convendría a algún anarquista, o estudioso de la política y la sociedad, revisar y comparar dicha postura con el origen del Estado según F. Oppenheimer. En: Franz Oppenheimer. 2014. El Estado, su historia y evolución desde un punto de vista sociológico. Traducción de Juan Manuel Baquero Vázquez. Publicado por Unión Editorial S. A.
[11] Michael Mann. 1997. Las fuentes del poder social II: el desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914. Madrid, España. Versión española de Pepa Linares. Publicado por Alianza Editorial S. A. Pág. 16-17
[12] Óp. Cit. Las fuentes del poder social I., pág. 45.
[17] Óp. Cit. Las fuentes del poder social II., págs. 40-41.
[18] Óp. Cit. Las fuentes del poder social I., pág. 34. Al usar la expresión “surgimientos intersticiales”, Mann refiere al hecho de que las estructuras sociales complejas, como el Estado o el capitalismo, no emergen necesariamente de resultados deseados o como partes de un plan maestro, sino que éstas nuevas formas de organización, como cualquier otra, ocurren en los “intersticios” de las estructuras de poder ya existentes, es decir, en los huecos, las periferias o las lagunas de la organización dominante —por eso están fuera de su control, al menos del control absoluto—. Puede comprender esto mejor si repara en el hecho de que un “intersticio” alude a un espacio o hendidura que se encuentra entre dos cuerpos o partes de un mismo cuerpo, por lo cual puede describir el intervalo o la distancia entre dos momentos o lugares, o, en lo que aquí respecta, de absolutamente todo lo que compete a la sociedad y es producto de la interacción de los miembros que la conforman.
[26]Ibidem., págs. 33-41. Esto es, de hecho, parte de la tesis de Herbert Marcuse en “El hombre unidimensional”, con sus matices. Al respecto, ver: Herbert Marcuse. 1972. El hombre unidimensional: ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada. Barcelona, España. Publicado por Editorial Seix Barral S. A.
[27] En gran medida, los teóricos de la Escuela Austriaca de Economía estarían de acuerdo con ello, siguiendo a autores como Carl Menger, quien en “Principios de economía política” habla de los resultados no intencionados de la acción humana, que son instituciones complejas que rigen la misma acción humana —siendo una de ellas el dinero—; Ludwig von Mises, en su Tratado sobre la Acción Humana; o a su máximo exponente, al menos en lo que a esto respecta, Friedrich Hayek, quien habla del conocimiento disperso y las instituciones evolutivas. Al respecto, puede encontrar una síntesis de estas ideas en: César M. Meseguer. 2013. La teoría evolutiva de las instituciones: la perspectiva austriaca. Madrid, España. Segunda edición. Publicado por Unión Editorial S. A.
[28]Ibidem., págs. 21-22, donde menciona la tesis del capítulo 7, que se replica en los capítulos 10, 11, 14 y 20.
[29] Cuando Mann habla de “cristalización”, refiere al proceso por el cual las redes de poder —IEMP— se solidifican y se vuelven permanentes, estables y limitantes dentro de una estructura organizacional, que es típicamente el Estado-nación. Es precisamente por esto que se habla de “rigidez”, y del paso de una historia “abierta” a una “limitada”.
[30] Agradezco a Roymer A. Rivas B., teórico del Creativismo Filosófico, esta luz sobre el tema.
[31] Michael Foucault estaría totalmente de acuerdo con esta afirmación, porque, en última instancia, la técnica de organización impone disciplina.
Roymer A. Rivas B., un simple estudiante comprometido con la verdad, lo demás no importa.
“(…) En este marco es que se erige el iusreologismo, como un sistema de pensamiento relativo a la naturaleza de esa cosa que llamamos “Derecho”, y que en última instancia es una teoría crítica y dinámica del Derecho que, groso modo, postula que la realidad jurídica (…) es la integración evolutiva constante de tres dimensiones fundamentales: lo fáctico, (…) lo axiológico (…) y lo normativo. Además, el rasgo distintivo que se concibe es la Historicidad (…) como el marco estructural —u horizonte de sentido— que envuelve y media la convergencia dialéctica de las tres dimensiones.”
Roymer A. Rivas B.
En el presente texto pretendo dilucidar los errores y/o los límites de una de las creencias que prácticamente sostiene toda la estructura filosófica de lo que hoy es el libertarismo, en sus diferentes vertientes —se entiende que hay matices allí, pero a efectos prácticos se tomaran todos los diversos matices que separan entre sí a quienes se identifican en mayor o menor medida con la corriente libertaria y se tratarán como si fueran una misma cosa o línea de pensamiento—. El punto central a tratar es el iusnaturalismo, que supone la existencia de derechos trascendentes y anteriores a los que emite algún órgano director —Estado—. En adición, dado que la crítica común de mis queridos detractores liberales dogmáticos es la de señalarme una supuesta adherencia al iuspositivismo, entendido como el rechazo al vinculo que existe entra la moral y la norma, siendo ésta normalmente la que emite un poder centralizado para enmarcar la conducta humana en la cosmovisión de quienes emiten dichas leyes, independientemente de si son reprochables o no, me veo en la necesidad de ir contra dicha concepción, también.
Si bien, aclaro que esto es un manifiesto, por lo que no pretende ser un texto exhaustivo o riguroso. Entiendo perfectamente que el tema amerita dicha rigurosidad, pero eso requiere una extensión innecesaria para el fin que me propongo ahora, contando, además, de que el tema es apenas un inciso —profundo y extenso— en toda la estructura de lo que nosotros llamamos Creativismo Filosófico —destacando Ilxon Rojas, más que yo, al momento de tratar éstos temas en concreto—. Trabajamos en ello, y con el tiempo van a ir saliendo textos —han salido algunos, de hecho, aunque no de forma sistemática ni estructurada, y éste texto puede contar como uno más de ese conjunto—. Ergo, me reservaré citas —que comúnmente abundan en mis ensayos—. Pero, ¿Cuál es el fin? Pues, uno muy simple: cambiar las reglas del juego cuando se debaten temas de libertad, optimizando su defensa y, con ello, blindando de críticas que comúnmente —y correctamente, en buena medida— se le hacen cuando toca hablar de temas del Derecho, con D mayúscula, es decir, de Filosofía del Derecho, que es la base de comprensión de esas pautas que terminan por enmarcar la conducta humana. Siendo más específico, dejar sin argumentos a quienes pretenden encasillarme en doctrinas que mutilan la realidad, de las la gran mayoría, por no decir todos, son seguidores, para obligarlos a tratar las premisas con las que defiendo mi postura con razonamientos adecuados.
¿Significa lo anterior que yo no estoy equivocado? En lo absoluto. Puedo estarlo. Pero, en definitiva, los argumentos con los que pretender demostrar que lo estoy son absurdos que sólo reafirman mi posición. No somos nosotros los que tienen que demostrar que ustedes yerran, porque para eso no se necesita mucho rigor, más bien son ustedes los que han de demostrar que todo el entramado filosófico que groso modo trataré aquí está equivocado. Con total respeto, aunque esto constituye una declaración de guerra filosófica, yo los desafío a ello.
El iusnaturalismo y los liberales
Difícilmente encuentre un liberal que no fundamente su defensa de la libertad en los —supuestos— “derechos naturales”. La tradición desde Platón y Aristóteles, pasando por Tomás de Aquino, la escuela de Salamanca, la ilustración, la modernidad, y llegando hasta Juan Ramón Rallo, con sus diferentes matices, es que existen derechos inherentes en el ser humano, llegando algunos incluso a afirmar que hacen ser al humano lo que es: es decir, que el humano es humano en tanto y en cuanto tiene derechos intrínsecos. Esto se traduce en una mezcla entre el concepto de Derecho con la misma naturaleza humana.
Un inciso importante que se debe hacer es que, si bien es cierto que en el pasado se concebían los derechos naturales como unos concebidos por alguna divinidad, desde la llegada de Rothbard y su ética para la libertad, yendo en paralelo con Rand y su moral objetiva, y encontrando su más fuerte defensa en la ética de la argumentación de Hoppe, muchos han dado un giro para defender los derechos naturales como unos aprehendidos de alguna manera por la razón. Todo ello en contraposición del iuspositivismo, que es el enemigo natural de los liberales, en cuanto tienden a defender las normas del poder centralizado, y el liberalismo se opone a dicho poder[1].
En otras palabras, los liberales se apegan a una tradición que sostiene que las leyes no son creadas por ningún gobierno o autoridad, sino que derivan de la misma naturaleza humana y la razón, siendo, a priori: (i) universales, porque pertenecen a todos los seres humanos en todo tiempo y lugar; (ii) inalienables, porque no pueden ser transferidos, vendidos[2] o arrebatados legítimamente; y (iii) anteriores y superiores al derecho positivo. ¿Cuáles son éstos derechos? El derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad —o a la vida, libertad y felicidad, dependiendo de a quien le pregunte, porque la propiedad tiende a verse como algo indisociable de la libertad, o incluso lo que hace posible todas las demás… tome el que más le guste, me es indiferente, porque todos están equivocados—.
Naturalmente, todo ello funge como un presupuesto filosófico para la doctrina del Estado limitado y la soberanía del individuo —e incluso otra aberración más como el constitucionalismo liberal, que de liberal tiene lo que yo tengo de astronauta, independientemente de su origen—. La existencia de derechos inalienables significa que el poder del Estado[3] no es absoluto y que éste sólo debe estar sometido a la defensa de los mismos, dando cuentas, además, a los individuos, a quienes no debe violentar su esfera privada. Si algún Estado incumple su misión fundamental de proteger los derechos naturales, o peor aún, los viola —que, a juicio de los anarquistas, es siempre—, los ciudadanos tienen derecho a desobedecer y, en última instancia, derrocarlos.
El iuspositivismo y los liberales
Partiendo de esta concepción, se entiende que los enemigos naturales sean los iuspositivistas, dado que defienden un sistema de normas jurídicas escritas y promulgadas que han sido —a su juicio— cálidamente creadas por una autoridad competente —parlamento, monarca, cuerpo judicial— dentro de una comunidad política —principalmente el Estado—. A diferencia del derecho natural, que se enfoca en leyes universales, el derecho positivo pretende ser: (i) fáctico y vigente, porque existe y tiene validez aquí y ahora, independientemente de si es considerado moralmente justo o injusto; e (ii) histórico y variable, porque su contenido cambia según el lugar, la época y las decisiones de la autoridad creadora. Si bien, señalo que “pretende serlo” porque, en realidad, con todos sus procedimientos formales —establecidos por el propio sistema— termina por cargarse con toda la historicidad y los hechos, bien entendidos, que hacen ser al Derecho lo que es.
Hacia un concepto de Derecho con sentido: tridimensionalismo jurídico crítico
No obstante, ambas tradiciones yerran al momento de abordar esa realidad que llamamos Derecho, por cuanto la reducen a los respectivos elementos que cada uno pretende analizar y vender como si fuera el absoluto del Derecho. A la luz de estos errores, llega el tridimensionalismo jurídico crítico —que no es, valga la redundancia, el tridimensionalismo jurídico tradicional sostenido en Miguel Reale y Carlos Fernandez Sessarego, un poco más en el primero que en el segundo, aunque ambos, evidentemente, son influencias directas—. Si bien, a mi me gusta más llamarlo: Derecho reológico[4], por lo cual sería un iusreologismo —o Realismo Jurídico Reológico[5]—.
Básicamente, lo que llegamos a decir es que el Derecho tiene tres dimensiones: lo factico —hechos, y que, en el caso de Sessarego, habla de “Vida”—, lo axiológico —valores—, y lo normativo —ley formal, lógica, racionalizada, expresado en lenguaje y plasmado en códigos—. En este sentido, se rescata el tridimensionalismo jurídico tradicional, pero nos distanciamos de ello por cuanto, unos u otros, priman la norma o la vida por sobre las demás dimensiones —como si acaso pudiesen desvincularse la una de la otra, o estructurarse jerárquicamente—, o incluso parten de un concepto de la naturaleza humana y la libertad bastante viciada. No conforme con estas distancias, a estás tres dimensiones en conjunto se les enmarca en la historicidad —evolución en el tiempo de la institución—, que es donde surgen los horizontes de sentido del Derecho —y, por consiguiente, de la comprensión humana sobre el tema—.
¿De qué trata cada dimensión y su respectivo marco? El hecho refiere a que el Derecho es un fenómeno histótico-cultural que ocurre en un tiempo y lugar determinado, es decir, se despliega en la interacción de la comunidad; el valor trata de los significados de las estimaciones que hacen los miembros de la comunidad a los hechos concretos en donde se desenvuelven —su entorno, interno y externo—, y tiene que ver con la moral; y lo normativo alude a la formalización de las leyes que surjan de lo anterior y que muchas veces es necesario expresar con palabras para tratar temas concretos —y es lo que da paso a la coacción legítima—. La historicidad media cada una de las dimensiones porque, a priori, sólo la interacción humana en el tiempo es lo que hace converger las dimensiones y las introduce en el campo del sentido para el ser humano, aprehendiéndolas por ensayo y error, moldeando su conducta. Es una dinámica evolutiva donde lo fáctivo se consolida y presiona para convertirse en norma —no siempre consiguiéndolo, y tampoco es necesario que siempre lo consiga—, lo axiológico inspira y orienta la creación de la norma, y ésta llega para probar en la realidad si es eficiente y/o justa para solucionar problemas concretos que surjan en la convivencia, con el objeto de mantener la confianza en las interacciones humanas.
Los errores del iusnaturalismo y el iuspositivismo
La constatación, aplicación, observancia y efectividad real del Derecho sólo llega en la conjunción de sus tres dimensiones. El iusnaturalismo falla al sobrevalorar la dimensión axiológica a expensas de las dimensiones fácticas y normativas, las cuales subordina a la primera. Por si fuera poco, siquiera parte de una comprensión cabal de los valores, porque para ellos es algo estático, aprehensible por la razón, y no algo dinámico que se debe a la misma naturaleza de las relaciones humanas, donde prima la relatividad de los valores —no en el sentido de escepticismo extremo, sino uno contextual y evolutivo que está mediado siempre por la intersubjetividad, que es, de facto, la característica prima facie de la dimensión axiológica—. Claro, esto la sumerge en dificultades para traducir de forma unívoca tales derechos en normas, porque desprecia la certeza jurídica en absoluto —ni el mismo Hayek, siendo, a mi juicio, el pensador más grande de la Escuela Austriaca hasta el momento, estaba de acuerdo con ello—. Adicionalmente, ignora que el Derecho tiene vigencia y efectividad en el mundo real —no metafísicas absurdas, sino una responsable científicamente— para ser considerado como tal: Derecho.
Asimismo, el iuspositivismo falla al relegar la dimensión fáctica al campo de la política, enfocándose sólo en la validez formal —norma—, sin reparar, aunque diga hacerlo, en los hechos que hacen posible y empujan a la creación de la norma, sostenida en la acción humana, mediada siempre por valores. Aunque se pueden rescatar ciertas cosas puntuales del iuspositivismo, en lo que compete a la norma, cometen el error garrafal de reducirlo a ello.
El iusreologismo: el sistema de pensamiento relativo a la naturaleza de la cosa Derecho
En este marco es que se erige el iusreologismo, como un sistema de pensamiento relativo a la naturaleza de esa cosa que llamamos “Derecho”, y que en última instancia es una teoría crítica y dinámica del Derecho que, groso modo, postula que la realidad jurídica no puede ser reducida a una única dimensión —ni axiológica, ni normativa—, sino que es la integración evolutiva constante de tres dimensiones fundamentales: lo fáctico —el hecho histórico-cultural y la interacción comunitaria—, lo axiológico —los valores y las estimaciones morales relativas y dinámicas de la comunidad— y lo normativo —la ley formal, lógica, racionalizada y codificada—. Además, el rasgo distintivo que se concibe es la Historicidad —evolución en el tiempo de la institución, el ensayo y error— no como una dimensión adicional, sino como el marco estructural —u horizonte de sentido— que envuelve y media la convergencia dialéctica de las tres dimensiones. Esto es: el proceso de tensión, conflicto y superación constante en la interacción de lo fáctico, lo axiológico y lo normativo hace ser, y al mismo tiempo impulsa su evolución, a un sistema con identidad propia que llamamos “Derecho” —las tres dimensiones y su marco no son una suma o yuxtaposición de partes, sino un todo—. En este marco, el Derecho se entiende como un sistema en flujo permanente cuya finalidad es moldear la conducta humana y mantener la confianza en las interacciones mediante un proceso de prueba y ajuste.
Un verdadero estudio del Derecho debe partir de la integración evolutiva de la norma, el hecho y el valor a lo largo del tiempo, porque el Derecho no es una realidad unidimensional, como lo pintan desde el iusnaturalismo y el iuspositivismo, sino que es multidimensional. Y sólo comprendiendo bien la naturaleza humana —sistema humano— y la naturaleza de la sociedad —sistema sociedad— es que se pueden abarcar estos temas cabalmente —o al menos hasta el cenit de lo que nos permite el conocimiento hoy—.
¿Quieren textos para, en mayor o menor medida, comprender el asunto? Por ahora, hasta que se publiquen los tratados del Creativismo Filosófico, en sus diferentes vertientes, pueden aproximarse leyendo lo siguiente:
Lean sobre el tridimensionalismo jurídico: Carlos Reale y Carlos Fernández Sessarego —o sus estudiosos, pero ellos son la base—.
Lean la teoría egológica del Derecho: Carlos Cossio, en donde se presenta el Derecho como “conducta en interferencia intersubjetiva”, siendo, no la norma, sino la conducta humana el objeto de estudio del derecho —algo que comparte con el tridimensionalismo jurídico tradicional, al menos por el lado de Sessarego—.
Lean a los libertarios Bruce Benson —justicia sin estado— y Bruno Leoni.
Lean a Hayek, los procesos espontáneos y su obra magna sobre el asunto aplicado al Derecho: Legislación y libertad. Y léanla bien —estúdienla—.
Lean a César Martínez Meseguer y la teoría evolutiva de las instituciones sociales, que trasciende a Hayek sobre el tema, especialmente el método de estudio para abordar el estudio de las instituciones a lo largo del tiempo.
Conversen con Ilxon Rojas, o, en su defecto, conmigo.
Pero, sobre todo, pongan en tela de juicio sus dogmas. La ciencia y la defensa de la libertad nunca han avanzado con dogmas, más bien todo lo contrario. Y hoy el liberal, lamentablemente, se ha quedado rezagado con teorías de los siglos XVIII, XIX y XX que, aunque fueron funcionales en el momento, y se avanzó con el conocimiento que se tenía, en definitiva, no sirven para abordar los asuntos que competen a la libertad con rigurosidad. Empero, se necesita humildad intelectual para hacer todo ello.
[1] Un simple inciso que no compete al tema: aquí hablamos de poder político concentrado, pero también cabe el económico.
[2] Yo quisiera ver cómo van a evitar esos liberales que yo me entregue a la esclavitud de forma voluntaria, sin apelar a la coacción y sin intentar minusválidar mi voluntad. Allí se les acaba todo el discurso moralista entorno a la voluntad y la libertad.
[4] Apelando a la terminología de la herramienta “Reología filosófica” que desarrolla el grupo de “Filosofía fundamental”, encabezado por el profesor Sierra-Lechuga. Si bien, que lo tengamos de referencia no significa que adhiramos a absolutamente todos sus postulados.
[5] Que no es el Realismo jurídico norteamericano.
Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es Coordinadora Nacional de EsLibertad Venezuela.
“La educación, en lugar de ser un espacio para el descubrimiento y la expresión genuina, se ha convertido en un molde que hace uniforme el pensamiento, en muchos casos yendo por el camino del adoctrinamiento, consciente o inconscientemente, porque presenta una visión unilateral del mundo, evitando el debate abierto sobre temas controvertidos o imponiendo una ideología particular”
Oriana Aranguren
Vivimos en una época marcada por la transformación tecnológica y mucha complejidad al momento de abordar problemas sociales. Sin embargo, a mi juicio, la educación se erige como uno de los principales que se debe abordar, ya que repercute directamente en el desarrollo humano en libertad. El debate sobre su propósito y metodología es más pertinente que nunca, porque muchas veces es aprovechado por los poderosos, no para “cultivar el alma”, esa concepción sobre “educare” que se tenía de la educación, sino para instrumentalizar y adoctrinar a las personas, con el objetivo de que sean más fáciles de gobernar.
En este contexto, es bueno preguntarse: ¿Debe la educación limitarse a ser un mero instrumento de capacitación para el mercado laboral, o debe aspirar a algo más profundo, al cultivo integral del ser, a la nutrición del alma? En este ensayo defenderé la tesis de que sólo la libertad puede servir como cimiento para una educación auténtica, una que fomente el pensamiento crítico, desate la creatividad innata y permita el florecimiento del espíritu, en contraposición a un sistema educativo que, con demasiada frecuencia, instrumentaliza, coarta la originalidad y, en última instancia, deriva en el adoctrinamiento —orquestado por el Estado para su beneficio, como es de esperarse—.
La crisis de la educación contemporánea
El panorama educativo actual, en muchos contextos, parece haber extraviado su brújula humanista. La presión por resultados medibles, la estandarización de los currículos, y la visión de la educación primordialmente como una herramienta para la empleabilidad, han conducido a una creciente instrumentalización del proceso de aprendizaje, en cuanto se prioriza la adquisición de habilidades técnicas y conocimientos específicos, a menudo en detrimento del desarrollo del pensamiento profundo, la capacidad de reflexión y la exploración autónoma del saber. Como bien se intuye en las críticas a los sistemas tradicionales que impulsaron los movimientos de una “pedagogía libertaria” en el siglo XIX y XX[1], el modelo de “ordeno y mando” y la enseñanza enfocada en la mera transmisión de información generan autómatas en lugar de individuos pensantes.
Asimismo, deriva en una limitación de la creatividad muy peligrosa, porque el énfasis se pone en la respuesta correcta, en la memorización de datos y en la conformidad con métodos preestablecidos, sofocando la curiosidad natural de las personas, sobre todo de los niños, y su capacidad para explorar soluciones novedosas. Así, surge el “miedo al error”, que es inherente a los sistemas evaluativos rígidos que inhiben la experimentación y la asunción de riesgos intelectuales, componentes esenciales del acto creativo.
De este modo, la educación, en lugar de ser un espacio para el descubrimiento y la expresión genuina, se ha convertido en un molde que hace uniforme el pensamiento, en muchos casos yendo por el camino del adoctrinamiento, consciente o inconscientemente, porque presenta una visión unilateral del mundo, evitando el debate abierto sobre temas controvertidos o imponiendo una ideología particular. De hecho, me atrevo a decir que, muy probablemente, muchos de los problemas de las democracias actuales se deban a la sumisión acrítica al orden establecido y a la masificación que anula la persona, que son resultados de una educación que no cultiva el pensamiento crítico.
Un faro de esperanza basado en la Libertad: una pedagogía libertaria
Frente a este panorama, la pedagogía libertaria, aunque a menudo malinterpretada y asociada con el desorden, ofrece una alternativa radical y profundamente humanista, ya que su núcleo reside en una confianza inquebrantable en la naturaleza intrínsecamente curiosa y creativa de las personas —principalmente niños— y en la convicción de que el aprendizaje más significativo florece en un ambiente de libertad.
Partiendo de las experiencias concretas de algunos educadores, la historia de la pedagogía libertaria es un testimonio del poder de la libertad en la formación —fungiendo como un precedente para los diversos modelos educativos en libertad que hay hoy en día, por cierto—. En este sentido, podemos mencionar a los “maestros-compañeros” de Hamburgo en los años veinte, quienes llevaron esta idea a la práctica al permitir que la actividad escolar fuera regida por la voluntad de los alumnos, sin coacción alguna para aprender. Al principio, aunque se condujo a un “caos necesario” del que emergería algo nuevo, su objetivo era vivir fraternalmente con los niños, reconociéndolos como personas completas cuya personalidad debía desarrollarse respetando al máximo su libertad. Para ellos, el único programa era el propio niño, con sus intereses y su visión del mundo.
Alexander Sutherland Neill, con su célebre escuela Summerhill, representa quizás un equilibrio dentro de esta corriente. Aunque Neill no se definía como anarquista, su escuela se fundamentaba en la libertad y en la creencia en la bondad infantil. Con este pensamiento, en Summerhill las lecciones eran optativas y los niños podían elegir no asistir durante años si así lo deseaban, porque no existía una vigilancia opresiva: los niños se vestían como querían y se les permitía vivir sin la constante interferencia adulta que, según Neill, solo produce “una generación de autómatas”[2]. La clave estaba en la autorregulación: la disciplina no era impuesta por los profesores, sino elaborada y gestionada por la propia comunidad de alumnos y maestros.
Más tarde, este espíritu encontraría eco en el movimiento de las “escuelas libres” en Estados Unidos, que experimentó un crecimiento notable a finales de los años sesenta y principios de los setenta. En estas escuelas, a menudo fundadas por padres, profesores y alumnos con planteamientos liberales o radicales, buscaban una reforma educativa radical, apartándose de la disciplina tradicional, los horarios rígidos, los exámenes constantes y los planes de estudio inflexibles, desembocando en que, en algunas de estas escuelas, el poder llegara a estar en manos de los estudiantes, quienes contrataban profesores y formulaban la filosofía del centro, demostrando una confianza absoluta en la capacidad y el deseo de aprender de los jóvenes.
Figuras como Ellen Key llevaron la idea de la libertad infantil a sus consecuencias más extremas, llegando a afirmar que “el gran misterio de la educación consiste en no educar”. Más allá de si estamos o no de acuerdo con su postura —que puede parecer exagerada—, lo cierto es que subraya un profundo respeto por la autonomía del niño y su capacidad para auto-dirigir su desarrollo. En esta misma línea encontramos a Ferrer Guardia, en España, con su Escuela Moderna, quien intentó sustraer a los hijos del pueblo de una educación tradicional que generaba servidumbre, buscando la emancipación del niño a través del contacto con la naturaleza y el desarrollo espontáneo.
La Libertad como marco para cultivar el pensamiento crítico y la creatividad
Las experiencias de la pedagogía libertaria, con sus éxitos y con sus fracasos o desafíos, ilustran una verdad fundamental: no se trata de que libertad sea simplemente la ausencia de restricciones, sino en lo que esto se traduce, a saber, en la condición necesaria para el cultivo del alma. Cuando un niño se siente libre para explorar sus intereses, para cuestionar, para cometer errores sin temor al castigo, y para participar activamente en la construcción de su propio aprendizaje, se sientan las bases para un pensamiento verdaderamente profundo. No por nada, como ya mencioné antes, han surgido varios estilos de educación en distintas partes del mundo que han optado por este tipo de enseñanzas, aunque con metodología —fundamentada en la libertad, no limitándola—.
No es de extrañar que en un ambiente de libertad la curiosidad se convierta en el motor del aprendizaje, porque éstos no aprenden porque se les obliga, sino porque desean comprender el mundo que les rodea —son curiosos por fuerza natural, por eso viven preguntando cada momento: ¿Por qué?, ¿Y por qué?, ¿Y por qué?, y después le sigue otro ¿Por qué?—. Esta motivación intrínseca es mucho más poderosa y duradera que cualquier incentivo externo. Es decir, la libertad permite que el aprendizaje sea un acto de descubrimiento personal, donde el conocimiento se integra de manera significativa en la estructura cognitiva del individuo, en lugar de ser una colección de datos memorizados superficialmente —que luego se olvidan, porque no hay aprendizaje real, porque si lo hubiera, no se olvidara. En circunstancias normales, nadie aprende a manejar una bicicleta y luego lo olvida, por ejemplo.—. La creatividad, esa capacidad tan valorada pero tan a menudo reprimida, encuentra en la libertad su terreno más fértil.
Un niño que no está constreñido por la rigidez de un currículo único o por la expectativa de una única respuesta correcta, se atreve a imaginar, a experimentar con ideas divergentes, a combinar conceptos de formas novedosas. Si se elimina la presión de los exámenes estandarizados y las calificaciones constantes, se puede crear un espacio seguro para la exploración creativa, donde incluso el juego, la experimentación y la libre expresión artística y manual se conviertan en herramientas para el crecimiento.
Además, por si fuera poco, la educación en libertad fomenta la responsabilidad y la autonomía, ya que los niños participan en la toma de decisiones sobre su aprendizaje y la vida de su comunidad escolar, desarrollando un sentido de pertenencia y un compromiso activo. ¡Aprenden a gobernarse a sí mismos, a negociar, a resolver conflictos y a asumir las consecuencias de sus elecciones! Es más, esta es una preparación mucho más efectiva para una vida adulta plena y participativa que la sumisión pasiva a la autoridad.
Desafíos de una educación en libertad: quizá una utopía necesaria
Es innegable que la implementación de una pedagogía basada en la libertad presenta desafíos, pues requiere educadores profundamente comprometidos, con una gran confianza en los niños y una capacidad para guiar sin imponer; exige también un cambio de mentalidad en la sociedad y en los propios padres, muchos de los cuales han sido formados en sistemas autoritarios y pueden sentir desconfianza ante la ausencia de estructuras rígidas. Asimismo, las experiencias de Hamburgo, por ejemplo, enfrentaron dificultades económicas, falta de maestros competentes y errores pedagógicos, lo que sugiere que una revolución pedagógica quizás deba ir de la mano de una transformación social más amplia; y en la actualidad, recurrir a modelos educativos con metodologías requiere de un nivel de recursos que muchos no poseen.
Sin embargo, las dificultades no invalidan el ideal. Es posible que, si las personas se hacen conscientes de la necesidad de la libertad en el proceso educativo, en todos los niveles, pero principalmente en las primeras etapas de la vida humana, y se comience a exigir por ello, con el tiempo la libertad sea admitida en las aulas de clases —si es que siguen existiendo aulas—. Esa, sin duda, aunque pueda parecer lejana, es una meta necesaria si aspiramos a formar seres humanos completos, críticos y creativos, capaces de construir un futuro mejor, porque si no, la alternativa es perpetuar un sistema que lleva a la mutilación del espíritu del niño y a la formación de individuos sin pasión, sumisos, indiferentes y sin pensamiento crítico. El trabajo, entonces, no lo tiene el Estado, sino, principalmente, los padres, y los ciudadanos que nos interesamos por una sociedad mejor.
En el vasto tablero de la geopolítica latinoamericana y asiática, pocas figuras encarnan mejor la paradoja del contrapoder que Aung San Suu Kyi y María Corina Machado.
Ambas mujeres, iconos de la resistencia no violenta contra regímenes autoritarios, han sido elevadas a laureadas del Nobel de la Paz: Suu Kyi en 1991 por su lucha contra la junta militar birmana, y Machado en 2025 por su desafío al chavismo en Venezuela. Ambas prometían ser faros de democracia, pero su ascenso al poder ha sido tan elusivo como un espejismo en el desierto. ¿Por qué, a pesar de victorias electorales abrumadoras y apoyo internacional, el mando real les ha sido negado? En el caso de Machado, esta elusión se entreteje con la presencia militar estadounidense en Venezuela —formalmente justificada por la “guerra contra las drogas”—, y con una percepción sutil, pero persistente en los círculos de poder de Washington, de que ella no está “preparada” para gobernar. Esta narrativa, tejida entre halagos y reservas, revela no solo las fragilidades de estas líderes, sino las dinámicas de un imperialismo que coquetea con la democracia solo cuando conviene.
Paralelismos en la Trayectoria: Del Icono al Exilio Interno
Aung San Suu Kyi y María Corina Machado comparten un guion casi idéntico: hijas de elites educadas en Occidente (Suu Kyi en Oxford, Machado en Yale), regresan a sus países para fundar movimientos cívicos que escalan a plataformas políticas. Suu Kyi, hija del héroe independentista birmano Aung San, fundó la Liga Nacional por la Democracia (LND) en 1988, ganando elecciones en 1990 que la junta ignoró, confinándola a 15 años de arresto domiciliario.
Machado, ingeniero industrial de 58 años, inició con Súmate en 2002 para defender el voto, fue elegida diputada en 2011 con récord de sufragios, y expulsada en 2014 por denunciar corrupción chavista. En 2023, arrasó en primarias opositoras con el 92% de los votos, pero fue inhabilitada para las presidenciales de 2024, optando por un sustituto, Edmundo González, cuya victoria alegada fue robada por Maduro.
Ambas han sido “Santas laicas” para Occidente: Suu Kyi, la “Mandela birmana”, simbolizó la no violencia hasta su caída por defender al ejército en el genocidio rohinyá (2017), que le valió el descrédito global y un golpe en 2021 que la encarceló nuevamente. Machado, comparada explícitamente con ella en medios como The Times of India y The Christian Science Monitor, recibe elogios por su “coraje moral” contra la “oscuridad creciente” de Maduro, pero con una advertencia: “Ser comparada con Suu Kyi es un cumplido y una alerta” ante riesgos de “absolutismo” y “compromisos morales”. En X, usuarios como @Franchuterias destacan cómo el Nobel de Machado, como el de Suu Kyi, envía un “mensaje a los demócratas”, pero ignora si podrá asistir, al igual que su predecesora en 1991.
El poder les ha sido elusivo por mecanismos similares: militares todopoderosos (la Tatmadaw en Myanmar, las Fuerzas Armadas en Venezuela) que vetan transiciones. Suu Kyi gobernó de facto desde 2015, pero la constitución birmana le prohibía la presidencia por sus hijos extranjeros, y el ejército retuvo el 25% de escaños. Machado, inhabilitada por “corrupción” (acusaciones que ella desmiente como distracciones de la crisis económica), vive oculta desde enero de 2025, tras un secuestro y golpiza que la dejó herida visiblemente. Ambas victorias electorales —la LND en 2015 para Suu Kyi, González-Machado en 2024— fueron anuladas, dejando a estas mujeres como “líderes sin corona”.
¿En qué consiste la presencia de USA en Venezuela?
Aquí radica la gran diferencia: mientras Suu Kyi luchó contra una junta aislada, Machado opera en un contexto donde la “armada americana” —como las llama— orbita Venezuela bajo el pretexto de la guerra contra las drogas. Desde agosto de 2025, EE. UU. ha desplegado siete buques de guerra, un submarino de propulsión nuclear y 6.500 tropas en el Caribe, hundiendo al menos cinco embarcaciones venezolanas con 27 muertos en strikes “antinarcos”. Trump justifica esto como “conflicto armado no internacional” con carteles como Tren de Aragua, designados “narco-terroristas”, y ha autorizado operaciones encubiertas de la CIA en suelo venezolano.;Maduro denuncia “fake news” y moviliza milicias; analistas ven un “pretexto” para derrocarlo, sin aprobación del congreso.
Machado apoya esto abiertamente: en entrevistas con BBC y Christiane Amanpour, celebra el “despliegue internacional” para cortar “ingresos ilícitos” al régimen, y coordina con asesores de Trump planes para las “primeras 100 horas” post-Maduro. Dedica su Nobel “en parte a Trump”, quien la nominó vía Marco Rubio. Pero esta alianza no garantiza el poder: EE. UU. la respalda como “símbolo”, pero la presencia militar —con strikes ilegales según la ONU— escalada la tensión sin derrocar a Maduro, dejando a Machado en un limbo de “espera estratégica”.
Percepciones en Washington: ¿Una Líder “No Preparada”?
En círculos de poder estadounidenses —el Departamento de Estado, Think Tanks como Chatham House, y asesores trumpistas—, Machado es alabada por su “valentía increíble” (David Smilde, Tulane), pero con reservas sobre su preparación para gobernar. Críticos la ven como “extremista de derecha”, promotora de privatizaciones petroleras que enriquecerían a firmas yankis, y aliada en el fallido “gobierno interino” de Guaidó (2019-2023), que dilapidó activos venezolanos. Como Suu Kyi, cuya “falta de habilidades” para reconciliar etnias la hizo fallar en gobernar, Machado es vista como “símbolo, no estadista”: valiente en protestas, pero inexperta en coaliciones amplias o políticas sociales. En The Guardian, se cuestiona si su “amenaza creíble de fuerza internacional” (2019) la descalifica para la paz. EE. UU. la usa como “proxy”, pero teme que su “absolutismo” genere caos post-Maduro, similar al backlash contra Suu Kyi por los rohinyá.
Conclusión: Contrapoder en Jaque
Suu Kyi y Machado ilustran cómo el contrapoder femenino en dictaduras es celebrado globalmente, pero saboteado local e internacionalmente. El Nobel las inmortaliza como mártires, pero no las empodera: Suu Kyi languidece presa; Machado, oculta, depende de un Trump volátil, cuya “guerra contra drogas” es eufemismo para la hegemonía estadounidense. En Washington, la percepción de Machado como “no preparada” —extrema, dependiente de intervenciones— refleja una dualidad preocupante para los venezolanos: se aplaude su lucha, pero se reserva el timón para proxys más “gobernables”.
En este escenario, cabe resaltar que para la secuestrada asiática su reclusión domiciliaria no parece tener fin, para la venezolana, junto a un escenario opositor turbio, no disciplinado y cuestionable, pareciera que la flota militar en el Caribe no basta para encender el cambio. Pero, al final, solo la historia lo dirá.
Valentina Gómez es economista (UCAB), fundadora Impulsa Tu Economía, y coordinadora local senior de EsLibertad Venezuela. En todos sus espacios, aprovecha cada oportunidad para reflexionar sobre las ideas de la libertad y empoderar a quienes le rodean.
“La educación formal nos da las herramientas para ser más racionales, críticos y competentes. Nos enseña a resolver problemas, analizar y entender lo que nos rodea. Sin embargo, no siempre nos enseña a desarrollar la empatía, la compasión o la solidaridad.”
Oriana Aranguren
Hace poco leí una frase que me hizo reflexionar: “ La violencia no es algo aleatorio, es una respuesta desesperada a un sistema de desigualdades que ha fallado”. En este artículo analizaremos los motivos que han impulsado la violencia como recurso ante las diferencias, mi punto de vista y una posible solución. Resulta inquietante pensar en el futuro de una sociedad que continúe así.
Kirk era activista; realmente no importa su ideología. Lo que realmente importa es que su única arma era un micrófono y fue asesinado por miedo a su capacidad de influir. ¿A cuántos de nosotros nos gusta opinar? ¿Cuántos de nosotros ha tenido una opinión distinta a la de un grupo de personas? La opinión es un derecho, al perderse se pierde la libertad. Atacar la libertad de expresión es atacar la libertad de pensamiento, atentar contra la democracia y, poco a poco, eliminar rastro de oposición con el fin de adoctrinar a la población. De continuar de esta manera se normalizará esta opción para silenciar a los demás.
Al igual que Kirk, Miguel Uribe Turbay también fue silenciado. Ambos compartían la misma arma. Nadie debería ser atacado en un momento de exposición pública, es como disparar por la espalda, tu oponente no está alerta, mucho menos preparado o en igualdad de posición. Es desgarrador que esto ocurra y que hablar se convierta en un acto de rebeldía.
Miguel Uribe, excandidato presidencial asesinado en Colombia
¿Qué que motiva a las personas al uso de la violencia?
Como dice Corey Robin en su libro: “El miedo: historia de una idea política”, el miedo no es solo algo que existe en las personas, sino que es un instrumento para mantener el statu quo y perpetuar el dominio de las élites sobre el resto de la sociedad.
Amnistía Internacional y Human Rights Watch concuerdan en que el objetivo es evitar que se difundan ideas que promueven la justicia social, la defensa de los derechos humanos y la rendición de cuentas.
En resumen, uno de los motivos principales y más importante de estos actos es el miedo a las ideas del activista o político, se utiliza como control social. Suele ocurrir que estos actos son realizados por personas extremistas y manipuladas por una figura de autoridad o una creencia que les dice que violencia es la única respuesta. Una persona así está desvinculado a la creencia de que Dios existe, una persona que cree en el Dios católico, no mataría.
Ahora, hay un escritor que realizó uno de los mejores libros que he leído en mi vida, Yuval Noah Harari escribió: “Sapiens: De animales a dioses”. En este explica la creación de la creencia de que Dios existe, por qué es importante que creamos en un ser superior y cómo esta creencia nos ha formado como mejores seres humanos, alejándonos de nuestros instintos más primitivos.
Recordemos que los seres humanos somos animales. Lo que nos diferencia de otros animales es nuestra capacidad de razonar, discernir entre lo bueno y lo malo y poder tomar decisiones que nos den un mejor resultado en la vida. Creer en Dios es importante para temerle a algo más grande y poderoso que nosotros, por décadas nos ha salvado de conflictos y alejado de antiguas normas sociales.
Una de esas normas que se ha ido eliminando es la poligamia. Cuando un hombre tiene varias mujeres, su vida se vuelve caótica y genera conflictos en su entorno. Al tener una sola pareja, su atención puede enfocarse en cuidar a su familia, ser un mejor padre y un mejor ser humano. En pocas palabras, la creencia en Dios ha sido un factor crucial para ordenar la sociedad. Ha permitido que vivamos de una manera más organizada y menos primitiva.
Harari lo explica en su libro con algo como: «Dios no existe, pero no se lo digas a mi jardinero, porque me mataría». La frase del «jardinero» ilustra que, aunque una creencia sea una ficción, el miedo a las consecuencias de esa creencia es muy real. El jardinero no mataría a su jefe porque exista un dios, sino porque cree en las reglas, las leyes o los castigos que esa creencia impone. Es el miedo a la ira divina, o a la condena social, lo que lo mantiene obediente.
Aunque no creas en Dios, es necesario promover los valores que la religión ha inculcado en la sociedad, como el respeto, la tolerancia y la cooperación, ya que la educación por sí sola no es suficiente.
La educación formal nos da las herramientas para ser más racionales, críticos y competentes. Nos enseña a resolver problemas, analizar y entender lo que nos rodea. Sin embargo, no siempre nos enseña a desarrollar la empatía, la compasión o la solidaridad. Un asesino, por ejemplo, puede ser una persona muy educada, pero sus actos demuestran una total falta de valores morales. En cambio, la religión nos enseña a sentir, a ponernos en el lugar del otro y a actuar con empatía y compasión.
Hoy en día, cada vez más personas se identifican como no religiosas. Si bien es cierto que la idea de un solo camino a la verdad puede llevar a la intolerancia y a la violencia, la forma en que se interprete y se aplique esa creencia es crucial. Si aplicamos el entendimiento, podremos mejorar esta creencia y, con ella, a nuestra sociedad.
¿Estás de acuerdo? ¿Qué más podemos hacer para mejorar la sociedad?
A un año de las fallidas elecciones del 28 de julio del año pasado, el escenario geopolítico ha dado un vuelco. La designación del gobierno como organización terrorista, la condena a su negocio alterno al petrolero y la presencia de la flota de guerra norteamericana más grande y autosuficiente jamás movilizada en el Caribe dan cuenta de un punto de quiebre culminante, pero no necesariamente expedito.
La asociación del régimen a las causas más condenables de la humanidad le otorgan un peso militar específico, sus alianzas regionales (Cuba) y mundiales (Rusia y China) podrían convertir a nuestro territorio en la respuesta de la guerra proxy, un formato que prolongó la agonía de Assad en Siria.
El arribo de Chávez al poder produce las condiciones de una guerra civil hasta ahora contenida con el pacto secreto y descarado con el tinglado del colaboracionismo. Pero el evidente vacío de representación y liderazgo de la oposición podría generar espontáneamente una fuerza de insurrección hacia al chavismo comparable con el caso libio o, más atrás, la insurgencia española al reinado de Pepe Botella Bonaparte en el siglo XIV.
Ya la dictadura subversiva, en sí misma, tiene sus grupos en Armas entre criollos e importados, lo cual limita la decisión de las Armas de EE. UU. a atacar con todo el poder de sus capacidades. Por ahora.
Es bien sencillo, no se quieren dar el lujo de hacer de Caracas una nueva Bagdad y no encontrar en la incursión al Saddam tropical.
Pero el escenario pavoroso para la población civil y el resto de la superviviente infraestructura nacional es un ataque teledirigido con misiles con objetivos quirúrgicos que liquidar, por ejemplo, laboratorios y centros de acopio.
Ante una dirigencia que a la que poco importa la felicidad de los ciudadanos (Régimen y colaboradores) la subversión buscaría utilizar a la población civil como escudo, ¿Aleppo, Damasco o más cerca Gaza?
Es necesario recordar que Siria comenzó como protestas en 2011 y escaló a un conflicto total con intervención extranjera, resultando en la deposición de Assad en 2024. Una década de hostilidades Sirias, incontables muertes, destruccion total, estoy convencido de que no es lo que busca la misión militar Norteamericana en el Caribe.
Pero eso ni impide, ni previene, que la liberación del territorio de Venezuela pueda ser un proceso agónico enmarcado en controlar el narcotrafico, asegurar sanciones y destruir lo ilícito. El otro problema que cabe señalar, y sin duda conocido por EE. UU., es ¿Quien eventualmente reemplazaría al chavismo? Ese es también un mayor problema.
Oriana Aranguren estudia Ciencias Fiscales, mención Aduanas y Comercio Exterior, y es cofundadora del capítulo Ladies of liberty Alliance (LOLA) Caracas, desde donde se promueve el liderazgo femenino en el movimiento libertario. También, es Coordinadora Nacional de EsLibertad Venezuela.
«(…) En un sistema descentralizado, las minorías ideológicas o de estilo de vida pueden encontrar refugio en jurisdicciones que se adapten a sus valores, yendo hacia ellas si así lo consideran mejor.«
Oriana Aranguren
La filosofía política se centra, en última instancia, en el modo en que se debe organizar la sociedad y, desde tiempos modernos, la tensión entre el individuo y el poder del Estado, donde la libertad ha sido, en esencia, la búsqueda de límites a la coacción arbitraria del poder. En este sentido, en nuestro tiempo este debate encuentra un nuevo paradigma que merece consideración en el debate público, a saber: la competencia entre jurisdicciones locales, que, básicamente, son confederaciones —aún más radical y local que las federaciones—. Y ésta merece considerarse precisamente por alejarse de la narrativa de la soberanía nacional y mostrarse como un escenario que expande la libertad individual, en la medida en que la idea ciudades y municipios que compiten entre sí por atraer residentes y capital mediante la reducción de impuestos, la desregulación y la provisión eficiente de servicios, actúan como un bastión contra la uniformidad impuesta por los gobiernos centralizados.
Lo cierto es que el régimen de confederaciones podría ser un mecanismo observable y robusto para fomentar el bienestar y la autodeterminación de las localidades, y es precisamente sobre ello que pretendo hablar en este texto, argumentando que el confederalismo, delineado por la competencia jurisdiccional, manifestaría políticas fiscales más atractivas, una desregulación inteligente y, de ameritarlo el caso, una provisión eficiente de los servicios públicos, fungiendo como mecanismo para disciplinar al Estado, llevándolo a la mínima expresión —o servir de camino para eliminarlo por completo, si gusta a los libertarios más radicales—, y fomentar la innovación, maximizando la libertad y, con ello, empoderando al ciudadano. Vamos a ello.
Breve paso por los fundamentos teóricos: el voto con los pies y la disciplina del mercado político
Para empezar, he de señalar que el andamiaje intelectual que sostiene este argumento fue articulado de manera seminal por el economista Charles Tiebout en su ensayo de 1956, “Una teoría pura de los gastos locales”, en la que el autor propone un modelo revolucionario en el que el ciudadano no es un mero sujeto pasivo de las decisiones gubernamentales, sino un “consumidor-votante”, es decir, alguien con “consume” en una localidad y puede incidir con sus elecciones en ella a través del “voto”. Partiendo de ello, sostiene que en un sistema con múltiples jurisdicciones locales, cada una ofreciendo una especie de “paquete” distinto de bienes públicos —seguridad, educación, parques— a un “precio” determinado —que serían los impuestos locales—, los individuos pueden “votar con los pies”, es decir, revelan sus preferencias y maximizan su utilidad eligiendo la comunidad que mejor se alinea con sus deseos.
En su momento, Tiebout observó una diferencia fundamental entre los bienes privados y los bienes públicos, encontrando que en el mercado los individuos revelan sus preferencias directamente a través de sus compras, por lo que, si prefieren un producto sobre otro, lo compran, enviando una señal clara a los productores —a través del sistema de precios, como indica la Escuela Austriaca de Economía—; sin embargo, con los bienes públicos proporcionados por un gobierno central —seguridad, justicia, política monetaria, salud, educación, entre otros— la revelación de preferencias es casi imposible, porque el ciudadano se ve obligado a aceptar el “paquete” completo de políticas, le guste o no.
Por otro lado, hemos de considerar a la escuela de la Elección Pública (Public Choice), que es una corriente que aplica el análisis económico a la política, desmitificando la noción del “interés público” y tratando a los políticos y burócratas como lo que son: actores racionales que, al igual que los individuos en el mercado, buscan maximizar sus propios intereses —poder, presupuesto, prestigio—, lo cual se integra perfectamente con el concepto de Tiebout y nos lleva a la conclusión de que, en un sistema centralizado y monolítico, estos actores enfrentan pocos incentivos para ser eficientes o responder a las necesidades ciudadanas, dado que el coste de la “salida” —emigrar del país— es extremadamente alto, si acaso no imposible, y la “voz” —el voto— es a menudo demasiado difusa para generar cambios significativos.
De lo abstracto a lo concreto: la lógica del mercado en la política
Con esto en mente, e integrando las ideas, podemos comprender por qué, entonces, el régimen de confederaciones es mejor para sus ciudadanos: porque se adapta más fácil a sus necesidades y está mediado por la competencia, el mercado. Así, si una ciudad impone una carga fiscal excesiva para los servicios que ofrece, o si sus regulaciones ahogan la iniciativa personal, sus residentes más móviles —y con ellos, su base impositiva— simplemente se mudarán a una jurisdicción vecina más atractiva, lo cual, siguiendo la lógica de “mercado” —mercado político institucional—, crearía un contrapeso o unos incentivos que llevarían a las jurisdicciones locales a mantener sus servicios y sus precios atractivos para los ciudadanos, incentivando, a su vez, la empresarialidad de cada uno.
Así, la lógica del mercado se traslada al modo en cómo se organizan las jurisdicciones locales y que cada persona, en libertad, decide entre las opciones que tiene —más opciones—, siendo en sí mismo un acto de elección transforma la relación entre el ciudadano y el gobierno, porque éste deja de ser un monopolista ineludible para convertirse en un proveedor de servicios en un mercado competitivo —es aquí donde se introduce una disciplina de mercado en la esfera política porque transforma la relación entre el ciudadano y el gobierno local en algo más parecido a la relación entre un cliente y una empresa, siendo el gobierno local el que debe ganarse a sus ciudadanos cada día, y no al contrario, y mucho menos esperando la cantidad de tiempo que pretenden imponérseles en estos Estados modernos “democráticos”, donde se pretende alcanzar un cambio solo en época de elecciones—.
En este marco, si una administración municipal se vuelve ineficiente, corrupta o impone una carga fiscal desproporcionada en relación con los servicios que ofrece, arriesga un éxodo de sus “clientes” más valiosos: los contribuyentes y las empresas. Y todo ello es gracias a que las localidades se verían en la obligación de competir entre sí en el campo fiscal —alto o bajos impuestos, qué tipo de impuestos, por qué y para qué—, regulatorio —si son onerosas, si hay mucha burocracia, si son arbitrarias, entre otras cosas a considerar, y en la eficiencia para la provisión de servicios —en los que incluso se puede demandar que sean suministradas por empresas privadas, o que el sector público compita con el privado en un plano de “igualdad”—.
Para ilustrar el punto: imagine una persona que valora enormemente los parques y las bibliotecas, pero le importa menos el pago de impuestos, pues, él podría mudarse a una ciudad que tribute más a cambio de los excelentes servicios que le gustan; o piense en un joven emprendedor que prioriza mantener la mayor parte posible de sus ingresos para reinvertir en su negocio, éste podría elegir un municipio con impuestos mínimos, aceptando a cambio un nivel más básico de servicios públicos.
Si bien, para apreciar plenamente los beneficios de la competencia local, es útil contrastarla con el modelo de gobierno centralizado.
En contraposición al poder concentrado
Un Estado central, por su propia naturaleza, es monopólico, concentra todo el poder e impone una uniformidad a todo el territorio: mismas leyes, mismos impuestos, mismas regulaciones —o con más o menores cambios para ciertas localidades, pero para nada adaptativo, dinámico, a la rapidez en que sí lo haría el régimen de confederaciones— para poblaciones muy diversas, como si se intentara poner una misma talla de zapato a toda la población. Este hecho, ignora una de las ideas más profundas del pensamiento económico popularizada por Friedrich Hayek: el problema del conocimiento, es decir, el hecho de que ningún planificador central puede poseer en todo momento, en todo lugar, a cada instante, el conocimiento disperso y tácito sobre las necesidades, preferencias y condiciones específicas de cada comunidad local.
Asimismo, dicha uniformidad impuesta ahoga la experimentación, el aprendizaje por ensayo y error, y mata la capacidad de adaptación de la sociedad entera, puesto que, por ejemplo, si una nueva política resulta ser un fracaso, sus consecuencias negativas se extienden por toda la nación. En contraste, si contamos con un régimen de gobierno descentralizado, que funciona como una especie de red de “laboratorios de políticas” —por decirlo de alguna manera—, el mal solo se extendería a la localidad, y los mismos tendrían mecanismos para solucionarlo de forma rápida y efectiva. Así, aquellos experimentos exitosos pueden ser emulados por otras ciudades, mientras que los fracasos quedan contenidos localmente y sirven de lección para los demás —lo cual constituye un proceso evolutivo de ensayo y error que es fundamental para el progreso social y es, de hecho, lo que dio paso a la civilización y al progreso a lo largo de la historia del ser humano—. Todo ello es y sería imposible bajo un régimen centralizado
Se soluciona el problema de volumen de la Democracia
En adición, la consecuencia más profunda de este modelo competitivo es la expansión del ámbito de la libertad individual a través de la multiplicación de las opciones de vida, que se contrapone a la lógica de la sociedad uniforme, impuesta por un gobierno centralizado, que es inherentemente liberticida en cuanto asume que una única solución es adecuada para millones de personas con valores, preferencias y aspiraciones diversas.
En primer lugar, la confederación protege contra la “tiranía de la mayoría”: en una democracia nacional, una mayoría del 50% más 1 puede imponer sus preferencias culturales, morales y económicas a todo el país. En un sistema descentralizado, las minorías ideológicas o de estilo de vida pueden encontrar refugio en jurisdicciones que se adapten a sus valores, yendo hacia ellas si así lo consideran mejor; pero en un sistema centralizado, se disminuyen esas opciones y, si cabe la observación, costaría más a las personas alinearse con aquellas que considere mejor. En definitiva, un sistema de comunidades que compiten entre sí hace que se pueda apreciar un mosaico de comunidades, en donde, por lógica, cada una sentiría más sentido de pertenencia por lo suyo, llevando, incluso, a proteger mejor su entorno.
Además, las comunidades, al ser más pequeñas y estar próximas a sus problemas, podrían elegir mejor a sus lideres para solucionarlos, organizarse y afrontarlo juntos, autodeterminándose como localidad, y sin esperar que alguien sentado en el palacio de gobierno, a quienes probablemente ni conocen, ni conocerán en persona, decida por su futuro. En este sentido, las políticas públicas serían más manejables, responderían a casos concretos, según la necesidad local, por lo cual nos encontraríamos con algo paradójico: no habría nada más democrático que el régimen de confederaciones.
Respondiendo a posibles objeciones que rozan lo absurdo
Ahora bien, en este punto alguno podría decir que el modelo no está exento de críticas, aludiendo a, por ejemplo, la idea de que la competencia fiscal obligaría a las ciudades a recortar drásticamente el gasto social, las protecciones medioambientales y los servicios esenciales para atraer capital, perjudicando a los más vulnerables. Sin embargo, aun suponiendo que tal riesgo exista, se estaría subestimando la complejidad de las preferencias de los ciudadanos y del mismo proceso social para dar solución a ello, en la medida en que se ignoraría que las empresas de alto valor y los trabajadores cualificados no se sienten atraídos por páramos contaminados con servicios públicos inexistentes, altas tasas de criminalidad y baja calidad en el talento humano; al contrario, buscan calidad de vida, seguridad, un buen ambiente, ocio y buenos talentos —la competencia, por tanto, no es simplemente por ser el más barato, sino por ofrecer el paquete de valor más atractivo—. Además, parecen olvidar que cuando hay lazos fuertes en la comunidad, la misma tiende a ser generosa para con sus miembros, por lo cual, aun si se elimina por completo los planes sociales, queda en entredicho que sean cosas que solo pueda suministrar el sector público.
Una segunda crítica que se podría recibir es que existe el potencial de agravar la desigualdad y la segregación, argumentando que los ricos se concentrarán en enclaves exclusivos con servicios de primera calidad y bajos impuestos, mientras que los pobres quedarán atrapados en municipios con una base fiscal erosionada e incapaces de proveer servicios básicos. No obstante, nuevamente, se ignora la complejidad del proceso social. En principio, ¿La solución debería pasar por eliminar la competencia? ¿Acaso no tenemos muchos de esos problemas bajo el régimen actual, pero vistos en muchos más campos? Quien haga esa critica debería criticar el mismo sistema centralizado que pretende defender. Si bien, reparando un poco en la posible objeción, se podría establecer un marco adecuado para que ciertas funciones locales, como una red de seguridad social básica o la garantía de ciertos derechos fundamentales, que pueden seguir enmarcadas por la competencia y no necesitarían de un nivel superior de gobierno —estatal o federal— para llevarlas a cabo.
El objetivo de la confederación no es la atomización total, sino un sistema robusto donde cada nivel de gobierno se especializa en lo que hace mejor, retroalimentándose y compitiendo entre sí. A la larga, todos esos problemas tenderían a desaparecer, o a tratarse de una mejor forma, tal y como la misma historia humana ha mostrado en cómo el proceso de mercado da solución, más temprano que tarde, e dichos problemas. De hecho, para los menos radicales —que no es mi caso—, se podría considerar que la competencia local coexista con mecanismos de redistribución fiscal a un nivel superior que pretendan garantizar un suelo mínimo de servicios para todas las comunidades, sin anular los incentivos para la buena gestión local —aunque, dejando que me gane mi radicalización, eso mismo podría coexistir con mecanismos de aportes voluntarios a nivel nacional en el que el sector privado se encargue de administrarlo para ayudar a la mayor cantidad de personas posibles; podría, incluso, haber competencia entre esas administraciones privadas. Todo ello solo necesitaría de un marco legal respetuoso con la libertad, de sentido común, para regular sus actividades, buscando siempre que todas las partes salgan beneficiadas.—.
Conclusiones: la libertad y el régimen de confederaciones
Si bien es cierto que la competencia entre ciudades podría no ser la panacea para la libertad que algunos persiguen —¿Qué lo es?—, también es cierto, sin duda alguna, que sí es un mecanismo extraordinariamente eficaz y a menudo subestimado para promover la libertad individual y el bienestar de la colectividad, pues transforma al ciudadano de un súbdito pasivo en un consumidor-votante con la capacidad real de elegir el entorno político y social que mejor le convenga, en asociación con su comunidad, por lo cual se invierte la dinámica de poder tradicional. Asimismo, el gobierno se ve forzado a servir al individuo, y no al revés, porque la presión de la competencia fiscal limita el afán recaudatorio del Estado, la competencia regulatoria libera la energía creativa del emprendimiento y la competencia en servicios fomenta una administración pública eficiente e innovadora.
En contraste con esa uniformidad asfixiante y la ineficiencia inherente de los gobiernos centrales, en donde prima la corrupción y se tiende a tratar a los ciudadanos como piezas intercambiables en un gran plan nacional, la multiplicidad de jurisdicciones que compitan entre sí ofrece un camino hacia una sociedad más libre, diversa y próspera, permitiendo la coexistan de múltiples visiones sobre la vida, y empoderando a los individuos para que elijan la suya.
De hecho, el fortalecer la autonomía local y fomentar la competencia entre nuestras ciudades se vuelve un imperativo moral para cualquiera que valore la libertad humana, puesto que estamos en una sociedad en donde la intervención estatal parece haber fatigado la democracia y la misma participación ciudadana, y eliminando junto con ello el sentido de pertenencia de los miembros de la sociedad, que esperan que sea el ente regulador quien venga a solucionar sus problemas, en lugar de convertirse en sujetos proactivos comunitarios para hacer lo propio[1]. Por ello, la reinvención del concepto de organización social, partiendo de la lógica de mercado —mercado comunidades—, donde prima la diversidad en cada aspecto de la vida en sociedad, es, en última instancia, una de las manifestaciones más tangibles de la soberanía del individuo en el siglo XXI.
Por Roymer Rivas, escritor venezolano, teórico del Creativismo Filosófico.
Venezuela pasa un momento convulsivo, donde millones se llenaron de esperanzas de un cambio de la mano de María Corina Machado (MCM), junto a todos los políticos de siempre, que vienen vendiendo el mismo cambio desde hace por lo menos 23 años. Empero, contrario a lo que sostienen muchos, estos actores políticos que son protagonistas en el presente no cuentan con algo verdaderamente significativo que pueda causar un punto de quiebre en el régimen venezolano.
Sí, MCM ha dejado en manifiesto el gran fraude del régimen chavista, pero aún no han entendido que los barbaros no entienden más que de garrotes —o lo entiende, pero no tiene como más afrontarlo y apela irresponsablemente a la repetición de procesos—. ¿¡Qué carajos valen unas actas que, aunque verdaderas, toda la maquinaria estatal al servicio del chavismo no acepta!? En esta condición, sin más que apelar a evidencias de la verdad y legalismos, han dejado solo en las calles a miles de venezolanos que han decidido salir a manifestar su rechazo a la dictadura. Nada nuevo, en esencia. No hay nada concreto; se está cifrando la confianza en acciones que se han mostrado fracasadas en el pasado y no hay diferencias en las circunstancias que indiquen que esta vez vaya a ser diferente. Mientras tanto, muchos mueren.
Lo cierto es que las fichas con las que parece contar MCM hasta el momento están jugadas todas —al menos que tenga un plan super secreto que nadie conozca, plan al que muchos esperanzados apelan, pero del que no hay algún vestigio de prueba alguna de su existencia—. Pero, lo cierto es lo siguiente: (i) no hay canalización de las protestas, sino distintos focos de manifestaciones espontáneas sin más fin que demostrar su rechazo, pero no para conseguir armas, o un cuartel, o rodear Miraflores, o hacer un paro nacional de manera pacífica, nada; (ii) aún si las protestas fuesen canalizadas, no se cuentan con las armas suficientes para luchar.
Entonces, ¿Cómo se pretende derrocar a una dictadura así? Para el mal de muchos, objetivos sin planes son solamente deseos que tienen pocas probabilidades de alcanzarse. Ha sido una irresponsabilidad total de MCM permitir que miles salgan a las calles sin tener al menos la seguridad de que eso formaría parte de algún plan objetivamente coherente que apunte a la inflexión. Y fíjense que no estoy diciendo que no es necesario protestar, alzarse contra los tiranos, sino que toda acción que responda a la improvisación impetuosa no puede aspirar a más resultado que el fracaso, uno manchado de sangre de víctimas de un régimen.
Muchos se molestan con quienes resaltan los hechos, están enceguecidos por esperanzas infundamentadas, esperando que haya un levantamiento militar interno, que haya una intervención extranjera, que Dios meta sus manos para ayudar a Venezuela, o una mezcla de estos escenarios —poco probables en este momento—. Así, en su ingenuidad, mandan a callar a quienes difieren de su posición, argumentando una supuesta inacción del otro, pero, aún si eso fuese cierto, no reparan en que ellos tampoco hacen algo relevante, que realmente se pueda traducir en la caída del régimen. Entonces, si ha de darse entrada al minusválido argumento: “Tú no haces nada, no hables”, inclúyanse en la petición, hay que callarse la boca todos.
Es más que lamentable que muchos, “con la excusa de hacer algo, no ven que a veces no se trata solo de “hacer”, sino de “qué es lo que se hace”; ser útil no significa hacer lo que sea, sino hacer lo que se requiere. Ya va siendo hora de dejar de creerse parte de una solución cuando no es el caso. Luego de un cuarto de siglo deseando “ganar elecciones en tiranía”, sin mayores resultados más que la miseria en represión, véase como parte del problema y no como la solución.”[1]
Es más, puesto que les gusta ponerse como autoridades morales a los que no se les puede criticar nada, permítanme hacer comparaciones y decirles que cuando aquellos que me manden a callar hayan sido buscados por el SEBIN, llevando, junto a otros acontecimientos, a tener que salir del país de manera clandestina para que las aguas se enfríen y no exponer la seguridad de la familia; cuando se la pasen construyendo país en las aulas de clase o en espacios donde se hable con la gente, apelando a la concientización del futuro del país, para comprender mejor nuestro entorno, aun cuando las creencias que profesas no son del agrado del régimen y te exponen a ser nuevamente buscado y encarcelado por supuestamente “promover el odio” o el “fascismo”; o cuando siquiera hagan algo más que salir a votar cada cierta cantidad de tiempo, porque así se los pide el sistema y “es lo único que se tiene”; pueden venir a callarme la boca. Si hemos de hablar de “hacer cosas” por cambiar las circunstancias y usarlo como regla moral, entonces la gran mayoría de ustedes siquiera podrían mirarme a la cara, menos decirme que me calle, ni a mi ni a quienes hacen algo de eso, o incluso más. ¡Quédense con eso, ególatras ingenuos! No son más que inmorales que promueven espejismos de cambio; ustedes son los mismos que dicen luchar contra la opresión, pero no escatiman en acallar o arremeter contra aquel que piense distinto a ustedes, independientemente de los argumentos. Son los inmorales que quieren una transición a la democracia, pero en su interior tienen el mismo virus antidemocrático que nos hizo llegar adonde estamos.
Volviendo al tema, miles han sido encarcelados, asesinados, amedrentados de una u otra forma, en vano —hasta el momento—, ¿Y piden que todavía confíen en medios espurios para un cambio? Yo pregunto: ¿Por qué se tienen que esperar las épocas electorales para vislumbrar un cambio? ¿Por qué se sigue jugando al juego democrático contra una dictadura? La clase política venezolana y sus seguidores deben asumir la culpa por muchas de las cosas que estamos viviendo ahora, empezando por reconocer el escenario y no esperar algún momento del futuro lejano para coordinar fuerzas en busca de un verdadero cambio. De hecho, todavía pueden reivindicarse y aprovechar todo el movimiento que se ha construido a su alrededor, nuevamente, para ello.
Sin más, les recuerdo que todos queremos lo mismo, y la verdadera discusión es qué acciones son las que mayor probabilidades de éxito tienen en forzar un cambio, y cuales no. ¿Cuál es tu trabajo y el mio, dadas las circunstancias? Aquel que apele a los improperios hacia otros, o la solicitud de su silencio, porque piense que sus máximas son inatacables, no entienden nada de lo que vivimos. Viva aquellos principios que solicita, no pida un cambio de la boca para afuera solamente. Solo así ya habrá dado el primer paso al cambio que tanto desea.
Estas palabras corresponden al discurso que disertó el autor en la entrega de certificados del Diplomado de Filosofía de CENFISS, Universidad de Carabobo (UC), el 15 de junio de 2024.
Por Roymer Rivas, coordinador local senior de EsLibertad Venezuela y teórico del Creativismo Filosófico.
Con frecuencia damos por sentado muchas cosas: las aceptamos tal y como son o, en cambio, pasamos por alto aquello que no aceptamos; de hecho, es necesario para la existencia human que sea así; no nos imaginamos tomando conciencia de todo lo que constituye nuestro entorno, sería agotador, ralentizaría nuestras acciones y esto, en situaciones de peligro, que requieren de acciones rápidas sin mucho o ningún razonamiento consciente, podría ser mortal. Es por este motivo que, a las personas, los pueblos y el mundo lo mueven las creencias, el “yo creo” o “estoy convencido” de esto o aquello, porque las creencias son el fundamento que sostiene las acciones del human, tanto aquellas que responden al consciente como las que responden directamente al inconsciente. Las creencias están en lo más profundo de nuestro ser, vivimos de ellas y, por la misma razón, no solemos pensar en ellas; solo pensamos, en mayor o menor medida, en lo que consideramos cuestión, lo demás lo damos por hecho.
Esta verdad se clarifica cuando entendemos que el human es un “actor”, un ser que actúa, ésta es la consecuencia lógica de su naturaleza. El human no tiene otro remedio que hacer algo en pos de conseguir un fin, sea este sostener su existencia, mejorar su condición actual, mejorar la condición de otros, ser feliz, o cualquier otro motivo que encuentre; el human siempre actúa y aun cuando aparentemente no lo hace, lo hace —el cerebro nunca deja de trabajar, siempre estamos en contacto con el entorno—. Esto responde a una verdad fundamental: la vida que nos es dada no nos es dada hecha, nosotros necesitamos hacérnosla por nuestra cuenta, cada actor según lo desee y/o permitan las circunstancias; de esto último se infiere que, si bien es cierto que el human se ve forzado a actuar, en su condición natural no se ve forzado a realizar estrictamente acciones determinadas cual robot; es decir, no somos programados por un tercero para realizar tareas específicas de manera irrestricta según las circunstancias, nosotros decidimos qué y cómo actuar después de valorar subjetivamente nuestro entorno.
Ahora bien, cuando el human analiza sus ideas —y, mientras lo hace, surgen más ideas—, algunas de ellas las desecha y otras las hace suyas, y es justo allí donde surge la creencia; es imposible que el human actúe si no posee convicciones sobre lo que son las cosas que le rodean; son las creencias las que hacen preferir ciertas acciones en lugar de otras y, consecuentemente, las que determinan qué acciones ejecutar y el cómo ejecutarlas. En suma, las creencias fundamentan la estructura de la vida de una persona, de un pueblo, de una época; los grandes cambios que han ocurrido a lo largo de la historia de la humanidad se deben a mutaciones, fortificación o debilitamiento de creencias —lo que se traduce en variaciones de formas o modos de hacer las cosas—. El human posee una multiplicidad de creencias que coexisten en su vida, lo sostienen e impulsa su comportamiento, que a veces son incongruentes y/o contradictorios, no tienen articulación completamente lógica, pero aun así definen el rumbo de su existencia.
Al mismo tiempo, las creencias poseen estructura y la misma es imprescindible para la vida, tanto las creencias con articulaciones lógicas que forman una filosofía —estructura lógica— como aquellas que poseen estructura incongruente —es decir, que la forman un conjunto o repertorio de creencias a veces contradictorias, incongruentes e inconexas; por lo que no se puede expresar o articular de forma lógica—; de hecho, las creencias con articulaciones lógicas son un subconjunto de esta última. Esta estructura forma un sistema que, si bien no se pueden articular lógicamente, sí tiene una articulación tacita y vital —hay cosas que están en la cabeza y rigen nuestra existencia sin ser conscientes de ello—; las creencias que rigen la existencia human —individuo, pueblo, época— se apoyan, integran y/o combinan entre sí; cada creencia posee una arquitectura propia y, al mismo tiempo, es parte de una estructura de creencia que se organizan de forma jerárquica; dicho de otro modo, el hecho de que la estructura de creencias no se puedan articular de forma lógica, no quiere decir que carezcan de orden; en la vida del human hay creencias que fundamentan otras creencias o, si gusta más, creencias que derivan de otras creencias. En este marco, si las creencias, que son incontables en la medida en que cada human posee las suyas —y, a veces, estas se contradicen entre sí—, careciesen de estructura, sería imposible el conocimiento del human; la estructura de creencias permite entender el entorno sin importar el tiempo o lugar.
Es por este motivo que, para comprender los tiempos y las sazones de un pueblo o época, es importante comprender el conjunto de creencias que le sostienen. Del mismo modo en que es imposible para un doctor saber qué enfermedad padece un paciente sin hacer un diagnóstico, no se puede comprender la razón por la cual un pueblo atravesó o atraviesa ciertas circunstancias, con el objetivo de evitar cometer el mismo error o mejorar o potenciar las consecuencias buenas, sin estudiar las creencias en la que se fundamenta. El diagnóstico de una existencia human tiene que comenzar por el estudio del conjunto de creencias que la sostienen, porque son ellas las que determinan su estado en el presente y el futuro; en otras palabras, las convicciones rigen el camino del human.
Más que para diagnosticar la existencia human, es necesario para poder avanzar como persona o civilización. Dado que, si en el estudio o diagnostico se encuentra que ciertas creencias no son congruentes con la realidad y que las mismas, como no puede haber otra forma, son la base de los desatinos y sin sabores de un pueblo, entonces han de ser cambiadas; porque constituyen una enfermedad intelectual que hace que se realicen acciones que tendrán, en mayor o menor grado, consecuencias negativas.
Al final, todo converge en un punto: es la búsqueda incesante por la verdad, la reivindicación de la misma; las creencias acordes a la realidad son eso, una verdad inmutable, las que no lo son, no son otra cosa que una mentira. Y en esta búsqueda incesante puede que no se consiga tal cosa como una verdad absoluta, pero si nos podemos acercar cada día más a ella. Ahora bien, para definir el estado de una creencia, sin importar el tiempo o el lugar, hay que compararla con otras; es la comparación, el debate, en donde se descubre o desdeña cuan cerca de la verdad esta una determinada creencia, lo que hace relucir si una creencia está bien fundamentada o no; y mientras más puntos se comparen entre creencias, más certero será el juicio.
En este escenario, lo más sensato que puede hacer un human en su vida es revisar el estado de sus creencias y hacerse de aquellas que resulten ser congruentes con la realidad, sea que esto implique un fortalecimiento de la propia o un cambio de una creencia por otra. Por este motivo, creo que es momento de revisar las creencias que sostienen nuestra existencia —más si estamos sumergidos en una realidad llamada “Venezuela”, “Latinoamérica”, y si nos ponemos más macros, “el mundo entero”— y ver cuán certeras son en comparación con la realidad. Esto no se trata de una cuestión de “opinión o creencia personal” por encima de la “opinión o creencia de otros”, una opinión o creencia personal puede contrariar la de otro, incluso la de la sociedad —que es una opinión o creencia generalmente aceptada—, pero esto no le quita peso o valor a una o a otra, si lo hace la realidad. La realidad valida o invalida una creencia. Y entiéndase realidad como aquello “que es” y no se altera por la percepción subjetiva que pueda tener un individuo o sociedad de ella.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que cuando una creencia es social —sea ésta acorde o no a la realidad—, su existencia no depende de que un individuo la acepte o no, más bien, es ella la que impone su vigencia y obliga a los actores sociales a contar o vivir con ella. Con esto quiero decir que los efectos que la creencia social tenga sobre una persona no dependen de que él la acepte o crea o no en ella, pues, las acciones que realice la sociedad en base a su creencia afectarán directa o indirectamente al individuo. Por ello, es necesario que para que un pueblo cambie el rumbo negativo que demarcan sus creencias, no solo compare y cambie de creencia un individuo, sino muchos individuos; y que el cambio sea por una creencia bien fundamentada, no por otra absurda; de allí que quien crea haber encontrado la verdad —esa creencia acorde a la realidad, a “lo que es”— este obligado moralmente a compartir su descubrimiento con otros; porque esto es lo que hará que la misma se esparza cual virus en pos de un cambio positivo. En este camino, seguirán habiendo comparaciones entre creencias, y esto es bueno, porque ayuda a corregir los desatinos, pero al mismo tiempo obliga a una constante vigilancia, porque no es conveniente cambiar una verdad por una mentira.
De lo anterior se desprende que un cambio individual de creencia es el principio de un posible cambio social y que las probabilidades de éxito de dicho cambio aumentan en la medida en que más individuos se hagan de ella; caso contrario, no habrá cambio. Por tal motivo, mi intención última con lo que se ha expresado no es otra cosa que incitar a la duda y a la reflexión, a pensar en las creencias que fundamentan nuestra existencia, porque nosotros no “tenemos creencias”, sino que “las somos” —nosotros somos nuestras creencias—; un human o pueblo es su creencia y el conjunto de decisiones y acciones que ha realizado en el pasado y realiza en el presente en base a ella. Esta es la razón por la cual las grandes revoluciones de la historia no han ocurrido primero por movimientos populares, sino por un cambio de creencias en la élite intelectual de la época, que luego fueron calando en la masa suficiente para llevar a cabo las revoluciones, para bien o para mal.
Si entendemos esto, comprenderemos que tenemos una responsabilidad, primero con nosotros, porque, tal como pensaban los filósofos griegos, no hay mayor virtud que ir en búsqueda de la verdad y vivir de acuerdo a sus preceptos, ya aprehendidos por nosotros, y segundo, con la sociedad venezolana. Mucho me temo que, si nuestra sociedad continúa con su estado de creencias, estará condenada a siglos de horrores como los que ha atravesado en el pasado y vive en el presente, o aún peor. Pero yo tengo fe de que sí se podrán cambiar sus convicciones mal fundamentadas por aquellas más congruentes con la realidad, más sensatas, más humans y menos pretenciosas, pretensiones que vienen de personas con complejo de Dios que creen tener las facultades suficientes para controlar a la sociedad a su gusto y antojo.
Por último, para concluir, la otra responsabilidad que tenemos es con la verdad; nos encontramos en una sociedad que pasó del culto a la razón al culto de la imbecilidad, donde son las subjetividades de cada persona la que pretende fijar los parámetros de la verdad, paradójicamente destruyéndola en el camino. Algunas son grotescas, fáciles de identificar, otras son sutiles y, por tanto, más peligrosas, porque se presentan tan bien… que la mentira llega a pasar a los espacios de nuestra mente con máscaras de certeza, y he allí donde cobra mayor valor la “reflexión filosófica”. Preparémonos, reflexionemos, no todo está dado, no todo está inventado, no todo está descubierto, no todo está bien, apelemos a la reflexión filosófica, porque es la única herramienta con la que contamos para ir más allá de lo visible y poder navegar en las vastas aguas de nuestra mente y poder construir mejores personas y, por extensión, una mejor sociedad.
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