
“La educación, en lugar de ser un espacio para el descubrimiento y la expresión genuina, se ha convertido en un molde que hace uniforme el pensamiento, en muchos casos yendo por el camino del adoctrinamiento, consciente o inconscientemente, porque presenta una visión unilateral del mundo, evitando el debate abierto sobre temas controvertidos o imponiendo una ideología particular”
Oriana Aranguren
Vivimos en una época marcada por la transformación tecnológica y mucha complejidad al momento de abordar problemas sociales. Sin embargo, a mi juicio, la educación se erige como uno de los principales que se debe abordar, ya que repercute directamente en el desarrollo humano en libertad. El debate sobre su propósito y metodología es más pertinente que nunca, porque muchas veces es aprovechado por los poderosos, no para “cultivar el alma”, esa concepción sobre “educare” que se tenía de la educación, sino para instrumentalizar y adoctrinar a las personas, con el objetivo de que sean más fáciles de gobernar.
En este contexto, es bueno preguntarse: ¿Debe la educación limitarse a ser un mero instrumento de capacitación para el mercado laboral, o debe aspirar a algo más profundo, al cultivo integral del ser, a la nutrición del alma? En este ensayo defenderé la tesis de que sólo la libertad puede servir como cimiento para una educación auténtica, una que fomente el pensamiento crítico, desate la creatividad innata y permita el florecimiento del espíritu, en contraposición a un sistema educativo que, con demasiada frecuencia, instrumentaliza, coarta la originalidad y, en última instancia, deriva en el adoctrinamiento —orquestado por el Estado para su beneficio, como es de esperarse—.
La crisis de la educación contemporánea
El panorama educativo actual, en muchos contextos, parece haber extraviado su brújula humanista. La presión por resultados medibles, la estandarización de los currículos, y la visión de la educación primordialmente como una herramienta para la empleabilidad, han conducido a una creciente instrumentalización del proceso de aprendizaje, en cuanto se prioriza la adquisición de habilidades técnicas y conocimientos específicos, a menudo en detrimento del desarrollo del pensamiento profundo, la capacidad de reflexión y la exploración autónoma del saber. Como bien se intuye en las críticas a los sistemas tradicionales que impulsaron los movimientos de una “pedagogía libertaria” en el siglo XIX y XX[1], el modelo de “ordeno y mando” y la enseñanza enfocada en la mera transmisión de información generan autómatas en lugar de individuos pensantes.
Asimismo, deriva en una limitación de la creatividad muy peligrosa, porque el énfasis se pone en la respuesta correcta, en la memorización de datos y en la conformidad con métodos preestablecidos, sofocando la curiosidad natural de las personas, sobre todo de los niños, y su capacidad para explorar soluciones novedosas. Así, surge el “miedo al error”, que es inherente a los sistemas evaluativos rígidos que inhiben la experimentación y la asunción de riesgos intelectuales, componentes esenciales del acto creativo.
De este modo, la educación, en lugar de ser un espacio para el descubrimiento y la expresión genuina, se ha convertido en un molde que hace uniforme el pensamiento, en muchos casos yendo por el camino del adoctrinamiento, consciente o inconscientemente, porque presenta una visión unilateral del mundo, evitando el debate abierto sobre temas controvertidos o imponiendo una ideología particular. De hecho, me atrevo a decir que, muy probablemente, muchos de los problemas de las democracias actuales se deban a la sumisión acrítica al orden establecido y a la masificación que anula la persona, que son resultados de una educación que no cultiva el pensamiento crítico.
Un faro de esperanza basado en la Libertad: una pedagogía libertaria
Frente a este panorama, la pedagogía libertaria, aunque a menudo malinterpretada y asociada con el desorden, ofrece una alternativa radical y profundamente humanista, ya que su núcleo reside en una confianza inquebrantable en la naturaleza intrínsecamente curiosa y creativa de las personas —principalmente niños— y en la convicción de que el aprendizaje más significativo florece en un ambiente de libertad.
Partiendo de las experiencias concretas de algunos educadores, la historia de la pedagogía libertaria es un testimonio del poder de la libertad en la formación —fungiendo como un precedente para los diversos modelos educativos en libertad que hay hoy en día, por cierto—. En este sentido, podemos mencionar a los “maestros-compañeros” de Hamburgo en los años veinte, quienes llevaron esta idea a la práctica al permitir que la actividad escolar fuera regida por la voluntad de los alumnos, sin coacción alguna para aprender. Al principio, aunque se condujo a un “caos necesario” del que emergería algo nuevo, su objetivo era vivir fraternalmente con los niños, reconociéndolos como personas completas cuya personalidad debía desarrollarse respetando al máximo su libertad. Para ellos, el único programa era el propio niño, con sus intereses y su visión del mundo.
Alexander Sutherland Neill, con su célebre escuela Summerhill, representa quizás un equilibrio dentro de esta corriente. Aunque Neill no se definía como anarquista, su escuela se fundamentaba en la libertad y en la creencia en la bondad infantil. Con este pensamiento, en Summerhill las lecciones eran optativas y los niños podían elegir no asistir durante años si así lo deseaban, porque no existía una vigilancia opresiva: los niños se vestían como querían y se les permitía vivir sin la constante interferencia adulta que, según Neill, solo produce “una generación de autómatas”[2]. La clave estaba en la autorregulación: la disciplina no era impuesta por los profesores, sino elaborada y gestionada por la propia comunidad de alumnos y maestros.
Más tarde, este espíritu encontraría eco en el movimiento de las “escuelas libres” en Estados Unidos, que experimentó un crecimiento notable a finales de los años sesenta y principios de los setenta. En estas escuelas, a menudo fundadas por padres, profesores y alumnos con planteamientos liberales o radicales, buscaban una reforma educativa radical, apartándose de la disciplina tradicional, los horarios rígidos, los exámenes constantes y los planes de estudio inflexibles, desembocando en que, en algunas de estas escuelas, el poder llegara a estar en manos de los estudiantes, quienes contrataban profesores y formulaban la filosofía del centro, demostrando una confianza absoluta en la capacidad y el deseo de aprender de los jóvenes.
Figuras como Ellen Key llevaron la idea de la libertad infantil a sus consecuencias más extremas, llegando a afirmar que “el gran misterio de la educación consiste en no educar”. Más allá de si estamos o no de acuerdo con su postura —que puede parecer exagerada—, lo cierto es que subraya un profundo respeto por la autonomía del niño y su capacidad para auto-dirigir su desarrollo. En esta misma línea encontramos a Ferrer Guardia, en España, con su Escuela Moderna, quien intentó sustraer a los hijos del pueblo de una educación tradicional que generaba servidumbre, buscando la emancipación del niño a través del contacto con la naturaleza y el desarrollo espontáneo.
La Libertad como marco para cultivar el pensamiento crítico y la creatividad
Las experiencias de la pedagogía libertaria, con sus éxitos y con sus fracasos o desafíos, ilustran una verdad fundamental: no se trata de que libertad sea simplemente la ausencia de restricciones, sino en lo que esto se traduce, a saber, en la condición necesaria para el cultivo del alma. Cuando un niño se siente libre para explorar sus intereses, para cuestionar, para cometer errores sin temor al castigo, y para participar activamente en la construcción de su propio aprendizaje, se sientan las bases para un pensamiento verdaderamente profundo. No por nada, como ya mencioné antes, han surgido varios estilos de educación en distintas partes del mundo que han optado por este tipo de enseñanzas, aunque con metodología —fundamentada en la libertad, no limitándola—.
No es de extrañar que en un ambiente de libertad la curiosidad se convierta en el motor del aprendizaje, porque éstos no aprenden porque se les obliga, sino porque desean comprender el mundo que les rodea —son curiosos por fuerza natural, por eso viven preguntando cada momento: ¿Por qué?, ¿Y por qué?, ¿Y por qué?, y después le sigue otro ¿Por qué?—. Esta motivación intrínseca es mucho más poderosa y duradera que cualquier incentivo externo. Es decir, la libertad permite que el aprendizaje sea un acto de descubrimiento personal, donde el conocimiento se integra de manera significativa en la estructura cognitiva del individuo, en lugar de ser una colección de datos memorizados superficialmente —que luego se olvidan, porque no hay aprendizaje real, porque si lo hubiera, no se olvidara. En circunstancias normales, nadie aprende a manejar una bicicleta y luego lo olvida, por ejemplo.—. La creatividad, esa capacidad tan valorada pero tan a menudo reprimida, encuentra en la libertad su terreno más fértil.
Un niño que no está constreñido por la rigidez de un currículo único o por la expectativa de una única respuesta correcta, se atreve a imaginar, a experimentar con ideas divergentes, a combinar conceptos de formas novedosas. Si se elimina la presión de los exámenes estandarizados y las calificaciones constantes, se puede crear un espacio seguro para la exploración creativa, donde incluso el juego, la experimentación y la libre expresión artística y manual se conviertan en herramientas para el crecimiento.
Además, por si fuera poco, la educación en libertad fomenta la responsabilidad y la autonomía, ya que los niños participan en la toma de decisiones sobre su aprendizaje y la vida de su comunidad escolar, desarrollando un sentido de pertenencia y un compromiso activo. ¡Aprenden a gobernarse a sí mismos, a negociar, a resolver conflictos y a asumir las consecuencias de sus elecciones! Es más, esta es una preparación mucho más efectiva para una vida adulta plena y participativa que la sumisión pasiva a la autoridad.
Desafíos de una educación en libertad: quizá una utopía necesaria
Es innegable que la implementación de una pedagogía basada en la libertad presenta desafíos, pues requiere educadores profundamente comprometidos, con una gran confianza en los niños y una capacidad para guiar sin imponer; exige también un cambio de mentalidad en la sociedad y en los propios padres, muchos de los cuales han sido formados en sistemas autoritarios y pueden sentir desconfianza ante la ausencia de estructuras rígidas. Asimismo, las experiencias de Hamburgo, por ejemplo, enfrentaron dificultades económicas, falta de maestros competentes y errores pedagógicos, lo que sugiere que una revolución pedagógica quizás deba ir de la mano de una transformación social más amplia; y en la actualidad, recurrir a modelos educativos con metodologías requiere de un nivel de recursos que muchos no poseen.
Sin embargo, las dificultades no invalidan el ideal. Es posible que, si las personas se hacen conscientes de la necesidad de la libertad en el proceso educativo, en todos los niveles, pero principalmente en las primeras etapas de la vida humana, y se comience a exigir por ello, con el tiempo la libertad sea admitida en las aulas de clases —si es que siguen existiendo aulas—. Esa, sin duda, aunque pueda parecer lejana, es una meta necesaria si aspiramos a formar seres humanos completos, críticos y creativos, capaces de construir un futuro mejor, porque si no, la alternativa es perpetuar un sistema que lleva a la mutilación del espíritu del niño y a la formación de individuos sin pasión, sumisos, indiferentes y sin pensamiento crítico. El trabajo, entonces, no lo tiene el Estado, sino, principalmente, los padres, y los ciudadanos que nos interesamos por una sociedad mejor.
[1] Ver: Carlos Saura Garde. Una pedagogía libertaria. Puede acceder al texto en: https://www.academia.edu/37027300/UNA_PEDAGOG%C3%8DA_LIBERTARIA?sm=b (Consultado el 18 de mayo de 2025). Los ejemplos que se mencionan aquí, son brevemente recogidos en este texto.
[2] Ibidem.











