
“Las sociedades humanas son el resultado de la acumulación histórica de, digámoslo ya, técnicas de organización, y como tal, se infiere que las ‘jaulas’ en las que vivimos no son naturales ni eternas, sino construcciones históricas surgidas de la lucha por el poder. Ergo, el futuro de la sociedad humana dependerá de nuestra capacidad para reorganizar estas redes superpuestas antes de que sus fricciones nos lleven, una vez más, al desastre.”
Oriana Aranguren
La sociología histórica, en sus momentos más ambiciosos, intenta responder a una pregunta que parece sencilla, pero que esconde mucha complejidad, a saber: ¿Qué es lo que mantiene unidas a las sociedades humanas y qué es lo que las hace cambiar? Durante mucho tiempo, las respuestas oscilaron entre la rigidez del marxismo, que veía en la economía el motor último de la historia, y el funcionalismo o el idealismo, que buscaban la cohesión en los valores o el consenso. Sin embargo, si nos adentramos en los dos volúmenes de Las fuentes del poder social de Michael Mann, uno se encuentra con una refutación monumental de la simplicidad, porque nos muestra que hay que aceptar el “desorden pautado” de la historia humana, siendo una especie de “teoría del todo” un tanto —valga la redundancia— desordenada, mediada por el caos, pero que, paradójicamente, termina en coordinación social.
A través de un recorrido que va desde los orígenes del Neolítico hasta los albores de la Primera Guerra Mundial, Mann sostiene en su obra que la sociedad no es un sistema unitario, cerrado ni evolucionista —no es un “cuerpo”, ni un “edificio”, es decir, no es rígido, estático, unicausado—, sino que las sociedades están constituidas por “múltiples redes socioespaciales de poder que se superponen y se interceptan”[1]. Entender estas conexiones o entrelazamientos de “poder” es la clave para descifrar la historia del poder mismo y de la civilización humana. Adentrémonos en ello.
La muerte de la “Sociedad” y el nacimiento de las redes
El primer golpe intelectual que asesta Mann, y que resuena a lo largo de ambos volúmenes, es el rechazo al concepto tradicional de “sociedad”, pues, tal como arguye, estamos acostumbrados a pensar en “la sociedad francesa” o “la sociedad romana” como una especie de entidades discretas, como bolas de billar que chocan unas con otras, es decir, tenemos una visión “unitaria”[2]. Para él, las sociedades no son totalidades, no tienen una estructura única ni un solo motor evolutivo[3]. De hecho, esto le lleva a afirmar que ni siquiera sistemas[4] —allí cabría un extenso y profundo debate, así que sólo me limito a mencionar su postura—. En su lugar, propone el modelo IEMP, esto es: Ideológico, Económico, Militar y Político, cada una de ellas un “poder” que hace ser a la sociedad. Éstas no son “dimensiones” de un todo, sino cuatro fuentes distintas de poder social, cada una con su propia logística, su propia capacidad de organización y su propio ritmo de desarrollo. En sus palabras:
La mejor forma de hacer una relación general de las sociedades, su estructura y su historia es en términos de las interrelaciones de lo que denominaré las cuatro fuentes del poder social: las relaciones ideológicas, económicas, militares y políticas (IEMP). Son: 1) redes superpuestas de interacción social, no dimensiones, niveles ni factores de una sola totalidad social. Eso se desprende de mi primera afirmación. Son también: 2) organizaciones, medios institucionales de alcanzar objetivos humanos. Su primacía no procede de la intensidad de los deseos humanos de satisfacción ideológica, económica, militar o política, sino de los medios de organización concretos que posea cada una para alcanzar los objetivos humanos, cualesquiera que sean éstos[5].
Es decir, Mann argumenta que, para comprender la sociedad y su historia, debemos analizar cómo las organizaciones de Poder Ideológico, Económico, Militar y Político interactúan y se superponen, siendo éstas las estructuras organizativas más poderosas que los humanos han creado para perseguir colectivamente sus fines. Si acaso llega a imponerse una sobre otra, eso no es por una especie de ley histórica, sino un accidente del momento, porque el poder no deriva de la intensidad con la que los humanos desean algo, sino de la capacidad organizativa para lograrlo[6].
Este enfoque es importante, porque nos libera de la creencia de que siempre hay que buscar una “causa última” de las cosas, ya que, tal como muestra Mann, la historia no es un proceso evolutivo lineal donde una etapa sucede lógicamente a la anterior. La prehistoria, por ejemplo, se caracterizó por la capacidad de los pueblos para eludir el poder, no para buscarlo[7]. La civilización, el Estado y la estratificación, a su juicio, no fueron pasos inevitables del progreso humano, sino resultados anormales y raros, surgidos de circunstancias ecológicas y sociales muy específicas que atraparon a la humanidad en una “jaula social”[8]. Si bien, para comprender el mensaje de Mann, es vital desglosar cómo estas cuatro fuentes de poder interactúan sin fundirse jamás por completo.
Las cuatro organizaciones del poder
Según Mann, el Poder Ideológico ofrece significado, normas y rituales. Es una fuente de poder porque los humanos no pueden entender el mundo solo a través de los sentidos; necesitan conceptos y categorías[9]. Mann explica cómo las religiones universales trascendieron fronteras políticas y militares, creando redes de interacción extensivas que ningún ejército podía igualar[10]. Sin embargo, hablando de la actualidad —o su actualidad, que es extrapolable al presente—, Mann observa un debilitamiento relativo de este poder, pues las ideologías se han vuelto más “inmanentes”, reforzando la cohesión de clases y naciones en lugar de trascenderlas[11].
El Poder Económico, por su parte, nacido de la necesidad de satisfacer la subsistencia, crea circuitos de praxis: producción, distribución e intercambio[12]. Mann rechaza la visión marxista de que éste poder determina todo lo demás en la vida social; si bien es cierto que el capitalismo transformó Occidente, argumenta que el mercado capitalista no funciona en el vacío, sino que requiere de la regulación política y, a menudo, de la protección militar[13].
Asimismo, el Poder Militar es quizás la reivindicación más fuerte de Mann frente a la sociología clásica, que a menudo lo ignora o lo subsume bajo el Estado. Para Mann, la organización de la fuerza física, la defensa y la agresión tienen su propia lógica, y, en la historia, la mayoría de los Estados no poseían el monopolio de la fuerza militar[14]. El poder militar, prima facie, puede ser “concentrado-coercitivo”, vital para proyectos intensivos como la esclavitud o la construcción de imperios, pero también tiene un alcance negativo y terrorista[15] para la misma sociedad.
Finalmente, el Poder Político se refiere a la regulación centralizada y territorializada[16], pues, a diferencia de las otras fuentes que pueden ser promiscuas y atravesar fronteras, el poder político se aferra al territorio; en suma, es el poder del Estado. Avanzando en la historia, Mann muestra cómo este poder cobra un protagonismo inusitado con el surgimiento del Estado-nación moderno, una entidad que busca “enjaular” o limitar a las demás redes de poder dentro de sus fronteras[17], supeditando todos los demás poderes a sí mismo.
Del azar a la jaula estatal
Éste último punto es, para los fines de esta obra, el más importante, porque la lectura conjunta de las dos obras de Mann indica una transformación de la fluidez a la rigidez. Por ejemplo, la historia hasta 1760, se presenta como una serie de accidentes y “surgimientos intersticiales”, ya que los actores humanos, persiguiendo sus objetivos individuales, dieron paso a la creación de redes que a menudo escaparon de su control[18]. En este sentido, la civilización europea misma no fue un destino manifiesto, sino el resultado de una serie de factores contingentes: una ecología fragmentada, la herencia del cristianismo —que es una red ideológica extensiva— y la competencia multipolar de estados débiles[19]. Sin embargo, al entrar en el siglo XIX, en el tiempo de 1760-1914, la textura de la historia cambia, porque el proceso se endurece, se hace rígido, por cuanto la Revolución Industrial y la Revolución Militar transformaron la capacidad logística del poder. De repente, el poder se volvió más “intensivo” y “extensivo” simultáneamente[20]. Aquí reside, precisamente, una de las tesis centrales del segundo tomo: el ascenso de las clases[21] y de los Estados nacionales no fueron procesos opuestos, sino entrelazados. Convencionalmente, pensamos que el capitalismo —donde hay clases, poder desigual entre quienes controlan los medios de producción, distribución e intercambio— es internacional y el Estado es nacional, pero Mann demuestra que esto es falso, pues, las clases modernas se formaron dentro de lo que él llama la “jaula” del Estado-nación[22]. La lucha por el poder político, por la ciudadanía y por la representación obligó a las clases a organizarse nacionalmente, por lo cual el Estado no fue un mero instrumento del capital —como diría Marx— ni un árbitro neutral —como dirían los pluralistas—, sino un actor con su propia lógica, que “cristalizó” de diferentes formas —capitalista, militarista, representativa— según las presiones históricas[23] —que no son estrictamente deliberadas—.
El mito de la revolución única
En este orden de ideas, Mann ataca a las teorías de la “revolución singular”, por cuanto, tanto liberales como marxistas, tienden a buscar una especie de “big bang” histórico: la Revolución Industrial o la Revolución Francesa como el momento en que todo cambió, porque, a juicio de Mann, la transformación económica no fue única ni sistémica[24]. Por ejemplo, el capitalismo ya estaba muy avanzado en Gran Bretaña antes de la industria, y la Revolución Industrial fue una revolución del poder colectivo —nuestra capacidad para transformar la naturaleza—, pero no cambió inmediatamente las relaciones de poder distributivo —quién manda sobre quién—[25]. De hecho, Mann señala una ironía dolorosa: los regímenes del antiguo régimen demostraron una capacidad de adaptación asombrosa, porque, lejos de ser barridos por la burguesía, se fusionaron con ella. La aristocracia terrateniente y el nuevo capital industrial a menudo encontraron acomodo dentro de las estructuras del Estado, perpetuando viejas jerarquías bajo nuevas máscaras[26].
La reflexión sobre el poder y sus consecuencias involuntarias
Tener esto presente es muy relevante, porque, si hay un hilo conductor moral en la obra de Mann, es la advertencia sobre las consecuencias involuntarias del poder. Los actores sociales —ya sean sacerdotes sumerios, nobles feudales o burgueses victorianos— persiguen objetivos racionales dentro de sus propias redes, pero, al hacerlo, activan fuerzas que no comprenden, y que terminan cambiando la estructura de la sociedad que conforman[27]. El ejemplo más dramático se encuentra en el análisis de las causas de la Primera Guerra Mundial, donde Mann rechaza las explicaciones simplistas que culpan únicamente al imperialismo capitalista o a la agresividad alemana y, en su lugar, describe una “espiral descendente” provocada por el entrelazamiento de redes de poder polimorfas[28]. La diplomacia geopolítica, las estructuras militares osificadas, las tensiones de clase internas y el nacionalismo agresivo crearon una situación donde la guerra se volvió racional para los actores individuales, aunque fuera objetivamente irracional para la civilización.
Este desenlace trágico subraya, siguiendo la visión de Mann sobre el tema, que la sociedad no es un sistema autorregulado que busca el equilibrio, sino un campo de batalla desordenado donde las distintas fuentes de poder pueden entrar en colisión catastrófica. De este modo se hizo posible la “cristalización” del Estado en formas militaristas y nacionales, combinada con un capitalismo internacional pero competitivo, que creó una máquina de guerra que nadie controlaba del todo —y que se mantiene hasta nuestros días—[29].
Sobre la vigilancia de la libertad, las instituciones sociales y el poder —social—
Todo lo descrito anteriormente nos recuerda que la sociedad se mantiene unida por un “desorden pautado”, una coordinación siempre inestable que emana de la superposición de —a juicio de Mann— las cuatro redes IEMP —Ideológica, Económica, Militar y Política—, que a su vez se deben a la acción humana. A mi juicio, la sociedad no es un sistema unitario, cerrado y orgánico, y aunque Mann rechace explícitamente la etiqueta de “sistema” para evitar la rigidez funcionalista, irónicamente, su modelo de redes socioespaciales múltiples y entrecruzadas ofrece una visión de una complejidad tal que podría entenderse como un sistema abierto y caótico en el sentido de la teoría de sistemas contemporánea[30], que llega para indicar que las interacciones humanas —para Mann, que se encuentran en las organizaciones IEMP— crean un patrón que no es teleológico, sino evolutivo y contingente, donde las consecuencias involuntarias de las acciones humanas son el verdadero motor del cambio histórico.
En lo que compete al Estado-nación, el recorrido por la historia, desde los orígenes del Neolítico —donde carecía de la estructura moderna— hasta la “jaula” actual, es una advertencia constante sobre el poder: su logística, su capacidad para trascender fronteras —como el poder ideológico o económico que ahora controla, o eso pretende— o su tendencia a territorializarse y “cristalizar” la organización social —el poder político—. La civilización, tal y como la conocemos hoy, no fue un destino inevitable, sino un “accidente del momento” generado por la capacidad humana para crear estructuras que, eventualmente, la limitan —para bien y/o para mal—.
Es en este escenario donde reside la importancia de la libertad en la creación de lo que podemos llamar “instituciones”, porque las complejas estructuras de la sociedad son, en gran medida, los resultados no intencionados de la acción descentralizada y libre de los individuos persiguiendo sus fines —un punto de conexión notable con la Escuela Austriaca—. La sociedad se articula y desarrolla en esos “surgimientos intersticiales” donde la organización dominante no llega. Sin embargo, Mann nos obliga a mantener una vigilancia perpetua, porque la historia del siglo XIX, con el entrelazamiento de las clases y el Estado-nación, demuestra que la misma libertad para organizarse —económica, social o políticamente— puede llevarnos a la rigidez y a callejones sin salida catastróficos, como la espiral descendente que culminó en la Primera Guerra Mundial, o el socavamiento de las libertades en la actualidad, más en una era digital donde los Estados nos vigilan e irrumpen en lo que debería ser privado, porque tienen la estructura para ello.
En definitiva, Las fuentes del poder social nos enseña que no hay un motor único ni una causa última. Lo que mantiene unida a la sociedad es un equilibrio de fuerzas dinámico, caótico y siempre al borde de la colisión, donde la clave para entender la historia es desglosar la capacidad organizativa, logística, de infraestructura, y, a mi juicio, reconocer que la libertad es la condición necesaria, pero no suficiente, para evitar que el poder nos atrape en una jaula que construimos como sociedad. Las sociedades humanas son el resultado de la acumulación histórica de, digámoslo ya, técnicas de organización[31], y como tal, se infiere que las “jaulas” en las que vivimos no son naturales ni eternas, sino construcciones históricas surgidas de la lucha por el poder. Ergo, el futuro de la sociedad humana dependerá de nuestra capacidad para reorganizar estas redes superpuestas antes de que sus fricciones nos lleven, una vez más, al desastre.
[1] Michael Mann. 1991. Las fuentes del poder social I: una historia del poder desde los comienzos hasta 1760 d. C. Madrid, España. Versión española de Fernando Santos Fontela. Publicado por Alianza Editorial S. A. Pág. 14.
[2] Ibidem.
[3] Ibidem.
[4] Ibidem.
[5] Ibidem., pág. 15.
[6] Ibidem., págs. 14-15, 43-56.
[7] Ibidem., págs. 35, 59-74.
[8] Ibidem., pág. 65. A este respecto, convendría a algún anarquista, o estudioso de la política y la sociedad, revisar y comparar dicha postura con el origen del Estado según F. Oppenheimer. En: Franz Oppenheimer. 2014. El Estado, su historia y evolución desde un punto de vista sociológico. Traducción de Juan Manuel Baquero Vázquez. Publicado por Unión Editorial S. A.
[9] Ibidem., pág. 43.
[10] Ibidem., pág. 44.
[11] Michael Mann. 1997. Las fuentes del poder social II: el desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760-1914. Madrid, España. Versión española de Pepa Linares. Publicado por Alianza Editorial S. A. Pág. 16-17
[12] Óp. Cit. Las fuentes del poder social I., pág. 45.
[13] Ibidem., págs. 45-46.
[14] Ibidem., págs. 26-27.
[15] Ibidem., págs. 48-49.
[16] Ibidem., pág. 49.
[17] Óp. Cit. Las fuentes del poder social II., págs. 40-41.
[18] Óp. Cit. Las fuentes del poder social I., pág. 34. Al usar la expresión “surgimientos intersticiales”, Mann refiere al hecho de que las estructuras sociales complejas, como el Estado o el capitalismo, no emergen necesariamente de resultados deseados o como partes de un plan maestro, sino que éstas nuevas formas de organización, como cualquier otra, ocurren en los “intersticios” de las estructuras de poder ya existentes, es decir, en los huecos, las periferias o las lagunas de la organización dominante —por eso están fuera de su control, al menos del control absoluto—. Puede comprender esto mejor si repara en el hecho de que un “intersticio” alude a un espacio o hendidura que se encuentra entre dos cuerpos o partes de un mismo cuerpo, por lo cual puede describir el intervalo o la distancia entre dos momentos o lugares, o, en lo que aquí respecta, de absolutamente todo lo que compete a la sociedad y es producto de la interacción de los miembros que la conforman.
[19] Ibidem., págs. 30-35.
[20] Óp. Cit. Las fuentes del poder social II., págs. 30-37.
[21] Cabe señalar que Mann tiene una concepción de las “clases” muy alineada al marxismo.
[22] Ibidem., págs. 18-19, 40-41,
[23] Ibidem., págs. 40-41, 70-71.
[24] Ibidem., págs. 28-31.
[25] Ibidem.
[26] Ibidem., págs. 33-41. Esto es, de hecho, parte de la tesis de Herbert Marcuse en “El hombre unidimensional”, con sus matices. Al respecto, ver: Herbert Marcuse. 1972. El hombre unidimensional: ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada. Barcelona, España. Publicado por Editorial Seix Barral S. A.
[27] En gran medida, los teóricos de la Escuela Austriaca de Economía estarían de acuerdo con ello, siguiendo a autores como Carl Menger, quien en “Principios de economía política” habla de los resultados no intencionados de la acción humana, que son instituciones complejas que rigen la misma acción humana —siendo una de ellas el dinero—; Ludwig von Mises, en su Tratado sobre la Acción Humana; o a su máximo exponente, al menos en lo que a esto respecta, Friedrich Hayek, quien habla del conocimiento disperso y las instituciones evolutivas. Al respecto, puede encontrar una síntesis de estas ideas en: César M. Meseguer. 2013. La teoría evolutiva de las instituciones: la perspectiva austriaca. Madrid, España. Segunda edición. Publicado por Unión Editorial S. A.
[28] Ibidem., págs. 21-22, donde menciona la tesis del capítulo 7, que se replica en los capítulos 10, 11, 14 y 20.
[29] Cuando Mann habla de “cristalización”, refiere al proceso por el cual las redes de poder —IEMP— se solidifican y se vuelven permanentes, estables y limitantes dentro de una estructura organizacional, que es típicamente el Estado-nación. Es precisamente por esto que se habla de “rigidez”, y del paso de una historia “abierta” a una “limitada”.
[30] Agradezco a Roymer A. Rivas B., teórico del Creativismo Filosófico, esta luz sobre el tema.
[31] Michael Foucault estaría totalmente de acuerdo con esta afirmación, porque, en última instancia, la técnica de organización impone disciplina.









